BALADA DE LA ESTUPIDEZ – Jose Luis Catalina Gilaberte

Por Jose Luis Catalina Gilaberte

“Una persona estúpida es una persona que causa un daño a otra persona o grupo de personas sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio”.
Carlo Maria Cipolla

Cuando oyó esa definición de estúpido, él pensó que lo realmente estúpido eran la frase y quien la acuñó.

—————–

– ¿Sebastián Gabeira? Queda usted detenido por el asesinato de Antonio Gabeira.
Dos agentes de policía esposaron a Sebastián Gabeira, el hijo del que fuera uno de los grandes del jazz español, y lo introdujeron en el Citroën BX policial. El saxofón de su padre, Tony Gabeira, había sonado desde los 60 en el mítico Whisky Jazz Club de Madrid y en todos los garitos y festivales jazzísticos de las principales ciudades de España. En su época dorada había acompañado a otros grandes del jazz internacional, viajando por las principales capitales del mundo.
Tan solo diez días antes había recibido un SMS de su padre invitándolo a cenar y charlar. Después de tantos años sin hablarse, después de tantas broncas y desencuentros, volvió a contactar con él. Apenas dudó en rechazar la invitación y no respondió siquiera. Dos días después, un nuevo SMS reiteraba la invitación. “Sebastián, hijo, tras estos años he comprendido muchas cosas y querría hablar contigo. Me agradaría que vinieras a cenar a mi casa y charlar un rato. ¿Harías esto por mí?”. De nuevo, no se dignó a responder.
Pasados dos días, tras un tercer SMS, decidió responder aceptando la invitación. No le atraía la idea, pero una cierta curiosidad morbosa lo animó a acceder. Su padre lo citó a cenar en su casa del barrio de Lavapiés. Llegó en su Opel Calibra rojo guinda a la dirección indicada por su padre. Chocaba la categoría del automóvil con la sencillez del entorno. Aparcó cerca y se quedó un buen rato en el coche, pensando por momentos que lo mejor era marcharse. Sacó sus gafas de sol del bolsillo de su americana y jugó en su boca con las patillas, tratando de tomar una decisión final. Demasiado resentimiento guardado durante años; no sabría si sería capaz de dominarlo. Resolvió finalmente que, dado que ya estaba allí, iba subir a verle, aunque se marchara a los dos minutos.
Entró al portal indicado de la calle de Ministriles. Le llamó la atención el olor que desprendían las humedades de las paredes del portal de ese viejo edificio de dos plantas. Numerosas losetas del suelo estaban medio levantadas, y al fondo del portal se apreciaban los desconchones en la pintura, solventados algunos de ellos por improvisadas capas de cemento. Subió las escaleras tratando de no tocar mucho la barandilla. En el primer piso pudo escuchar una televisión a todo volumen emitiendo un reality. Subió otro piso. En la puerta derecha oyó la voz aguda de una mujer llamando repetidamente a voces a su hijo para cenar. Tras dudar de nuevo unos segundos, llamó al segundo izquierda. Abrió la puerta su padre.
– ¡Sebastián, hijo! -dijo efusivamente su padre, brazos en alto, y diciendo su nombre completo en vez de su apócope, queriendo dar mayor solemnidad al encuentro.
– ¡Que no chilles, coño! -le espetó una voz masculina desde la casa de enfrente.
– ¡Cállate tú, mamón amargado! ¿No puedo celebrar ver a mi hijo?
Sin más palabras, lo cogió por la espalda y lo introdujo en la casa. Sebastián no podía dar crédito a nada de lo que pasaba, desde el recibimiento de su padre a la reacción del vecino y al aspecto de la casa en la que vivía.
– ¡Sebas! ¡Cuánto tiempo! Demasiado…
– Sí, mucho.
– Pero pasa, pasa. Déjame tu americana. ¡Qué elegante vienes!
– He salido de trabajar hace un momento.
– ¿Sigues en la asesoría que tenías?
– Sí.
– Te debe seguir yendo muy bien por lo que veo.
– No me puedo quejar.
De fondo sonaba un viejo disco de vinilo que Sebastián pudo reconocer: “Makes it happen” del saxofonista Genne Ammons, uno de los discos favoritos de su padre, que tantas veces había oído de pequeño. Sebastián no dejaba de mirar la casa. Entraron directamente en lo que venía a ser la cocina-comedor, parcamente iluminada. Al fondo vio, cómo no, el saxo tenor dorado de su padre, su mítico Selmer Mark VI deslumbrantemente reluciente, apoyado en su soporte junto a una veintena de discos de vinilo amontonados en un sofá destartalado. Contrastaba el pulcro brillo del saxo con el desorden y el descuido circundantes. En la pila de la escueta cocina americana se amontonaban platos y vasos usados, junto a una revista y unas botellas vacías de cerveza y de whisky DYC.
– Perdona que no me haya dado tiempo a arreglar un poco esto -dijo Tony a la vez que pasaba la manga de la sudadera por su barba ampliamente dominada por las canas-. ¡Siéntate, por favor, siéntate!
-Muy amable te veo. ¿Qué quieres? ¿Por qué me has llamado?-¡Sebastián! ¿Qué voy a querer? ¡Verte y charlar!
– Hace once años que no nos hablamos. ¿A qué viene esto ahora?
– ¡Sólo quiero charlar, de verdad! Saber cómo te va y cómo le va a… a mamá.
– Le va bien. ¿Ahora te preocupas por ella?
– No he podido dejar de pensar en ella… Pero siéntate, por favor. He traído queso y he preparado una carne muy rica, como la que tomábamos en ese restaurante argentino donde fuimos cuando toqué con el gran Stéphane Grappelli, cuando… en fin, cuando todo iba tan bien.
Sebastián se sentó a la mesa. Al menos tenía un mantel y unas servilletas aparentemente limpias.
Tony llevó un cuarto de queso curado a la mesa y comenzó a partirlo en cuñas.
– ¡Ay! ¡Menudo estropicio me he hecho! -exclamó tras hacerse un corte en un dedo en la operación-. ¡Y te he salpicado la camisa y el pantalón! Perdón, disculpa.
– No pasa nada -dijo Sebastián con rostro circunspecto-. Lo que me faltaba -masculló entre dientes.
Sebastián pudo observar la huella de una artritis incipiente en las manos de su padre. Tony volvió tras lavarse la herida y ponerse unos trozos de papel de cocina en el dedo sangrante. Se sentó a la mesa junto a Sebastián.
– Toma, corta tú la carne, por favor, que con estas manos…
Le dio un largo y afilado cuchillo de cocina y un trinche para cortar la pieza de carne asada. Sebastián comenzó a partirla como recordaba que le gustaba a su padre, en finos filetes.
– ¿Dónde dejo el cuchillo y el trinche?
– Ahí mismo en la fuente, no te preocupes.
Tony cogió una botella de un Rioja barato. Quedaba la mitad.
– Perdona que le falte un poco. No pude resistir la tentación y la abrí.
Tras servir sendos vasos, reanudó la conversación.
– ¿Cómo está tu hermana? -continuó Tony con su interés por ponerse al día.
– ¿Merche? Supongo que bien. Sigue en Granada, poco más sé.
– No he vuelto a saber nada de ella…
– Desde que se marchó de casa repentinamente, apenas he sabido nada de ella. No sé qué le harías, pero no ha querido volver a hablar tampoco con mamá.
Se hizo un silencio.
– Muchos años sin ver a tu madre.
Su gesto era ahora distinto. Había cambiado el tono jovial del inicio por otro más taciturno y grave.
– No te preocupaste mucho por ella.
– No deberías haberla separado de mí.
– ¡Vamos! ¡Sabes perfectamente cómo la maltrataste!
– Eran discusiones habituales de matrimonio…
– ¿Discusiones habituales de matrimonio? Y los moratones ¿eran también cosas habituales de matrimonio?
– ¡Vamos! ¡Ella me quería!
– Claro que te quería. Lo que no sé es cómo aguantó tanto.
– Me quería y me admiraba.
– ¡Como yo te quería, a pesar de que no pisaras por casa, a pesar de que llegaras como llegabas, a pesar de que me apartaras de ti para seguir tocando el saxo cuando te encontrabas inspirado o te apetecía simplemente tocar, que era casi siempre que estabas en casa!
– Tu madre me quería y me admiraba -repitió volviendo la mirada con añoranza-. Yo fui grande, Sebas. Me llamaban los mejores para compartir escenario con ellos. Me llamó Grapelli, me llamó Orsted Pedersen, toqué con Tete Montoliu y con Pia Beck. Estuve en boca de todos. “Nadie toca las baladas como Tony Gabeira” dijo Petrucciani de mí.
– Hasta que empezaste a…
– Así es el mundo de la música, Sebas. ¡A veces necesitas estimular la imaginación con alguna ayuda extra!
– Imaginativo eras, pero como padre y esposo dejaste mucho que desear.
Se hizo un nuevo silencio.
– Cada vez te pareces más a tu abuelo materno: reproches y más reproches – continuó Tony -. Estirado como un ajoporro y con ínfulas de superioridad. Nunca me aceptó como yerno, ni cuando triunfaba por medio mundo. Nunca le parecí suficiente para su hija. Y ahora tú… Y ahora tú con sus mismos aires y sus mismas censuras.
– Deja al abuelo en paz. Él no tiene culpa de lo que te pasa.
Tony sorbió de nuevo del vaso con vino.
–  Y tú, jodido estirado, que fuiste incapaz de dar dos acordes seguidos en el piano que te regalé.
–  ¡Tú no querías tener hijos! ¡Tú sólo querías tener acompañantes para tu saxo! ¡Jamás jugaste conmigo! ¡Jamás me llevaste a otro sitio que no fuera un tugurio de jazz!
– ¡Aaaahhh, ignorante! ¡Tu hermano sí que valía!
– ¿Valía porque te trataba de acompañar con la batería en casa?
-¡Valía porque entendía de música, porque tenía sensibilidad, no como tú!
Sebastián no pudo continuar sentado. Se incorporó, cerró los puños conteniendo un golpe y reprimió un gemido. Tony, siguió sentado en su silla, los brazos apoyados en las piernas abiertas, volvió a limpiarse la boca con la manga de la sudadera, la cara hacia abajo y la mirada clavada en Sebastián.
– No debiste haber separado a mamá de mí. No debiste hacerlo.
Sebastián creyó llegada la hora de dejar la visita. Cogió la americana y se dispuso a salir.
– No te vayas, cobarde.
– Que te den.
– No debiste llevarte a tu madre -insistió obsesivamente, señalando con su artrítico índice a Sebastián.
– Ya he oído todo lo que tenía que oír. Hasta nunca. ¡No sé por qué coño he venido!
Salió de la casa dando un portazo y bajando a toda prisa por la escalera. Ahora no le importó tocar la barandilla. Llegó a su coche, se montó en él y allí emitió un grito ahogado de rabia.
Mientras tanto, Tony permanecía en la misma postura y mirando fijamente la puerta por donde Sebastián se había marchado. Algo así estaba dentro de lo previsto. Una sonrisa funesta comenzó a vislumbrarse en su gesto. Le había enviado varios SMS invitándole a su casa. Los vecinos le habían oído saludarlo efusivamente. La camisa y el pantalón de Sebastián tenían restos de su sangre. Se levantó despacio, se fue al baño, se quitó el papel del corte en el dedo y lo tiró por el retrete, tirando de la cadena. Se acercó a la cocina y, con un paño, cogió cuidadosamente por la hoja cercana al mango el cuchillo de trinchar con las huellas de su hijo. No dudó: de un tajo se seccionó la yugular.
Mientras se desangraba, distinguió de fondo el sonido de una de sus baladas favoritas del disco de su admirado Gene Ammonds: My foolish heart. Recordó la frase de Carlo Cipolla: “Una persona estúpida es una persona que causa un daño a otra persona o grupo de personas sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio”. Nunca estuvo de acuerdo con ella. Estúpida era la frase y estúpido quien la acuñó. Estúpido era dejar que otros vivieran una buena vida mientras la tuya se descomponía por su culpa. Esos fueron los últimos pensamientos del gran Tony Gabeira. El disco dejó de girar.

RELATO DEL TALLER DE:
Taller de Escritura Creativa

Deja una respuesta

Esta entrada tiene un comentario

  1. C.

    El relato está escrito de manera magnífica, no podría ser menos cuando lo escribe un poeta. Desde joven ya té inclinabas por tener un léxico amplio y rico.
    Me ha gustado mucho, seguro que tendrás más publicaciones.
    La escritura es la mejor terapia que tenemos para que afloren nuestros sentimientos.
    Enhorabuena!!!!

Descubre nuestros talleres

Taller de Escritura Creativa

85 horas
Inicio: Inscripción abierta

Taller de Escritura Creativa Superior

95 horas
Inicio: Inscripción abierta

Taller de Autobiografía

85 horas
Inicio: Inscripción abierta

Taller de Poesía

85 horas
Inicio: Inscripción abierta

Taller de Literatura Infantil y Juvenil

85 horas
Inicio: Inscripción abierta

Taller de Guion para Cine y Televisión

85 horas
Inicio: Inscripción abierta