1985 – BLANCA MARTINEZ DE IRUJO DE LA FUENTE

Por Blanca Martínez de Irujo de la Fuente

Yo fui ciudadano romano, y como tal martiricé a un hombre por haber osado predicar la verdad ante los ojos del Señor.
Confieso, como buen amante, hallarme desgarrado por haberlo dejado partir; pues, al fin y al cabo, ¿qué es Roma sin su César? ¿Y quién era yo sin Peter?
Un grito callado, un alma errante, un pecado clavado en el corazón palpitante: tal fue mi destino. Pero no me arrepiento; porque arrepentirse es oficio de cobardes.
Fui muchas cosas, sí, y sin embargo jamás podrían definirme como hombre timorato. Pecador, en el más alto sentido de la palabra; embustero, bajo todas sus acepciones. Pero, ante todo, fui valiente, y estoy persuadido de que así se me recordará, aunque haya quienes se empeñen en lo contrario.
Ya habréis adivinado que hablo de mi querido amigo —si aún puedo otorgarle tal título— Peter Cuxwold. Los anales de la época lo registrarán como filósofo, poeta, político e incluso maestro. Yo, en cambio, lo conocí antes de que fuera todo eso; cuando no era sino Pete.
Teníamos veinte años: él, muchacho alto, deslumbrado por las contradicciones del mundo; yo, un aprendiz de escritor que pretendía saber lo que significaba amar.
Hacía dos años que coincidíamos en Greats en Oxford, sin habernos dirigido palabra, aunque sabíamos muy bien quién era quién. Yo había publicado algunos versos; él hablaba de Platón como si tratase de un hermano.
En la primavera del ochenta y cinco nuestras voces se encontraron por vez primera. Fingía yo leer la columna literaria de una revista local, sentado frente a la Bodleiana, con tabaco negro —que me sabía más a ceniza que a placer— entre los dedos culpables.
—No parece hallarle deleite —dijo, tomando asiento a mi lado. Su voz, más grave de lo que yo había soñado, me sobresaltó; y sí: la había soñado.
—¿Al tabaco o al artículo? —repliqué, sonriendo con fingida ligereza, mientras mis ojos, de soslayo, admiraban la limpidez de sus rizos dorados.
—A ninguno, en verdad. Pero, si me permite la franqueza, diría que usted no es hombre fácil de complacer.
Reí. Sus ojos azules se arrugaron en compás con los míos. Le encendí un cigarrillo: fumaba egipcios, como yo. Un estremecimiento recorrió mi espalda.
—Intuyo que ha leído mis poemas —me aventuré, arrojando la cerilla consumida.
—¿Cree usted que me habría acercado de no ser así?
—Imaginé que mendigaba fuego.
—Soy Peter Cuxwold —dijo, tendiéndome la mano.
—Sé bien quién es —respondí, estrechándola.
—Entonces espero que usted sea Jonathan Whitehall; de no serlo, moriré de vergüenza.
Asentí, ocultando la turbación. Y en aquel instante, mientras apagaba el tabaco, pensé en encender otro, sólo por imaginar el sabor que compartía aquel hombre.
Me leyó el pensamiento.
—¿Desea uno? —preguntó, abriendo su tabaquera. Acepté. Caminamos sin rumbo, aunque yo sabía que todo acabaría en Radcliffe Square.
—¿Y bien? —pregunté—. ¿Le agradaron mis versos?
Alzó la mirada al cielo de Oxford.
—Les falta algo.
—¿Qué, si puede saberse?
—Un discípulo.
—¿Un discípulo? —repetí, entre sorprendido y molesto.
—Sí. Un autor sin discípulo es como un dios sin templo: bello, pero estéril.
—Para eso está Taylor Cargins, mi amigo de infancia, que se ufana en venerar mis letras.
Peter sonrió, aunque sin convicción.
—Conozco a alguien que podría servirle mejor.
—No querrá usted ofrecerse…
—¿Para qué, si no, me habría acercado? —dijo, rozando con osadía mi mejilla.
Pensé en rechazarle, en alzar la voz. Mas no hice sino reír. Aquella noche no dormí. Ni las dos siguientes.
Una carta de Prosperina, mi prometida, llegó pronto a mis manos. No era poética —ella jamás lo fue—, pero sí afectuosa. Me decía que me amaba, que avanzaban los planes de boda, que pronto vendría a Oxford. Creí que su visita pondría término a mis pensamientos pecaminosos.
Pero sus planes se aplazaron al mes siguiente. Y, mientras tanto, mis encuentros con Peter —o “Pete”, como él me pedía que le llamase— no hacían más que intensificarse, donde apenas mediaba entre nosotros más que una cortesía estudiada, un roce fortuito de manos o el simulacro de un flirteo disimulado.
No tardó, sin embargo, en invitarme a retirarnos a su aposento, bajo el noble pretexto de conversar sin interrupción hasta bien entrada la noche. Y no voy a fingir sorpresa: pues, si él no hubiese formulado tal proposición, sin duda la habría hecho yo, que me sabía ya prisionero de aquel deseo al que no me atrevía a dar nombre, y sospechaba ser el más ávido de hallarme a solas con él.
—¿Qué opinión le merece Sócrates? —me preguntó, mientras vertía en mi copa el vino.
Yo, por disimular el temblor de mi espíritu, jugueteaba con el cristal, como si pudiera servirme de escudo contra la firmeza de sus ojos. Una parte de mí adivinaba ya hacia dónde nos conducía la conversación; otra, más obstinada y ciega, se aferraba aún a la ilusión pueril de que se trataba de un coloquio meramente académico.
—Sólo sé que no sé nada —respondí con fingido desenfado.
—Canalla —replicó, con una sonrisa, y al decirlo dejó reposar su mano sobre mi hombro—. Le hablaba en serio.
—Entonces le diré que Sócrates peca de ingenuidad moral. Creía que quien conoce el bien, obra necesariamente conforme a él.
—¿Y no cree usted que así sea?
—Le conozco a usted —me atreví—, y sé que es bueno. ¿Pero acaso se atrevería a afirmar lo mismo de mis intenciones?
—Lo sé —respondió con serenidad, inclinándose hacia mí—. Lo que acontece es que aún no se ha conocido usted a sí mismo. Si Sócrates estuviera aquí, le recordaría que el alma que no se examina está condenada a vivir en perpetua falsedad.
Cerré los ojos. Nuestros labios se hallaban ya a un suspiro de distancia.
—Entonces, bendito sea que está usted y no Platón, Pete.
—Bendito sea… —susurró él.
Y así, como si el tiempo se contuviera en un instante eterno, nuestros labios se encontraron.
Aquel fue el primero de nuestros muchos besos embrujados: la manzana prohibida que selló nuestro destino, la llave que abrió una puerta hacia una perdición que me sería imposible cerrar sin desangrar el alma.
La fruta prohibida había sido mordida. Y con ella se selló mi condena.
Y fue entonces, como bien sabréis, a raíz de la funesta publicación de una de mis cartas en la revista literaria de la universidad. Los nombres, es cierto, habían sido cuidadosamente tachados; mas la índole misma de aquel poema no dejaba lugar a dudas sobre su verdadera naturaleza. No me era fácil culpar a Pete, que con vehemencia me negó desde el primer momento cualquier implicación; mas, en el silencio de mi conciencia, sospeché de inmediato de Taylor Cargins.
No en vano era él el único otro joven de Oxford que conocía —aunque fuese de forma vaga— mis inclinaciones, y no faltaban motivos para resentirse, dado que yo, a pesar de nuestra antigua amistad infantil, había rechazado con firmeza las suyas.
—No he sido yo —me imploró con voz rota, sus ojos negros empañados en lágrimas—. Soy su amigo más íntimo. Jamás le traicionaría. ¡Ha sido él!
Y señaló a Pete. Este, lejos de acobardarse, dejó escapar una risa incrédula.
—¿No me diga que aún se aferra a su ridículo amor de infancia, Cargins? ¡Supérelo de una vez!
Taylor, mucho más bajo y frágil que él, se le encaró sin titubeo; y en aquel instante incluso yo, que le conocía desde niño, me estremecí ante la dignidad que irradiaba su figura.
—¡No pronuncie tales palabras en público! ¡No aquí!
Pete rodó los ojos con displicencia.
—¿Y sabe qué? —proclamó, clavando en mí una mirada encendida de desafío—. Estoy cansado. Cansado de vivir en las sombras, de esconder lo que somos. Whitehall y yo somos hombres libres; pensadores griegos encerrados en una Inglaterra podrida por su propio moralismo.
—Así que lo admite… —musitó Taylor, con la voz agitada—. Fue usted. ¡Usted publicó las cartas y quiso culparme! ¿Por qué? ¿Por celos?
Pete clavó sus ojos en los míos, como si buscara grabar su sentencia en mármol.
—Sólo quise que el mundo conociera el mejor poema que jamás habría de publicarse —dijo, despacio, con una solemnidad que helaba la sangre—. Incluso si los nombres debían permanecer ocultos.
—Está usted loco —exclamé, mirándole con un dolor que se confundía con la decepción—. ¿Comprende acaso lo que semejante escándalo haría con nuestra reputación? ¿Con la mía?
—¿Acaso dirían algo que no fuese cierto?
—¡Lo llevarán a la cárcel si descubren la autoría de ese poema! —interrumpió Taylor—. Con trabajos forzosos. ¿Es que nada de ello le importa, Cuxwold?
Peter dejó escapar una carcajada amarga.
—Ustedes son tal para cual: un par de espíritus mezquinos, incapaces de comprender qué es un hombre de verdad.
—¿Y usted lo sabe, Pete?
—Lo creí —respondió, con un filo de rabia—. Mas ahora veo que no. Sólo es usted lo que más teme ser: un cobarde disfrazado, un sodomita que huye de sí mismo.
—¡Basta! ¡Váyase! —le exigí, sin reunir el valor de sostener su mirada.
Pete sonrió con un retorcido triunfo, inmune a mi furia.
—No fue eso lo que me suplicaba anoche, Whitehall—dijo, envenenando la estancia con su burla.
Y entonces, como si el destino hubiera aguardado ese instante, se oyó una voz femenina.
—¿Es cierto, entonces?
Me quedé helado. En el umbral, la silueta de Prosperina emergía como una aparición: sus ojos azules, bañados de espanto, me escrutaban con un temblor apenas contenido, y su cuerpo frágil, de una delicadeza semejante a la porcelana, parecía contener la respiración, temeroso de quebrarse bajo el peso de la verdad.
—Prosperina… lo que crea haber oído… —balbuceé, suplicante.
Ella levantó el ejemplar de la revista, que temblaba en sus manos.
—Reconocería su prosa en cualquier parte, Jonathan —murmuró, con voz apenas audible—. El señor Cuxwold ha tenido la cortesía de enviarme un ejemplar esta misma mañana. Y comprendo ahora que sus intenciones no eran de ayuda, como pretendía en su carta, sino de cruel regodeo en su… naturaleza.
Peter se encendió al escuchar tales palabras.
—¿Y quién es usted —espetó con rabia contenida— para dictaminar lo que está bien o mal?
—Reconozco que no soy nadie, señor —replicó ella, con voz baja pero firme.
—Exacto. No es más que una mujer; así pues, calle y no interrumpa…
—Si me lo permite —le cortó, súbitamente encendida de rubor y dignidad—, el hombre con el que se halla usted envuelto es mi futuro esposo, y creo tener derecho a reclamarle por haberme robado su corazón de modo tan ruin y execrable; corrompiéndole, arrastrándole a
la miseria. Y más aún: debería denunciarles a ambos a las autoridades para así restañar mi honra herida…
—No sería capaz —rio Peter, aunque en sus ojos se adivinó por un instante un destello de pánico.
—Tiene razón: no es propio de mi naturaleza —dijo ella, conteniendo la respiración—. Pero he aprendido ya que lo que llamamos naturaleza puede contrariarse con un acto de voluntad.
Yo, turbado, volví la vista hacia Peter, que apretaba los nudillos con violencia. Luego la fijé en Prosperina, turbado. No sabía a quién complacer; pero comprendí que, si deseaba calmar aquella tormenta, debía postrarme ante ella.
—Prosperina… Perdone este desvarío. ¡He sido corrompido por un ideal inexistente, fruto de mi soberbia! Mi señora, si se digna perdonarme ahora, juro servirla hasta la muerte con fidelidad absoluta.
Me arrodillé, desesperado. Ella sonrió, satisfecha en parte; Peter, en cambio, alzó la mirada al techo con un gesto de hastiado desprecio.
—¿Y quién le asegura a usted —dijo ella, con tono retador— que yo le querría en estas condiciones? Ahora que conozco… sus inclinaciones… ¿Cómo podría aceptarle?
—Haré cuanto se me requiera —imploré— para probar que no ha sido esto sino una piedra en el sendero de nuestra vida. Yo profeso amor a las damas; mas, sobre todo, la venero a usted con toda mi alma.
Entonces ella volvió sus ojos hacia Peter, con la misma frialdad con que se contempla un pedazo de tierra pisoteada.
—Entonces, no volverá a cruzar palabra con él. Ni un saludo, ni una mirada habrá de concederle. Desde hoy, ese hombre deja de existir para usted: arránquelo de su recuerdo, sepúltelo en el olvido más hondo, o sabrá lo que significa quebrantar su palabra. A él, y a todo aquel que comparta sus… inclinaciones. —Posó la mirada en Taylor con un dejo de desdén, mientras éste, hecho un ovillo en la penumbra, se mordía las uñas como testigo aterrado.
—Lo haré. Lo hago. Lo juro —balbuceé, ahogado en lágrimas.
Peter, erguido, lanzó un grito seco, como herido en lo más íntimo:
—Así que elige la cadena antes que la libertad.
—Esto es libertad —contesté, sin mirarle—: la vida junto a mi amada.
—No —escupió con furia—. Esto es la vida en la mentira. ¡Traidor! ¡Cobarde!
—¡Váyase o llamaré a las autoridades! —clamó Prosperina, con voz vibrante.
Peter me miró una última vez; su voz quebrada sonó como un epitafio anticipado:
—Quédese con su dama y con su porvenir, Whitehall. Roma le recordará por lo que es: un traidor.
Se volvió y abandonó la estancia. El eco de sus pasos retumbó en el pasillo como un réquiem de ultratumba.
No volví a verle con vida.
Al amanecer, el río Cherwell devolvió su cuerpo inerte a la orilla. Dijeron que había sido un accidente. Pero yo sé que los accidentes no escriben epitafios.
Yo fui ciudadano romano, y martiricé a un hombre. No con espada ni sentencia, sino con mi silencio, con mi elección.
Dios sabe que pequé. Y, sin embargo, mi mayor condena no es Su juicio, sino la memoria.
De Prosperina heredé la respetabilidad.
De Peter me arderá por siempre el nombre.
Pete.

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