EL CUADRO MUDO- María Cascales

Por María Casales

Cuenta una antigua leyenda de la mitología japonesa que las personas que no logran alcanzar sus metas en el mundo de los vivos, quedan atrapadas entre éste y el más allá de los muertos. Emiten una luz tenue y vagan por la oscuridad, entre las dos de la madrugada y el amanecer.

¿Escondería aquel trozo de pintura algún fantasma atormentado?

Durante una noche todo empezó a revelarse. De pequeña, siempre íbamos al mercadillo de la gran avenida. Me acuerdo del aroma a condimentos para el arroz brut del quiosco de las especias y de las habilidades de mamá para elegir una fruta o verdura de entre tantas. Visitábamos también las casetas de antigüedades y de segunda mano. Estos puestos eran mis favoritos. Si me portaba bien, me compraban alguna baratija como otra chapa para mi colección. Cuando llegábamos a casa, corría a guardarla como un tesoro.

A menudo, me fastidiaba ver al chico de enfrente observándome. Se pasaba horas y días mirando mi habitación, desde su ventana. Mamá decía que estaba enfermo y faltaba mucho a clase. A veces, en el patio del colegio, se acercaba.

—Déjame. No me gustas —decía mientras le empujaba.

Desgarbado, escuálido y de extrema palidez, fue apodado el vampiro en la escuela. Ningún niño lo quería de amigo o a su lado. Nunca era invitado a un cumpleaños. Yo sentía que me observaba en todas partes y temía que una noche viniera a clavarme los colmillos con sus ojos café con leche llenos de sangre.

Nos trasladamos a la casa que nos dejó mi abuela después de fallecer papá, allá por 1985. Adoraba aquella vivienda que siempre olía a bizcocho de limón, y donde no había vampiros acechando. Mi madre también se fue al cabo de unos años y yo seguía yendo asiduamente al mercadillo de la gran avenida. Siempre recorría primero los puestos de artesanía.

Una mañana de 1995 me paré delante de mi favorito. Manuel era como una especie de chatarrero de lujo: adornos de plata y oro, lámparas venecianas y hermosas pinturas en las que disfrutaba de perderme. De repente, me llamó la atención aquella cosa que desatinaba entre tanta exquisitez. Un cuadro insulso, silencioso. Apenas un poco de luz sobre un lienzo negro. Todas las imágenes me sugerían algo, me hablaban. Esa no. Aún así lo compré porque intuía que había algo más allá de esa penumbra. Su misterio me llevaba a observarle durante largas veladas, rascando bajo esa negrura, para descubrir su alma. Me sentaba delante con la mirada fija en él, degustando una copa de vino.

—¡Vamos! Sé que tienes algo que contarme —susurraba.

Un anochecer volví a sumergirme en su silencio, agazapada en la mecedora con mi cálida mantita de ganchillo La noche se sentía fría afuera. En algún momento experimenté una fuerte atracción hacia lo negro y enseguida me envolvió un halo de luz y paz. Me sentía transportada al silencio, a la calma. ¿Es posible esta magnífica luz en mitad de tal oscuridad? ¿Dónde estoy?, pensé.

Empezó a aclarar la noche a cámara rápida, amaneció y todo se tornó en verde follaje. Mi mente dispersa en el paisaje no daba crédito. Una pradera silvestre brotaba bajo mis pies. Me acerqué a un extraño bosquecillo. Aquellos árboles, coronados por múltiples campanillas, cubrían sus troncos con hojas del tamaño de una toalla de baño, suaves como el terciopelo. Desplegados por el viento, semejaban bailarinas danzando El Cascanueces. Entonces pensé que era lo más hermoso que había vivido jamás.

De aquel escenario surgió él, penetrante en su mirada color caramelo y con un intenso olor a bosque. Sonrió. No dije nada. Me cogió de la mano y como dos niños jugando en un jardín, corrimos y saltamos hacia no supe dónde. Al atravesar el bosque encantado, que se extendía sobre una colina, nos paramos. Por delante nuestra descendía un sendero hasta dar con un poblado, salpicado de blancas casitas con muchas flores. Estas colgaban del techo, salían de las paredes, pintaban las calles. En la entrada resplandecía un cartel dorado que decía: MACOVÍ. Sus curiosos habitantes eran como niños con ojos grandes y sin pelo, excepto mi amigo, que era físicamente más como yo. Formaban una sociedad sencilla con aroma a primavera y mostraban una sensibilidad fuera de lo común.

Aquel muchacho de ojos dulces y yo empezamos a ser inseparables. Era mi complemento perfecto. Nos entendíamos sin palabras. Sentía que encajaba en su maravilloso universo.

Un día estábamos tumbados sobre una de esas enormes hojas, en un íntimo rincón de la selva. Absorbía un fresco aroma a lavanda mientras le pregunté al chico sin nombre si era real.

—Aquí sí puedo.

Me miró atravesando con sus cálidos ojos las retinas y recorrió mi cuerpo una brisa templada. Su índice envolvió un fino mechón de mi pelo, acariciando después mi pómulo, labios, cuello, pechos, y continuó queriendo llegar hasta el infinito. Entonces, un sostenido escalofrío recorrió mi ser. En un instante, nuestros cuerpos desnudos vibraban en una misma sintonía. No hubo un rincón de mi tembloroso físico sin recorrer, despacio, sin nada más en qué pensar.

Que cuántos días transcurrieron en este edén. Ni idea. En Macoví la cuantía del tiempo no existe como la conocemos en la vida real.

Pero una mañana noté una sensación rara. Algo tiraba de mí, el mundo se derretía y todo se apagaba a mi alrededor. Cuando abrí los ojos al principio no sabía dónde estaba. Ya no olía a madera y tierra húmeda. Por las persianas agitadas de mi habitación se adivinaba un día de invierno. Miles de partículas de polvo migraban por entre los rayos de luz colados, pero no se vislumbraban mil colores, mil flores.

No recordaba haberme acostado la noche anterior. Lo último que venía a mi memoria es que estaba absorta en ese trazo blanquecino de aquel oscuro lienzo. Todo parecía haber sido un sueño. ¿Y por qué percibía tan real aquel cuento de hadas? ¿Habría querido revelarme aquel cuadro en tinieblas un mundo secreto, un amor escondido?

Pasó el tiempo y mi aventura se difuminó junto aquella pintura, que siempre andaba encima de cualquier parte.  De vez en cuando, volvía a soñar con mi príncipe y su cuento, pero nada que ver con lo vivido aquella misteriosa noche. Durante esos meses lo dejé caer en el olvido de mis historias más escondidas y procuré seguir con mi vida.

Un domingo de limpieza intentaba adecentar la falsa chimenea de la pared y mi brazo golpeó ese cuadro, que se apoyaba en ella. Éste no estaba muy asegurado, se tambaleó y cayó al suelo.

—¡Oh, no! —chillé, dejando salir el dolor por mi boca.

Todo regresó de nuevo. La moldura se rompió y por debajo asomaba lo que parecía un papel doblado. Era una fotografía. Un muchacho desgarbado de cara borrosa y vaqueros roídos mostraba en la mano una placa dorada, en la que ponía Macoví. Miles de sentimientos y recuerdos volvieron al presente. En la parte inferior de la fotografía estaba escrito con rotulador: “Aquí te espero, siempre”.

—¡La placa! ¡Aquella placa! —pronuncié—. ¡Oh, Dios! Cómo es posible que no me haya acordado.

Entonces lo vi claro. Ocurrió en mi infancia. Fui corriendo a buscar en el cajón de la cómoda antigua y ahí estaba, entre cientos de chapas que solía coleccionar de pequeña, una dorada, artesanal, brillante, con la palabra grabada de Macoví. Imágenes de mi sueño favorito y mi pasado se entremezclaban a modo de flashes intermitentes. Me sentí desvanecer y tuve que sentarme. Mi oscuro vecino de enfrente me la había regalado un día en el patio del colegio.

Era él, el vampiro, con sus ojos color café con leche, ahora acaramelados. Él, tan insignificante para mí como lo había sido aquel cuadro mudo e insípido.

En un impulso de valor me presenté en su casa, con la excusa de ser una antigua compañera. Aún vivían allí, aunque tan sólo encontré a su hermana, Marta, algo más pequeña que él.

—Carlos falleció de su larga enfermedad, hace ya seis años… Ya sabes que era muy introvertido. Siempre pintando, encerrado en su habitación. Ven, te la mostraré. Te gustarán sus cuadros. Mi madre no quiere deshacerse de ellos.

Notaba la frescura de mis ojos desbordándose. Diferentes escenas de Macoví aparecían dondequiera que mirara y de entre todas ellas me detuve en un dibujo en el que yo estaba de la mano de Carlos. Reconocí mis largas trenzas de antes.

—Esa chica le gustaba —prosiguió—, era del colegio. Vivía enfrente. No sé si te acuerdas de ella. Quizás estaba en tu clase.

—Quizás…No me acuerdo.

« Era yo. Era yo».

—Tendríamos que llevar todas estas pinturas al centro MACOVÍ. Él así lo hubiera querido.

—Perdona. ¿Has dicho Macoví? —pregunté asombrada.

—¿Conoces la asociación?

—Lo siento… No. No entendí bien…

«¡Ese es mi mundo, mi sueño!».

Mentía mientras apretaba con fuerza la chapa que hacía mucho me había regalado Carlos y que no había soltado desde que la rescaté del cajón.

—MACOVÍ: Mundos Artísticos con Vida —me explicó Marta—. Una pequeña asociación creada por Carlos y dos amigos más con cáncer. Ahora hay teatro, música, pintura y nuevas terapias artísticas.

Me despedí al rato intentando procesar toda aquella información.

Nunca volví a esa casa, ni a ese cuadro mudo, que logré que me transportara al paraíso y que no supe nunca cómo llegó al mercado ni a mis manos. Ese cuadro, que por fin he colgado en el salón y que ahora siempre me dice cosas.

Hoy, 5 de mayo de 1996, estoy sentada en un banco, recordando. Acabo de salir de Macoví, otra vez, y he descubierto que no se trata de un solo mundo, sino de muchos. Hay tantos refugios como uno quiera imaginar. Allí hay muchas sonrisas flotando en el aire. He vuelto a ver magia y un aula con pequeños artistas especiales me ha dejado aquel aroma a primavera. Tenías tanto que contar, que estás por todas partes. Ahora me toca a mí hablar y voy a quedarme aquí un rato escribiéndote:

Querido amigo: No te vi y me dejé llevar por la inmundicia del ser humano. Nunca más volverás a darme miedo ni a caer en el olvido de los innombrables. Porque ahora eres color, estás acabado en mi mente, estás completo. Prometo no llevarte flores, ni visitar tu tumba, porque sé que no habitas ahí. Yo sé dónde me esperas y algún día volveré a ti y al paraíso, con ese fresco olor a bosque.

 

 

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