DEBAJO DE LA CAMA – MARÍA DEL CARMEN SERRANO
Por MARIA DEL CARMEN SERRANO

La casa de mis abuelos era grande, destartalada, rara. Con habitaciones de pequeñas ventanas, casi ventanucos, que se iban hilvanando las unas a las otras. Pequeños laberintos de salas interiores,
silenciosas, estrechas y oscuras, de altos techos, que a mi yo niña le parecían casi cielos.
Al fondo, la sala principal, el comedor, con su aparador lleno de vajilla y copas que nunca se usaban, su gran espejo, que aceptaba y repetía mis muecas, una gran mesa de patas torneadas, sillas de asientos de terciopelo burdeos y olor a cera de iglesia. Tal vez el olor viajaba hasta los dos balcones que miraban a San Francisco el Grande, la iglesia del régimen. Todavía puedo sentir sus barrotes rasposos en mis piernecillas colgando entre ellos, viendo cómo llegaba un señor llamado Franco, que yo no sabía quién era, a la celebración de alguna fiesta reseñable. A mí me sorprendía y gustaba el bullicio, los coches grandes pero sobre todo los caballos, la guardia mora, decía mi abuela con veneración.
Todos los vecinos salían a sus balcones y aplaudían o vitoreaban. Yo sólo miraba los caballos y oía sus cascos en el asfalto. Yo era una niña de Madrid de mediados del siglo pasado y mi única fauna
consistía en la perra de mi vecino Carlitos, el gato de mi abuela y un canario.
Ese comedor del que os hablo, tenía una puerta acristalada que era la habitación de mis abuelos, con una cama de latón dorado, unas guirnaldas del mismo material, enlazadas en el cabecero, y un colchón de lana que mi abuela sacudía vehementemente cada mañana con una vara de avellano oscura y rugosa que guardaba detrás de la puerta. Especie de varita mágica con la que he jugado más de una vez, encantando y desencantando a los santos que atiborraban las mesillas.
Yo dormía la siesta en esa habitación. Mejor dicho, me mandaban acostarme en esa habitación a la hora mágica de la siesta, encima de ese colchón tan alto, que te hundía en sus entrañas como una
madre posesiva y voraz. Imposible dormir con el calor de las tardes de verano. Era yo una niña inquieta, curiosa, única entre tanta gente mayor. Daba vueltas y revueltas en esa cama inmensa, aburrida, esperando que mi abuela anunciase que ya me podía levantar.
Tumbada, desde la azotea que representaba el colchón, yo miraba debajo de la cama. Allí había verdaderos tesoros, ese orinal de porcelana blanca y filito azul, reliquia de un tiempo pasado no muy
lejano, unas cajas de zapatos sujetas con gomas, un barreño de plástico verde con una manta, una sábana vieja y varias planchas de hierro, otra reliquia de cuando las planchas se calentaban en la placa de carbón que aún usábamos en la cocina. Pero mi abuela no tiraba nada, todo podía servir, había pasado una guerra y lo de después, lo peor, la postguerra, y aplicaba la misma economía que había usado entonces, una economía de guerra, dura y pura del nunca se sabe y todo se aprovecha.
También, agazapado, mirándome con sus ojos verdes, estaba el Moro, el gato, de nombre tan incorrecto. Y al fondo, detrás de todo, medio escondida, una maleta.
Y esa maleta me producía la mayor de las inquietudes.
Cuando cumplí 8 o 9 años mi curiosidad era tan grande o más que mi intrepidez y un día, luchando contra el miedo que me daba entrar en el submundo de debajo de la cama, que yo imaginaba lleno de demonios, me atreví a bajar y a intentar abrir esa maleta que para mí se había convertido en un reto y en una promesa de grandes secretos.
Sobre mi cabeza, el somier de muelles, y sobresaliendo entre ellos, la funda del colchón, a rayas rojas y blancas, y a mi lado los ojos vigilantes del Moro. Arrastrándome llegué hasta la maleta y la toqué, era de tela áspera y de cartón, con manchas amarillentas, vieja y muy usada, con los contrafuertes de las esquinas raídos y pelados. Un pequeño misterio, la esperanza de un tesoro o de solucionar un enigma, algo que rompía la monotonía de esas horas muertas del día donde todo se paralizaba, cuyo fondo sonoro era siempre la radionovela que oían las mujeres en la cocina.
Durante varias tardes me metí debajo de la cama, simplemente a tocar esa maleta, entre la veneración, el miedo y las ganas de descubrir las maravillas que yo estaba segura guardaba.
Finalmente, una tarde calurosa del mes de agosto, me escurrí de la cama, siempre con la atenta supervisión del Moro, envalentonada: esta tarde me atrevería.
Manipulé los herrajes y sin forzar nada, como por arte de magia, suavemente, se abrieron. No podía separar totalmente la tapa de la maleta porque daba en el somier, pero mis manos cabían
perfectamente. El Moro se acercó cauteloso y olió muy interesado el interior. Es verdad, olía especial, a azafrán, a vainilla, a sal. Un olor raro, extraño para el mundo de jabón Lagarto y de Heno de Pravia de mi abuela.
Metí mis manos por la rendija y saqué lo que parecían cartulinas. No, no lo eran, eran fotos, fotos sepias, en papel duro, con bordes ondulados y dorados. Fotos de mi abuelo de joven, con un canotier, un traje de rayas, los zapatos lustrosos, y al fondo un puerto, barcos y el mar. En el reverso, con letras azuladas ponía, El Malecón, La Habana. ¡Qué apuesto estaba mi abuelo, qué elegante, qué sonrisa tan amplia! Nunca le había visto esa sonrisa. Ni ese pelo tan oscuro y engominado, ni esa apostura, ni esa seguridad al mirar a la cámara.
En otra foto en sepia, remangado, antebrazos fuertes y en una mano un panamá, paseando por una playa y ,a su lado, una mujer de piel morena. Una mujer con una piel que yo sólo había visto en mi álbum de “Vida y Color”, y que no existía en el Madrid de los años sesenta. Quedé hipnotizada por sus ojos negros, su pelo rizado y salvaje, alta, espigada, de labios anchos y nariz chata. La brisa parecía dar vida a la foto y movía su falda blanca, vaporosa, dibujando sus piernas. Pequeño Sorolla caribeño en sepia. Por detrás, con grandes letras, sólo ponía Felicidad.
Ruido en el pasillo, rápido a la cama, a disimular. Viene mi abuela. Moro no te chives.
Me latían las sienes, cerré los ojos, me calmé y me quedé amodorrada, dormida, Moro pegado a mí, compinche de aventura, los ojos entornados, simulando no saber, no haber visto nada, con esa indiferencia que saben aparentar tan bien los gatos.
Y yo soñé con la Felicidad. Y que la felicidad era en blanco y negro y un mar tranquilo y una playa inmensa y un vestido ligero y suave, húmedo por las gotas que traía el mar y un caballero guapo de mirada penetrante al lado.
No me atreví a volver a hacer esa incursión, solo miraba desde la atalaya del colchón en esas tardes de siesta, aburridas y largas, debajo de la cama. Allí solía estar el Moro, cancerbero involuntario de nuestro descubrimiento.
Me hice mayor y me enteré de que el abuelo, de joven, había vivido en Cuba y alguien, por lo bajito, susurrándome al oído, alguna de las primas, tías, vecinas, amigas de mi abuela ,que pululaban por la casa a todas horas, me contó que allí, en la Habana, mi abuelo había tenido una novia, joven, mulata, una belleza cimbreante, dulce como el mango y embriagante como el ron.
No sé por qué se guardaba tan en secreto esa novia y esa maletita, tal vez para mi abuelo la felicidad era eso, ese pasado un poco bohemio, libre y salvaje allí encerrado y ser feliz pudiera parecer hasta obsceno en aquella España.
Mi abuela no era una abuela al uso, me decía que se podía hacer todo pero sin que se viera, se supiera o se dijera y te guiñaba un ojo. Si te quieres ir a vivir con un miliciano te vas y punto, no necesitas, como hizo la tía Aurelia, ¡otra tía de mi ejercito de tías!, exhibirte montada en un camión con él por todo José Antonio. Así pasó lo que pasó, y lo dejaba en el aire. Y el resto de tías cabeceaban asintiendo.
Recuerdo al abuelo, liando sus cigarrillos, sonriendo de lado, “como un galán de cine” decía la tía Nina, ¡otra tía más! “De granujilla de poca monta” apostillaba mi abuela, soltando una carcajada orgullosa. Él siempre olvidaba algunos en la mesita y miraba pícaramente a mi abuela, antes de cerrar la puerta de casa. Ella los cogía con disimulo y fumaba a escondidas en el cuarto de baño. El ejemplo, el ejemplo, la importancia del ejemplo. Cuando salía y me sorprendía mirándola, me soltaba alguna de sus retahílas, que tenía que saber conducir, que nadie te tenga que llevar, ve tu sola, que aprendiese idiomas, que nadie hablase por mí, tira un libro y perderás un amigo…luego, se sacudía del vestido motas imaginarias, se atusaba con la mano el pelo, y seguía de manera casi militar con sus tareas.
Y así crecí yo, pensando que la felicidad estaba secuestrada o escondida, simplemente, en una vieja maleta debajo de una cama.
Fui joven, casi ni me acuerdo, me hice adulta, y ahora estoy en otro escalón más, me da vértigo hasta nombrarlo, me he hecho mayor, bastante mayor. Pero la casa de mi abuela, ese castillo embrujado, lleno de mujeres y secretos, ahí seguía, cerrada a cal y canto, todo igual, como si mi madre, hija única, temiera deshacerla, como si hacerlo fuera un sacrilegio o algo inmoral.
Una noche, no hace mucho, soñé que volvía meterme debajo de la cama y tocaba la maleta y la entreabría otra vez, y volvía ese olor, esa sensación, esa intriga.
Ni lo pensé y en cuanto me levanté, fui directa a pedir a mi madre las llaves de la casa y sin dar más explicaciones, evitando cualquier pregunta que no sabría responder, decidí ir a buscar la maleta, si aún continuaba allí, y saber qué guardaba, qué era lo que me había ido a buscar a estas alturas de mi vida hasta en sueños.
La calle seguía casi igual, el portal conservaba algo del encanto de entonces pero, al adentrarme, me engulló el cambio, los escalones ya no crujían lamentándose de la vida cotidiana, sin Eugenia, la
portera, y un silencio de museo con puertas de color anónimo y olor a higiene lo invadía todo.
Abrí la puerta de la casa, entré en un bosque de muebles tapados, de rayos de sol escurriéndose por las persianas y, nerviosa, entre el miedo y la reverencia, como si penetrase en un lugar sagrado, me dispuse, con todos mis años, a meterme de nuevo, debajo de la cama.
Temía que en alguna limpieza extraña, mi maletita añorada hubiese desaparecido y ahora, que la estaba tocando, temía lo que pudiera encontrar dentro. Aún así, la arrastré fácilmente, era más
pequeña de lo que yo recordaba y, sentada en el suelo, olvidando lo que me iba a costar levantarme, la abrí.
Seguían sus olores exóticos, un poco más dulzones quizá. Allí dormían las fotos sepias, junto a un abanico roto, postales sin texto, una corbata, una pluma de carey sin capucha, viejos periódicos y ¡ un sobre azul desvaído!
Lo abrí con la agonía de un toxicómano y una letra algo torpe me empezó a hablar :
Querido chico, ha sido una alegría saber de ti. A Dolors y a mí nos partió el alma tu vuelta a España, tan a la desesperada, al morir Felicidad. Fueron terribles esos años, la gripe, la influenza, ¡se cebó con tanta gente en la isla! Pero la vida es imparable, esa es su magia, por eso, cuando nos escribiste hablando de una joven toledana, tan especial, diferente, fuerte y tierna, pensamos en el mazapán, ¡la profesión!, y supimos que todo iba a ir bien. ¡Si hasta lloramos de emoción cuando abriste la pastelería!
Lo sentimos triunfo nuestro, de lo que estos humildes chocolateros catalanes te enseñamos siendo nuestro aprendiz…
El resto lo había emborronado el tiempo.
No importaba ya, me envolvió la calidez de entonces, la seguridad de lo cotidiano, las miradas cómplices de mis abuelos, la falsa severidad de mi abuela y las suaves caricias del abuelo que siempre
olía a azúcar tostado, protegiéndome de un mundo que me podía hacer daño.
Entorné los ojos, apoyé mi cabeza en la cama, y comprendí que la felicidad, mi felicidad, fue, sin duda, tenerlos a ellos en mi infancia.
RELATO DEL TALLER DE:
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