CUANDO BUSCAR ES ENCONTRARSE – ROSANELLA BADO ÁBALOS
Por ROSANELLA BADO ÁBALOS

A mis cuarenta y siete años —tras el huracán emocional que provocara mi más reciente relación amorosa y seis meses de terapia—, experimenté uno de los despertares de mi vida. Ya no estaba dispuesta a esperar el momento ideal, o a la pareja perfecta, para cumplir esos sueños que había enterrado bajo falsas responsabilidades y temores.
Después del clic fue como romper las compuertas de una represa. El mundo que me rodeaba era el mismo pero el cambio en mí no tenía vuelta atrás. Descubrí a «mi niña interna» (ese ser travieso, osado y optimista a quien, con los años, había dejado de escuchar) y di un par de volantazos a mi vida tan estable. Busqué un profesor de pintura y empecé a planificar el viaje que
—hasta ese momento— solo había existido en mis más locas fantasías.
El mismo día en que le conté esos planes, mi psicóloga desplegó una amplia sonrisa y dijo:
—Me parece fantástico que vuelvas a conectar con el arte y que estés organizando ese viaje.
Ahora, te agrego otra buena noticia: tu trabajo conmigo terminó.
Respiré hondo, inflándome como un globo, satisfecha y orgullosa de mí misma.
—¿Y por qué Egipto y París?
—En verdad Europa… lo que se dice «Europa», no me interesa tanto. Como sabés, todos los años mis padres se escapaban del invierno y pasaban varios meses allá…durante toda mi infancia… —me quedé pensando.
Ella había tirado al blanco y, como siempre, le dio al centro:
—Eso…mirá tu infancia…
Estaba tan claro. ¡La elección específica de mis dos destinos se originaba en la niñez!, y todo mi trabajo durante esos meses se había centrado en escuchar a «mi niña interior».
Por un lado, papá me había relatado las vidas y las hazañas de los dioses de la antigüedad como si fueran cuentos de hadas…y, desde entonces, me fascinó Egipto. Por otro, desde los primeros años en el colegio, Vercingétorix, los Luises y Napoleón (al mismo tiempo que los menos glamorosos charrúas, Artigas y Lavalleja) entraron a mi vida junto con el resto de la cultura francesa. Por eso quería recorrer cada palmo de Versailles y perderme en las callecitas de París…para reencontrarme.
Lo del arte era un tema pendiente. De pequeña, antes que a las muñecas, prefería: los libros de cuentos ilustrados, lápices, pinceles, acuarelas y témperas. Podía pasar horas frente a láminas que a veces copiaba y otras recreaba a mi estilo. Fui a clases de expresión plástica hasta que la muerte de papá cambió mi vida y me desvió de lo artístico. Cuatro décadas más tarde volví a dejar que las emociones guiaran mis trazos.
En el taller, la primera lección fue dejar de ser tan autoexigente y perfeccionista. Tras largas jornadas envuelta en una mezcla aromática de café recién molido y aguarrás, comprobé que cuanto más insistía en destacar un área que me gustaba o en corregir un error: obtenía el resultado contrario. La práctica me reveló dos cosas importantes: no dar de más porque es contraproducente y aprovechar mis fallos. Ese proceso, al que mi profesor llama «desestructura», no es fácil, no es rápido…¡y duele! Para atravesarlo tuve que doblegar mi ego, frustrarme sin rendirme y empezar a aceptar mis partes buenas y las no tanto.
Unos meses después, cuando subí al primer avión, sentí que me había lanzado a la enorme piscina de la vida. Como cáscaras viejas y secas, invisibles pedacitos de mí misma habían empezado a desprenderse al tiempo que, en silencio, emergían la confianza y una renovada autoestima.
El Cairo me dio la bienvenida con su infinidad de pequeñas luces y al ritmo egipcio. Una enérgica masa humana me remolcó hacia la salida del aeropuerto. El sonriente chofer que sostenía un cartel con mi nombre me liberó del equipaje. En segundos, el automóvil fue engullido por un tránsito caótico de bocinas ininterrumpidas y calles repletas de gente que caminaba en aparente desorden. Al son de los altoparlantes que llamaban al rezo nocturno, bicicletas y carros cruzaban entre mujeres que compraban fruta en precarios puestos callejeros. Una cálida brisa de aroma indescifrable me acariciaba la cara y, mientras me preguntaba si sería capaz de asimilarlo todo esa majestuosa oleada de vida se fue desvaneciendo y me depositó en el hotel…frente a las
pirámides de Giza. ¡Increíble! ¡Las famosas estructuras se erguían en medio de la ciudad!
A partir de ese momento, y al contrario de lo que sucede cuando uno lo pasa bien, el tiempo se eternizó. Puedo asegurar que viví Egipto en cámara lenta.
El mini grupo de turistas del que formé parte en seguida se convirtió en «familia». Muchas veces nos emocionamos al unísono o en segundos nos poníamos de acuerdo; actuábamos en equipo, era como si ya nos conociéramos. Sin darme cuenta se desdibujaron algunos preconceptos acerca de la entrada de gente nueva a mi vida, había entornado la puerta dando paso a la confianza.
Desde el amanecer hasta la madrugada, el testimonio de aquella civilización se desplegaba ante nosotros. Pude tocar la historia en las estatuas y los grabados de los templos, admiré pinturas que se resistieron al tiempo, pisé sobre las huellas de los antiguos y hasta me zambullí en aguas ancestrales. El guía nos regalaba sus conocimientos durante eternos y apacibles atardeceres sobre ese Nilo que, cada día, se tragaba al fuego y paría espléndidas lunas llenas.
Sin embargo, aún faltaba la frutilla del postre, o más bien el uraeus de la doble corona faraónica: Abu Simbel.
Habíamos navegado toda la noche en el lago Nasser. Esa mañana, tras el desayuno, nuestro guía nos pidió que lo siguiéramos a cubierta. De tan bella, la visión parecía irreal. Los milenarios colosos de caliza se alzaban frente a nosotros, enmarcados por una ondeante extensión esmeralda y un cielo tan parejo como si hubiera salido de un tubo de óleo.
Durante toda la mañana nos internamos en los templos y recorrimos sus salas. Había estado tan ocupada en observar y guardarlo todo en mi mente que no me detuve a analizar… ¿Por qué me sentía tan liviana y a la vez tan «llena» de ese lugar?
De noche, volvimos a los templos de Abu Simbel pero, con disimulo, me separé del grupo. Quería disfrutar del espectáculo de luz y sonido camuflada en aquel mar de desconocidos. Quería vivir la experiencia sola, sin tener que escuchar ni responder a nadie. Era como una gran esponja, preparada para absorber toda la energía que me rodeaba.
Se apagaron las luces y, por un momento, brillaron todas las estrellas. Una música suave invadió el espacio. Haces luminosos de distintos colores cambiaban de forma y se desplazaban sobre las cuatro figuras de Ramsés. El gigantesco faraón parecía moverse, respirar, preparado para ponerse de pie y avanzar sobre su público. Sin embargo, se mantuvo soberbio, insondable; sentado en su trono nos observaba desde su imponente altura…hasta que desapareció en la oscuridad.
Sentada en las gradas tuve una leve sensación de aturdimiento, como si el anfiteatro hubiera terminado un suave giro imaginario. Elegí el trayecto más largo hacia el barco y dejé atrás el bullicio de los demás visitantes. Mi cuerpo, más liviano, seguía las curvas del terreno como si se elevara a partir de cada contacto con el suelo. Estiraba el tiempo con perezosos pasos descalzos que se hundían en la arena fría. El lago lamía la orilla y hacía bailar a un conjunto de papiros que emanaba su perfume fresco y terroso. El aire seco del desierto me erizaba con su caricia. Cada parte de mí recibía el abrazo de aquel paraje dominado por las silenciosas esculturas arrancadas de la roca.
Miré al cielo y di las gracias por el camino abierto ante mí, por haberme animado a cumplir mis sueños y por haber empezado a retirar mis propios velos.
Ahora me esperaba París, donde soltaría otras cáscaras, donde desempolvaría más piezas de mí misma.
RELATO DEL TALLER DE:
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