CALOR – Juana Abellaneda Bermejo

Por JUANA ABELLANEDA BERMEJO

Era media mañana y el día ya amarilleaba chillón. Las gallinas caían al suelo borrachas de calor, agonizantes en los gallineros enmallados a pesar del tambanillo improvisado de hojas de parra secas. Mi abuela decía que nunca había conocido un haz de calor igual.
Mientras escuchaba sus lamentos, yo esperaba tiesa como un ajo, sentada en la silla de guinea junto al armario de railite verde manzana, donde mi abuela escondía, a mi alcance, el bote de leche condensada. Llevaba toda la mañana hacendosa lustrando hasta el último rincón de la cocina, donde apenas había una mesa de camilla con un botijo vestido de ganchillo, sudando a la par mía. Alrededor, cuatro sillas y un hornillo desconchado como toda decoración. Desde que me levantó temprano y me enfundó en el vestido de los domingos, no me había dejado mover de la silla. El sol resbalaba por el cristal de la ventana.
Los perros atados bajo la mimosa comenzaron a ladrar. Solían hacerlo cuando alguien desconocido llegaba a la casa.
—Ya vienen —dijo mi abuela frotándose las manos, desprendiendo olor a lejía.
Mi madre entró por la puerta con un bulto pegado a su pecho y la tripa desinflada.
Parecía cansada cuando se agachó ante mí.
—Esta es tu hermana.
De puntillas miré dentro del pañuelo de hilo pajizo que mi madre sostenía entre sus brazos; se lo había visto tejer por las noches, momentos antes de irme a la cama. Sus manos callosas, doloridas, sonaban como una lija con el roce de las agujas. La hermana tenía una carita pálida: transparente, ni rastro de pelo, una boca rosada más pequeña que la de mi muñeca. Se movía como si estuviera succionando un chupete imaginario. Parecía dormida.
—¿Quieres cogerla? —preguntó mi madre.
Yo no sabía si quería o no. Solo quería volver a jugar con la camada de gatitos que habían nacido la tarde anterior mientras horneaba rosquillas con mi abuela. Eran cuatro: uno blanco como la nieve, Copito; otro, con rayas naranjas, Tigre y los otros, del color de la ceniza, Luna y Estrella. Mi abuela decía que los grises eran romanos. Yo no entendía como unos podían ser romanos y los otros españoles, si eran hermanos. Lo único que sabía es que quería quedármelos todos.
Llevaba una semana en casa de mi abuela. Me encantaba. Mi madre me dejaba a veces cuando me ponía enferma y no podía ir al colegio. El resto de los días, al bajar del autobús escolar, la esperaba debajo de un olivo mientras terminaba de recoger el algodón de aquellas tierras resecas y empedradas. Odiaba estar allí. El polvo me asfixiaba en verano y en invierno me salían sabañones a pesar de las hogueras que mi madre encendía con ramas secas. El calor del fuego era solo para mí. Ella seguía arrastrando el saco de plástico cargado de algodón húmedo entre los surcos de arbustos salpicados de flores blancas. Sobre un caballón de tormos colocaba una colcha vieja para que pudiera sentarme a hacer caligrafía. Cuando se demoraba, dibujaba castillos con princesas rubias
de pelo largo. Yo sería así algún día.
Las noches de invierno eran lo peor. Las paredes de la vieja casa lloraban salitre húmedo que impregnaba los huesos. Mi madre intentaba sacudirme la tiritera de los dientes, amontonando mantas de lana del color del otoño sobre mis costillas. Yo me encogía como una oruga enterrada en el estiércol. Otras, cuando tenía pesadillas, me metía en su cama con cuidado de no despertarla. Ella, simulando que dormía, ahuecaba un lado y su brazo me abrazaba como por casualidad.
Pero los días que pasaba en casa de mi abuela eran mis días preferidos. Agarrada a la punta del delantal de organza que siempre llevaba atado por encima de la falda, la acompañaba de un lado al otro de la casa mientras escucha historias sobre mi madre de niña. Cuando amasaba, me dejaba meter las manos en la masa del pan y hacer un panecillo pequeño que después me comía caliente cargado de sobrasada.
Lo mejor eran las meriendas con grandes rebanadas de pan casero cubiertas de leche condensada, justo lo que mi madre no me dejaba comer. Para mi abuela el mejor signo de salud era ver mi cara redonda bien colorada.
Por las tardes, mientras echaba su siesta sagrada, yo subía a la buhardilla donde se guardaban los embutidos colgados en cañas, entre montones de cajas con ropa vieja y libros carcomidos por el tiempo, entre telas de araña y olor a olvido. Me parecían tesoros encerrados en un castillo. Allí pasaba las horas de más calor, jugando a disfrazarme de princesas y hadas: con una barita mágica hacían desaparecer todo lo que me molestaba.
Pusieron el bulto sobre mis rodillas. Mi madre y mi abuela, cada una por un lado, reforzaban a cuatro brazos mi labor como hermana mayor. Yo no quería cogerla, olía a foie gras podrido. Como si supiera lo que estaba pensando, abrió unos diminutos ojos del color del cielo y lloró desconsolada. No quería ser mi hermana.
Ya en el coche de vuelta a mi casa, en la radio decían que había llegado la mayor ola de calor de los últimos cincuenta años. Yo no la veía. Había ido todo el camino llorando porque no me habían dejado traer al menos a uno de los gatitos. Llegando a casa, mi madre gritó. Los animales de la granja que ella criaba, «para poder comer», se habían asfixiado. El olor a podredumbre nos envolvía en arcadas.
Pobres conejos, pensé. Ahora entiendo por qué antes de subir al coche había visto a mi abuela cargando los gatitos en un saco blanco. Cuando le pregunté si era para llevármelos a casa, me respondió que les iba a dar un baño en la acequia del agua de regadío, para quitarles el calor.
A veces mi abuela me sacaba el sol de la cabeza. Colocaba una sartén con agua sobre ella con un vaso boca abajo que absorbía de golpe el agua, mientras susurraba palabras que yo no entendía.
—Esta niña tiene el cerebro frito —oía decirle a mi madre.
Dentro de mi casa no se sentía el ardor que hacía caer a los gorriones de la higuera en suicidio colectivo. Mi madre regaba los suelos de cemento con la manguera; las paredes encaladas guardaban la humedad que lloraban en invierno.
No fue hasta pasado el berrinche cuando me di cuenta de que ya nunca volveríamos a ser mi mamá y yo. Pensé en esto cuando entré en su habitación para que me secara las lágrimas, donde encontré el bulto chupando su pecho. Me dio mucho asco, pero no me pasó desapercibida la cuna que había junto a la cama de mamá.
Por las mañanas, mientras me hacía las coletas para ir al colegio de verano, no podía evitar dejar escapar unas lágrimas con los dientes apretados, sabiendo que la intrusa se quedaría todo el día en su regazo. Pasaba las noches llorando, sabedora de que mi madre la sacaría de la cuna y la metería en su cama. En el mismo hueco que yo ocupaba hacía apenas unas semanas.
—Ahora eres la hermana mayor y las hermanas mayores duermen solas en su habitación —me había dicho mi madre la primera noche que hice el intento de trepar a su cama.
Los fines de semana la casa se llenaba de mujeres cargadas de bolsas, algunas eran vecinas, otras primas segundas, al resto no las conocía. Traían botes de melocotón en almíbar, kilos de azúcar, zumos, chocolates y leche de almendras.
—Para que te suba la leche —las escuchaba decir.
También regalos envueltos en papeles de colores: diminutos vestidos, gorros de lana, zapatitos de ganchillo, peluches y algunas muñecas. Para mí, nada.
Mi madre guardaba la comida en la despensa cuando las visitas se marchaban y exponía los regalos sobre la cama gemela que había en mi habitación.
—No toques nada —me decía antes de cerrar la puerta—. Son para la hermana.
Una mañana le pregunté si a la hermana también la dejaría a la sombra del olivo mientras ella cogía el algodón. Me dijo que no.
—No quiero que a tu hermana le dé tanto el sol.
Algunas tardes, cuando bajaba del autobús, me estaban esperando en la parada.
Mi madre llevaba un sombrero de paja con ala ancha para protegerse del sol y la hermana estaba tumbada en el carrito de escay rojo donde antes iba yo. Llevaba los pies desnudos.
—Es por el calor —decía mi madre.
Así que en cuanto llegábamos a casa yo tiraba los míos en la entrada y caminaba descalza por el suelo recién regado.
Desde que la hermana nació no habíamos vuelto a visitar a mi abuela, era ella la que nos visitaba. La veía llegar caminando por el fondo de la vereda de arena blanca, con su delantal de volantes impoluto, naneando como si caminara bailando una coreografía.
Yo corría a recibirla hasta mitad del camino y buscaba en sus bolsillos los caramelos que sabía escondía. Cuando le pregunté por los gatitos me dijo que estaban bien, que corrían mucho, que no podía cogerlos.
Cruzaba la puerta de casa y los ojos, las manos, los brazos y las palabras dulces no eran para mí. Ya no.
Mi abuela ayudaba a mi madre a bañar a mi hermana en la bañera de plástico rosa.
La habitación olía a Nenuco y el agua templada se cubría de algodón de azúcar. Me hubiera gustado meterme dentro, pero mis piernas ya no cabían.
Yo deambulaba por el huerto en busca de insectos con los que jugar para escapar de sus risas. A veces encontraba florecillas de cualquier hierba: manzanilla, margaritas silvestres, amapolas. Otras, rozaba una ortiga y tenía que salir corriendo a meter el brazo en un cubo con agua fría. Con las flores hacía un ramillete y se lo regalaba a mi madre.
Algunos acababan en un vaso con agua, otros en lo alto de la basura.
Hacía tanto calor que en el centro del día no me dejaba salir a jugar fuera. Mi cabeza bullía por dentro, como aceite hirviendo. No me gustaba la siesta, pero tampoco podía hacer ningún ruido, así que me tumbaba en la cama trazando un plan para coger un gatito cuando visitara a mi abuela.
Ahora, cuando retrocedo la vista, un sonido sobresale por encima de los recuerdos.
Es un grito gigantesco que grita y grita. Inmenso. Mi abuela me había enviado a vigilar a mi hermana, que dormía la siesta mientras ella terminaba de remover la masa en la artesa.
—Asómate un momento a ver si tu hermana sigue durmiendo —me había dicho.
Mi madre no se encontraba bien, nos había dejado toda la mañana en casa de mi abuela. Yo estaba feliz ante el plan de subir a mi castillo y reencontrarme con los gatitos, pero eran tan esquivos que aún no los había encontrado. Quizá me entretuve demasiado porque oí a mi abuela gritando mi nombre. Después la escuché acercarse apresurada a la habitación y preguntar qué estaba haciendo que no contestaba. Quizá no la oí bien cuando preguntó dónde estaba la hermana, ni la debí de ver bien cuando buscó entre las sábanas de la cuna. Allí no estaba. Fue cuando me cogió de los brazos, cuando me zarandeó, cuando me di cuenta de que me estaba preguntando por la hermana.
—Abuela, sudaba tanto, que la llevé a darse un baño a la acequia del agua de regadío, para quitarle el calor.
Ahora las sombras del instante se mueven a mi alrededor como vigías, en un intento de abrazarme. Yo atesoro los rayos de sol que apenas entran por la ventana enrejada de estas cuatro paredes, sin ser consciente del brillo opaco de sus miradas.
No volveré a ser su princesa. Ni tan siquiera un hada.

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