DOS SOLES EN EL APARCAMIENTO – M. Margalida Pons
Por M. Margalida Pons
La sala de espera del Hospital de San Andrés era, como casi todas, triste e impersonal. Hacía calor y dominaba el ambiente ese olor ácido y penetrante que se introduce por las fosas nasales y se expande hasta el cerebro. Un espacio inhóspito donde esperar, “un tiempo indefinido”, a que una voz pronuncie tu nombre para informarte de los resultados de la intervención o de las pruebas médicas realizadas.
Aquella noche, Blanca y César esperaban “ese tiempo indefinido”, cogidos de la mano, sentados en unas incómodas sillas de plástico azul, ancladas en la pared. Recordaban el día del nacimiento de Luis Alberto, su único hijo, ingresado allí de urgencia
César comentaba a Blanca los nervios y la impaciencia esperando las noticias en aquella misma sala; hasta el momento en que una voz pronunció su nombre:
Voz: ¡César González Cerejido!
César: Sí, soy yo. -Se levantó de súbito y se acercó a la persona que le llamaba- Dígame, por favor.
Doctor: El parto ha finalizado, la madre y el niño se encuentran bien; no obstante, mantendremos al niño en la incubadora hasta poder hacerle un estudio completo.
César sólo escuchó la primera parte del mensaje: los dos estaban bien. Tenía un único deseo: ver y abrazar a Blanca. Entró emocionado en la habitación, estaba feliz, abrazó a Blanca eufórico; pero cuando la miró a los ojos sintió, profunda, la pena de su esposa que en un instante, fue también suya.
Luis Alberto, su amado hijo, nació con una anomalía congénita en el corazón. Requeriría de cuidados especiales toda su vida. César y Blanca, con él en sus brazos, juraron no rendirse, conseguirían que fuera feliz.
Y Luis Alberto creció ajeno a su dolencia, era un niño feliz. Se acostumbró a los hospitales, a los pinchazos, a los cables y a las personas con batas verdes y azules, arropado por unos padres entregados y escrupulosos con su desarrollo,
Pero aquella noche, “ese tiempo indefinido” de espera pareció detenerse. César y Blanca, permanecían casi inmóviles, queriendo retrasar el momento en el que esa voz anunciante pronunciara su nombre. Luis Alberto había empeorado en las últimas semanas. Su corazón, cansado de intervenciones, se mostraba débil. Ellos lo notaban en su mirada, en el color de su piel y en su, cada día, más tenue sonrisa.
Y a media noche, Luis Alberto se durmió para siempre, Blanca y César quisieron irse con él…era una noche de cielo gris que ahogaba Lima.
Capítulo 2
Ya amanecía cuando César y Blanca abandonaron el hospital. Caminaban autómatas hacia el aparcamiento. Junto a su coche, había dos niños pobremente vestidos, sucios, calzados con unas chanclas enormes para sus pequeños pies. El que parecía más joven se dirigió a ellos con educación:
— Señor, denos un poco de dinero o algo para comer, tenemos hambre, ¡por favor, señor!
César, incómodo con la situación, le dio unos soles y, sin mediar palabra, se metió en el coche. Blanca les miraba y con amarga tristeza, les sonrió. ¡Eran niños, al fin y al cabo!
Dejaron el lugar rumbo a su casa; ¡ese temido destino! Un hogar sin alma, sin la presencia de aquel ángel, fuerte y luchador que tanto les enseñó en su corta vida. Circulaban por Lima en silencio y ajenos al bullicio del tráfico que se iba despertando en las calles, bajo aquel cielo gris, que no abandonaba la ciudad.
Ambos pasaban los días disfrazando sus sentimientos, envueltos de oscuridad. Sobrevivían minados por una pena infinita, tan grande, como el amor que sentían por su querido hijo. César trabajaba todo el día en el obrador de la panadería que regentaba. Blanca cosía prendas de ropa para algunas tiendas del barrio; pespunteaba en su vieja máquina de coser y, puntada tras puntada, espantaba su pena.
Angustiados e incapaces de gestionar aquella tristeza, su relación se quebraba, conscientes de que ninguno de los dos podía llenar el gran vacío que sentían en su corazón.
Así pasaron semanas, meses; y un día, mientras cenaban, César inquieto, le transmitió a Blanca una idea que le rondaba por la cabeza desde hacía días.
—¿Querida, recuerdas los niños del hospital?, ¿aquellos que nos pidieron dinero junto al coche?
Blanca le miró y asintió con la cabeza.
—Estoy pensando que podríamos visitarles, llevarles comida, bebida, ropa…Eran pequeños, -dijo César con cierta ilusión- ¡podemos ayudarles!
Blanca le miró con esos hermosos ojos negros, ya sin brillo, inexpresivos -se sentía herida de muerte por la crueldad de la vida- y no mostró ningún interés en la propuesta de su marido.
Pasaron los días y César continuaba con la idea. Se sentía mejor, tenía una ilusión y estaba decidido a seguirla. Pero necesitaba a Blanca.
Algunas semanas después, un día en que ella estaba en la panadería, César entusiasmado, le mostró las bolsas de ropa y conservas que iba preparando para los niños y le dijo:
—Blanca, no huyas más, ¡escúchame! Estoy seguro de que esto nos ayudará. La alegría de esos niños nos regresará a la vida.
Blanca miró las bolsas y sin comentar nada salió a la calle; no quería escuchar. Encendió un cigarrillo y recordó los rostros de los dos niños que llegaron en aquel amanecer en el que ella abandonó la vida.
Apagó el cigarro y aguardó unos minutos (eternos para César). Entró y se dirigió a él, contundente, pronunciando las palabras más tristes y dolorosas que había dicho jamás:
— De acuerdo, puedo intentarlo, solo por él. Tiene que marcharse y nosotros regresar a la vida, sin él.
Ambos se abrazaron y lloraron. Un llanto de despedida que no habían podido aún expresar.
Capítulo 3
Pasados unos días, al cerrar la panadería, cargaron el coche y salieron hacia el hospital. Hacía ocho meses que Luis Alberto había fallecido. Según se iban acercando al edificio, vieron a unos niños sentados junto a la fachada. Cesar bajó del coche y se dirigió al que creyó reconocer:
— ¡Hola chico!, ¿te acuerdas de mí? Te di unas monedas hace unos meses, en el parking.
El chico le miró y negó con la cabeza. César siguió:
— Hemos traído algunas cosas, comida, bebida, ropa; queremos ayudaros. —otros niños se acercaron curiosos.
—¿Qué traes, amigo? —dijo con desparpajo uno de los pequeños.
César les iba detallando lo que traía y animado les preguntó:
— ¿Dónde vivís?
— En el cerrito, detrás del hospital —le respondió el niño mayor.
— Si queréis, vamos en el auto y dejamos allí las bolsas —les dijo César tanteándolos.
Los niños desconfiaban, pero al ver a Blanca, aceptaron acompañarles. Dos se subieron al coche. Se dirigieron a una loma de tierra arenosa poblada de chabolas construidas con diversos materiales: cartones, trozos de uralita, gomas, esterillas, plásticos gruesos, alguna alfombra raída y tochos de obras. Apenas se veía la calle por la nube de polvo que levantaban los tuk-tuks al circular por el camino de arena y piedras. Perros famélicos por todas partes. Algunos postes de luz, amenazando caerse, sujetos con los cables a los que alguna vivienda había conseguido engancharse, pero lo que más destacaba era ese olor tremebundo de la harina de pescado que invadía la zona.
Detuvieron el coche y entraron en la “casa”. Allí encontraron a un niño de corta edad, recostado en una esterilla, con la cara encendida y los brazos recogidos sobre su barriga dolorida. Sentada junto a él, su hermana, una niña de unos 12 años que les miraba implorando. Rápidamente, le subieron al coche y le llevaron al hospital. El pequeño tenía infección de garganta y, sobre todo, desnutrición severa. El doctor aconsejó ingresarle unos días y así lo hicieron. César y Blanca salieron del hospital, les dejaron todas las bolsas y regresaron a casa, apesadumbrados por la bofetada de realidad que acababan de recibir.
Cuando llegaron, revisaron cada habitación de su casa: la de Luis Alberto, la salita donde Blanca pespunteaba su pena, el salón. Inquietos, se desplazaban por la casa comentando las posibilidades. Los dos habían decidido acomodar allí a cuatro niños, les darían, temporalmente, un hogar.
Al día siguiente, ilusionados, volvieron al lugar y tras asegurarse de que Kevin, el pequeño, se recuperaba, se dirigieron al que parecía el mayor, Walter, y le explicaron sus planes con detalle:
—En la casa cabéis cuatro, podréis vivir allí. Solicitaremos ayuda a las autoridades y conseguiremos la autorización de vuestros padres. Podréis ir a la escuela y seremos una familia. ¿Qué os parece?
Walter que había escuchado con atención, con una convicción estremecedora, les respondió:
—Muchas gracias, señor, pero no podemos aceptarlo. Aquí, en esta loma, vivimos 17 niños y niñas,. Solos hemos construido nuestras casas, nos ayudamos, somos amigos, no podemos irnos cuatro y abandonar al resto.
César y Blanca, paralizados por las palabras que acababan de escuchar, veían truncada su ilusión. Sentían nuevamente el ahogo de la pena. Miraban aquella chabola sin luz ni agua corriente, con una letrina construida con viejas puertas y un váter conectado a ninguna parte. Blanca ya quería a esos niños, abandonados a su suerte por unos padres sin suerte y por un sistema sin escrúpulos.
Confusos, prometieron a los niños que volverían en unos días y regresaron a su casa.
RELATO DEL TALLER DE:
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María Isabel López Ben
07/10/2024