EL TREN DE LAS SIETE – JOSE RAUL IGNACIO LEIVA LOBOS

Por Jose Raúl Ignacio Leiva Lobos

Lorena estaba inquieta.
Sabía que lo que estaba haciendo podría convertirse en un gran error. Uno de esos errores que podrían marcar definitivamente el derrotero de su vida.
Aún así, no desistía en su espera.
Confiaba en su intuición.
Y en sus sentimientos.
Lo único que deseaba era que Pedro llegase lo antes posible para dejar de pensar en esos terroríficos escenarios que de seguro se desatarían si alguien se llegare a enterar de algún modo de los pasos en que andaba.
Apretó con fuerza el trébol de cuatro hojas que desde niña la había acompañado pendiendo de su cuello.
Y nunca le había fallado.
El tren de las siete al fin anunciaba su llegada a la estación.
El frío calaba los huesos en esa tarde de invierno en Talca y de modo especial se colaba entre los fierros y las viejas vías abriéndose paso hasta llegar a los andenes.
El carro número cuatro abrió sus puertas y descendieron los pasajeros que tenían como destino la ciudad.
El último en bajar fue Pedro.
A pesar de que Lorena portaba un gran abrigo, este le resultaba inútil, pues ahora el frío le surgía desde sus entrañas. Ese frío interno que nace de la ansiedad del momento y del temor a lo desconocido, que la hacía temblar sin control.
Pedro ya la había divisado. En sus manos traía un gran ramo de rosas amarillas. Lorena permanecía inmovilizada y su corazón latía con rapidez. Su estremecimiento era cada vez mayor. Pedro en esta ocasión vestía un sombrero tipo pork pie con una pluma con vivos colores adherida a su cinta, como para advertirle a su amada su presencia a larga distancia.
Pedro la abrazó como si hubieren pasado siglos sin verla, apoyando la cabeza de Lorena en su pecho. Lorena buscó acurrucarse sintiendo el exquisito aroma de su perfume. El abrazo fue infinito. Sin pausa. No había palabras. Habían esperado tanto tiempo para este reencuentro. Nada era fácil en sus vidas. No se sabe cuánto tiempo transcurrió. Cinco, diez o veinte minutos. Quien sabe. Permanecieron así abrazados hasta que el guardia les avisó de que la estación cerraría sus puertas. Pedro despegó de forma tierna a Lorena de su pecho.
La quedó mirando e intentó besar sus labios. Lorena bajó su rostro y se refugió junto al corazón de su amado.
– Lorenita, ¿tienes hambre? – consultó Pedro.
– Lo único que quería era volver a abrazarte y estar en tus brazos – contestó Lorena, con sus ojos llenos de un brillo especial.
– Vamos a tomar un té entonces. La tarde está muy helada – agregó Pedro, invitando a
Lorena a salir de la estación de trenes para tomar un taxi que los pudiera dirigir a un salón de té.
– ¿Nos podría conducir a La Cafetería, por favor? – preguntó Pedro al chofer del vehículo de alquiler que se encontraba estacionado a la espera de recoger los últimos pasajeros del tren de las siete.
– Por supuesto, señor, adelante – replicó el taxista.
Pedro le abrió la puerta trasera del taxi a Lorena, quien ingresó en su interior. Luego se sentó junto a su amada y cerró los ojos, asegurando el ramo de flores entre sus dos manos.
Y se transportó en el tiempo y en el espacio. Dejó fluir su mente. Jamás pensó que a sus casi sesenta años estaría viviendo un capítulo tan atribulado en su vida. Pensó que estos momentos eran propios de los primeros años de juventud, de las locuras inherentes al tiempo universitario, tiempos en que se entrelazan amores, salones de pool, mucho tabaco y noches interminables de juerga y alcohol. Al conocer hace ya casi veinte años a la madre de Lorena, Gabriela, y al decidir comenzar una vida juntos, creyó que su vida, a lo menos en lo emocional, tomaba un ritmo seguro y definitivo, luego de un matrimonio previo que había concluido con un difícil divorcio. Lorena era la menor de las dos hijas de Gabriela y había nacido poco tiempo después de la separación definitiva entre Gabriela y su cónyuge.
– Explícame, no entiendo, ¿cómo nació este amor con Lorena? – Pedro rememoró, con algún grado de angustia, aquél momento del café que compartió con su gran amigo Miguel, quien tuvo la delicadeza de ir a dejarlo esa tarde a la estación de trenes.
– No lo sé. En serio, no lo sé – recordaba Pedro su respuesta ante la insistencia de su amigo.
– Pedro, entiende, tiene veinticinco años y es la hija de Gabriela – fue el nuevo comentario que lanzó Miguel.
Pedro no tuvo respuesta. Estaba consciente de que esto era un crimen por donde se le mirase.
– Todo mal. ¿Qué te fumaste Pedro? – repicaban con mayor fuerza las palabras de Miguel en la cabeza de Pedro.
– No entiendes que tú eres un viejo, y Lorena tiene toda la vida por delante. Cuando ella tenga cuarenta años de edad, tu andarás… – Pedro rememoró el preciso momento en que interrumpió las palabras de Miguel. – Sí, ya sé, … con los pies a la rastra.
Pedro toda su vida había intentado guardar un orden en cada uno de los planos de su existencia. Hay que ser responsablemente irresponsable, le decía de manera repetida su padre, quien casi había alcanzado el siglo de vida, apegándose a un sistema muy ordenado y sin ningún tipo de excesos. Y ese era el modelo de vida que Pedro había decidido seguir.
Y en eso estaba. Cuando ya creía que su vida estaba completamente resuelta, que sólo restaba por cumplir la última milla de su existencia, cada vez más alejado de lo mundano, y sumergido en sus miles de libros, apareció Lorena.
– ¿Cómo que apareció Lorena? – le preguntó Miguel, ya terminando la segunda taza de un café expreso.
– Pero si a la Lorena la criaste, tal cual lo hace un padre, y desde los cinco años, entiendo.
– ¿Y Gabriela, sabe algo de todo esto? – Miguel, dando el último sorbo a su café, lanzó su última daga que se clavó una vez más en el sobrecalentado cerebro de Pedro.
– No lo sé – respondió Pedro.
– ¿Cómo no lo sabes, Pedro? – insistió Miguel.
– O sea, no, quiero decir, no lo sabe – aclaró Pedro ya agotado.
Pedro lo único que deseaba era poder subir lo antes posible a su carro con destino a Talca.
Dejar atrás tan ingrata conversación con Miguel.
Al fin logró ubicarse en su asiento, a la espera de que su carro comenzara a rodar por las vías con destino al sur. En ese preciso momento, sonó su celular. Era Gabriela. Pensó en no
contestar. Pero lo hizo.
– Hola, amor, ¿cómo va todo por la casa? – recordó Pedro su estudiada pregunta.
– Bien, y tú, ¿ya salió el tren? – consultó Gabriela.
– Sí, mi amor, recién comienza a moverse. Salió a la hora programada – le replicó Pedro.
– ¿A qué hora llegas a Chillán? – le consultó Gabriela.
– A las ocho de la tarde.
– Pedro, Pedro, llegamos a La Cafetería – fueron las palabras de Lorena con que Pedro abrió sus ojos, y le permitieron salir en forma repentina de ese tormento mental en que se encontraba sumido.
– En este local preparan el mejor té de Talca – le comentó Pedro con una sonrisa.
– Tengo algo que me urge contarte Lorenita y un té es un buen compañero para estos momentos.
Pedro abrió la puerta del local para permitir que Lorena ingresase.
Luego de acomodar en su silla a Lorena, en una mesa junto a la ventana que miraba hacia la calle, Pedro se sentó frente a ella.
– Lorenita, ¿un tecito? – le consultó Pedro.
– Sólo un té verde. Quiero algo caliente, pues tengo la guata apretada – replicó Lorena, mientras se acomodaba en la pequeña mesa del restorán. La luz del lugar era escasa.
Apenas dejaba divisar las sombras de los parroquianos que ocupaban las demás mesas del local.
– Por favor, joven, un té verde para la dama y para mí, un té normal. Eso, nada más -.
Mientras Pedro terminaba su pedido, extrajo su celular desde el bolsillo interior de su chaqueta.
– Necesito que escuches esta grabación, Lorenita-. Lorena miró atenta a Pedro y le comentó
: – No entiendo nada. Pedro, por favor explícame, ¿por qué tanto misterio?
En ese momento llegaron las dos tazas de té cuyo vapor parecía formar un signo de interrogación en el espacio que separaba a los dos amantes.
– Te explico: el sábado recién pasado, desperté de una siesta. Escuché que tu madre conversaba con alguien por celular en la cocina. Ella no advirtió que yo había despertado y me acerqué en forma silenciosa al comedor. Desde ahí pude escuchar que le decía a su interlocutor que creía que su encargo no andaba bien, que necesitaba pruebas sobre su efectividad.
Lorena le dirigió una mirada escrutadora.
– Ya sé, Lorenita, que esto que te cuento puede parecer sin importancia, pero no es así. Por favor, escucha -. Pedro accionó la tecla para reproducir la nota de voz en su aparato celular, y de inmediato se escuchó una voz grabada : Pedro no sale con nadie, no tiene amigos, es de una vida social muy escasa.
Pedro detuvo la reproducción.
– Lorenita, ¿identificas de quién es la voz?
– Sí, de mi mamá.
– Perfecto, continuemos entonces.
Pedro volvió a dar play a la grabación.
Ya sabes, de la casa al trabajo y del trabajo a la casa. Imposible que se enganche con una mujer. La única posibilidad es que ese amor nazca por mi hija. Sí, sí, entiendo que es mi hija. Pero, ¿sabes Mirna?, quiero estar sola, hace mucho tiempo que dejé de sentir algo por él. Quiero vivir con mi madre.
En ese momento, la grabación no permitía escuchar lo que la interlocutora decía al otro lado de la línea del teléfono. Luego de unos momentos, la voz audible continuó su alocución. Mi hija hace nada, no trabaja, apenas unos estudios de escasa trascendencia, se enreda en puros amores tontos, sin rumbo, se lo pasa revisando el celular. Para mí es un cacho, y no quiero que siga viviendo a mi costa. Insisto, quiero estar sola. Liberarme de ella y de Pedro. Que Pedro se haga cargo de ella. Por eso, ¿vas a poder realizar la magia?
¿Cómo? No, no te creo, ¿cómo que ya la realizaste? Disculpa, no te creo, más de dos años insistiéndote que hagas el amarre de Pedro con Lorena, pero no he visto resultados.
La grabación terminó ahí.
Pedro, tomó un sorbo de su té. Miró a Lorena.
– ¿Conoces a esa tal Mirna?
Lorena, intentando salir de su asombro, contestó con dificultad la consulta de Pedro: – Sí, ella es una vieja amiga de mi mamá. Se dedica a leer las cartas, y dice que hace hechizos.
Pero siempre he creído que son puros engaños. Mi madre, sin embargo, cree ciegamente en su «don» -. Lorena, hizo una pequeña pausa. – Mi madre, luego de salir de la clínica psiquiátrica, comenzó a frecuentarla, y a otras tantas y tantos con similar «don.»
Pedro se echó hacia atrás en su silla y permaneció en silencio.
Giró su cabeza hacia la ventana del local que sólo permitía visualizar las luces deformadas
de los coches por efecto del empañamiento de sus cristales.
Lorena no lo dejaba de mirar. Entendió que algo en Pedro no calzaba. O quizás, todo comenzaba a calzar.
Pedro pidió la cuenta. Quería tomar aire. Aire fresco. Ojalá bien helado.
Salieron del local. El apartamento de Lorena quedaba a tan sólo tres cuadras de distancia.
Caminaron en silencio. Él, en una de sus manos, asía su maletín y, en la otra, portaba las flores. Ella, por su parte, caminaba con sus brazos entretejidos en el brazo izquierdo de
Pedro.
– Entonces, Lorenita, ¿todo esto es producto de un hechizo? O sea, ¿nuestro amor no es real?
Lorena miró a Pedro, con sus preciosos ojos castaños.
– ¿Qué diferencia hay? ¿No es el amor un embuste que nace luego de ser alcanzado por la flecha de Eros? ¿No es la realidad la percepción que cada uno distingue a partir de sus personales emociones y sentimientos?
El celular de Lorena vibró en su bolso.
– Es un mensaje de mi mamá.
– ¿Qué dice? – consultó Pedro.
Lore querida, le he pedido a todos los santos, que encuentres el amor de tu vida y ello así será muy pronto. Mis santitos nunca me defraudan. Ten buena noche. Con amor, tu madre.
La pareja siguió caminando por la avenida.
El frío de la noche se dejaba sentir.
Había ya poco movimiento a esa hora en la ciudad.
FIN
(texto definitivo 24.08.25).

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