EL REGRESO DE ELOÍSA – María Alejandra Robles
Por María Alejandra Robles

A sus 79 años, Eloísa parecía haber hecho las paces con el tiempo; tenía el cabello blanco, las manos suaves, surcadas por la experiencia, y su mirada viva aún destellaba travesuras de infancia.
Había vivido en Madrid desde los diez años, pero nunca dejó de pensar en su Cáceres natal, por eso, cuando su hijo mediano, Lolo, le propuso hacer una ruta por sus pueblos de origen, no lo dudó ni un segundo: “Vamos, antes de que la memoria me borre los caminos”, y Sandra, la pequeña, se apuntó sin pensarlo. Partieron temprano, un soleado viernes de abril, llenos de ilusión.
Mientras Lolo y Sandra debatían la mejor ruta, Eloísa contemplaba el paisaje, pensando con tristeza en el mayor de sus hijos, Miguel, que por motivos laborales no pudo acompañarlos. Sentía un vacío difícil de explicar, porque Miguel era un pedacito suyo, y sabía que lo echaría de menos durante todo el viaje.
Al llegar, la silueta solemne del Real Monasterio de Santa María de Guadalupe se alzó ante ellos como un guardián del tiempo. Las piedras parecían susurrar siglos, y al cruzar el umbral, un aire frío y denso los envolvió, como si el lugar respirara historia.
El incienso flotaba en el ambiente, mezclado con el perfume tenue de la cera fundida. Cada banco de madera crujía como una voz antigua, y el retablo, imponente y dorado, brillaba con una luz
propia.
Eloísa se sentó en el tercer banco. Cerró los ojos un instante y tocó el anillo de oro ligeramente desgastado por el tiempo que portaba en el anular de su mano izquierda.
Manolo.
Él no estaba allí, pero Eloísa podía sentir su presencia: “Hoy habríamos celebrado 57 años”, pensó. Y le temblaron las manos.
A su lado, Lolo y Sandra callaban, respetuosos, sabiendo que su madre no necesitaba palabras, sino espacio. Frente a la Virgen de rostro negro, Eloísa no rezó, solo pensó: “Gracias por la vida que tuve y por la que aún me queda.” Y en ese silencio lleno de sentido, el tiempo pareció detenerse, como si el mundo le concediera un instante solo para ella.
Pasearon por la plaza y por las callejuelas estrechas y empedradas que serpenteaban entre casas de fachadas encaladas, con balcones de hierro forjado que casi se rozaban de un lado a otro. De fondo, se oía el bullicio del trajinar diario y se olía ese aroma alimonado, característico de los geranios que adornaban los balcones. El conjunto era una orgía para los sentidos.
Sandra miraba a su madre de reojo, mientras Lolo se encargaba de sacarle fotos posando con dignidad frente a cada edificio, en cada rincón, como si todo eso le perteneciera.
Antes de retomar el viaje, Lolo se acercó a su hermana y le entregó un pequeño imán de la Virgen de Guadalupe. Sandra lo recibió como quien acoge un gesto lleno de significado y ternura. Seguía siendo la niña de la familia y, aunque el tiempo la hubiera llevado a entrar en la cincuentena, jamás dejó de sentirse cobijada por la sombra protectora de sus dos hermanos: Lolo, tan afable, elocuente y chispeante de humor; y Miguel, tan sereno y constante, guardián incansable del bienestar de todos.
Reemprendieron la marcha hacia Cañamero mientras en el coche sonaba Menos Faltarle a Mi Mare, aquella vieja copla de Pepe Pinto que Lolo puso, con el corazón atento, sabiendo que era la melodía que el abuelo Manuel solía tararear. La música, cargada de memoria y dulzura, parecía mecer el paisaje que desfilaba por las ventanillas.
A unos tres kilómetros de Cañamero, Eloísa entrecerró los ojos, emocionada al divisar, en el fondo del valle, la silueta gótica de la ermita de Nuestra Señora del Belén, recostada entre olivos y encinas como un secreto bien guardado. La recordaba llena de vida, envuelta en los colores y cantos de la romería, cuando de niña bajaba cada año con su familia, siguiendo el sendero polvoriento.
—¡Mirad, la ermita! —exclamó Eloísa, con la voz temblándole de emoción.
Hicieron una breve parada para deleitarse con el aroma de la jara y el romero que impregnaba el aire. La Sierra de las Villuercas se alzaba poderosa y serena, y el murmullo del río Ruecas los acompañaba como una canción antigua que parecía brotar de la misma entraña de la tierra.
—A papá le habría encantado compartir este día con nosotros, le echo mucho de menos —susurró Sandra a su hermano. —Aún recuerdo como envolvía a mamá con su brazo izquierdo, mientras
las tardes de domingo veían la televisión.
Justo antes de entrar en Cañamero, a Eloísa la golpeó el recuerdo de la calle principal. Los años regresaron nítidos y vivos. El asfalto y lo actual habían cambiado el aspecto, pero seguía reconociendo la esencia de su pueblo pese a que los cambios inevitables del entorno la provocaban cierta melancolía.
Lolo aparcó en el paseo de Extremadura, y Eloísa, impulsada por una fuerza antigua, bajó del coche y se acercó a un hombre de su misma generación, que paseaba con la calma de quien ha aprendido a leer el tiempo.
Con la voz temblándole de emoción, le preguntó si recordaba un encinar que, setenta años atrás, se extendía justo allí, donde los niños jugaban con columpios caseros anudados a los árboles.
El caballero, con una sonrisa, asintió sin vacilar. Eloísa, alentada por aquella complicidad inesperada, se atrevió a contarle que nació en Logrosán y que vivió en Cañamero hasta los diez años, cuando emigró a Madrid. Él, curioso, le preguntó por el nombre de sus parientes; ella, dudosa y sin esperanza de que los conociera, le habló de sus abuelos Hermenegildo y Eloísa que vivieron allí hasta que fallecieron.
—¡Pero claro! Hermenegildo, “El Cagueto”, ¡qué buena gente!, era quinto de mi abuelo Casimiro. Cada tarde se juntaban a echar la partida en la tasca del tío Pedro. Le recuerdo porque mi abuelo me mandaba muchos recados y “El Cagueto” me decía: “A tu abuelo ni caso que es un lechuzo”. Esa expresión hacia que me tronchara de la risa. Vivían en aquella casa blanca, justo al lado del BBVA.
Eloísa, sobrecogida por la emoción, apenas podía dar crédito a lo que escuchaba. Sus hijos, al verla así, radiante y con los ojos humedecidos de alegría, no cabían en sí de gozo: era como si, en aquel pequeño encuentro fortuito, la vida le hubiera devuelto intacto un pedazo perdido de su historia.
Se despidieron de Lorenzo, que así se hizo llamar, sin que él imaginara que, con unas pocas palabras, había devuelto a Eloísa a la realidad de su niñez. Pero, antes de separarse, les aconsejó comer en el restaurante Ximénez, donde fueron recibidos por una camarera con trenzas que hablaba con ese deje extremeño, de ritmo pausado, que arrulla los oídos, quien los atendió con gran amabilidad. Degustaron un exquisito ajo blanco que parecía encerrar el frescor de los campos, seguido de una carrillada tierna y fragante, que se deshacía al primer toque en la lengua, obligándolos a rendirse, entre risas y buena conversación, al sencillo placer de chuparse los dedos.
Para bajar la comida, recorrieron el pueblo y fueron a parar al caño del que brotaban tres chorros de agua fresca y cristalina, donde las mujeres llenaban los cántaros. Mientras tanto, Eloísa les contaba historias a sus hijos que jamás habían escuchado:
—Y otra vez, mi amiga Magdalena y yo nos escapamos al río sin avisar a mi madre. Volvimos tarde, empapadas y con las alpargatas llenas de barro. La abuela me dio una azotaina que aún recuerdo —explicó, riendo con picardía.
Subían una calle estrecha y adoquinada cuando Eloísa se detuvo, señalando una vivienda modesta de dos plantas, envejecida por el tiempo, con paredes gruesas que defendían del sol abrasador del verano y del filo cortante de los inviernos.
—Esa era mi casa —exclamó, con añoranza.
La observaba con devoción, como queriendo encontrar en cada grieta, en cada sombra, algún vestigio de la infancia que allí vivió. Aunque la nostalgia le apretaba el corazón, en sus ojos brillaba un destello de felicidad, pleno y cálido, el cual dirigió hacia sus hijos, que la contemplaban embelesados.
—Y esa era la peluquería de Nina —indicó, señalando con una sonrisa la casa de enfrente— Nina experimentaba conmigo nuevos peinados… Su peluquería era la única con radio y la ponía alta para que los niños bailáramos “Francisco Alegre” de Juana Reina.
Eloísa, Lolo y Sandra rompieron a reír, contagiados de aquella dicha sin edad que sólo nace del reencuentro verdadero con el pasado.
También subieron al castillo, ascendiendo por calles empinadas, entre jadeos, hasta llegar a lo que antaño se llamaba así. Aunque ni castillo quedaba ya, ni almenas ni torreones, sólo un gran risco solitario que provocó la carcajada inmediata de sus hijos.
—¿Pero esto era el castillo? ¡Venga ya, mamá! Seguro que hasta había princesas y dragones, ¿no? —señaló Lolo con marcado sarcasmo.
—Te ríes, pero sí. Lo llamaban así porque aquí hubo una fortaleza musulmana, de verdad. — afirmó Eloísa entre turbada y divertida.
—Pero si no queda ni una piedra…
—No, ya no. El rey Enrique IV mandó derribarla hace siglos. Y con el tiempo, todo desapareció.
Solo queda este risco… y las historias. Cada lugar tiene su memoria, aunque no se vea. —indicó Eloísa mientras se recreaba en las vistas que ofrecía el valle y en el perfume silvestre de los pinos, robles y alcornoques que se habrían paso desde lo más alto del pueblo.
Cuando se acercaron al coche, para sorpresa de todos, Miguel apareció de la nada con una sonrisa de oreja a oreja.
—¡Menos mal que le pedí a mamá que me pasara su ubicación, que si no, a ver cómo os encuentro! —explicó dándose importancia. Había hablado con su jefe y pudo salir con tiempo para unirse a ellos.
Mientras los abrazaba uno a uno, pensó con calidez: Papá se hubiera sentido orgulloso.
El día no podía ser más perfecto.
Llenos de satisfacción, partieron hacia Logrosán, el pueblo donde nació Eloísa. Saber que sería la última parada les dejaba un regusto amargo, pero también la alegría de completar el viaje con tantas emociones. Allí, Eloísa caminó con paso firme, guiando a sus hijos por los lugares donde vivieron sus padres hasta que se mudaron a Cañamero.
—¿No estás cansada, mamá? —le preguntó Sandra, que ya caminaba con las manos en la cintura.
—¡Para nada! Me sobra energía —respondió Eloísa, con una sonrisa.
Sus hijos caminaban detrás de ella, como niños siguiendo a su maestra, atentos a cada historia, a cada suspiro.
La tarde fue cayendo y el cielo se tornó anaranjado. Se sentaron en una terraza a tomar un café, y allí, con la luz dorada del atardecer, se miraron los cuatro en silencio.
—Gracias por este maravilloso día —reconoció la madre, con la voz emocionada—. Nunca pensé que volvería a pisar esta tierra.
El regreso a Madrid fue tranquilo. Eloísa saboreaba cada momento vivido, mientras los demás se entretuvieron contando anécdotas de la infancia.
—Lolo, ¿te acuerdas del día que entraste en casa con una caja llena de ratones porque querías adoptarlos? —dijo Miguel, llevándose las manos a la cabeza.
—¡Sí! Mamá me tiró la zapatilla y yo lancé la caja por los aires para protegerme —respondió Lolo entre risas.
—Lo peor fue lo que costó encontrarlos. ¡Qué horror! No bajé de la cama hasta que los sacaste de casa —añadió Sandra, muerta de la risa.
Sabían que ese viaje marcaría sus vidas para siempre. Habían visto a su madre regresar a sus raíces, revivir su infancia y compartirla con ellos.
En la soledad de la noche, frente al espejo, Eloísa no vio a una mujer de 79 años, sino el reflejo de una niña de diez correteando entre jaras y meciéndose en un columpio de cuerdas junto a sus
hermanas. Sus dedos rozaron el anillo de oro ligeramente desgastado por los años. Cerró los ojos y sonrió…
Por Mª Alejandra Robles Gómez
RELATO DEL TALLER DE:
Taller de Escritura CreativaDeja una respuesta
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Que preciosidad de historia y aún más recuerdos que tendrá es una mujer de lo más grande Graciasss a dios por permitir que volviera a esa niñez
Un relato verídico. Doy fe de ello.