ENTIERRO – Aleydis Gilart

Por

¿El murmullo era peor que las miradas? Estar de pie ante el vacío de mi alma solo era posible con las gafas de sol. La plaza abarrotada me rodeaba entre coronas y comentarios de entierro. Pobre chica. ¿Pues de qué se ha muerto? Qué desgracia…

Sola, ante la inmensidad de trescientos desconocidos incesantes a mantener la boca cerrada, me vi obligada a abandonar el lóbrego tanatorio, resguardado por mis únicos llantos, para esperar la llegada de mi hija.

Hacía unas cuarenta y ocho horas que no la veía, pero la sensación del tiempo se tornó confusa, pareciéndome la tortura empuñada por la nostalgia. Si a partir de ahora la noche significaba sobrevivir al recuerdo, envolverme entre ansiolíticos era el intento más mediocre que la sociedad me ofreció. Las pesadillas vencían a la medicina y mi fe invocaba al mismísimo purgatorio. Cerraba fehacientemente los ojos conjurando no te puedes ir… me despertaré y volverás aquí. Las lágrimas salían del ímpetu que ponía en ello, agarrándome efímeramente a este mundo por una única razón: mi hija. Pero una parte de mí deseaba que las alas negras de todos aquellos pensamientos intrusivos me llevaran junto a él.

¿Entierro o incineración? La foto de la esquela. ¿Qué ropa le pongo? Incapaz de sostener mis emociones, olvidé comer, abandoné la ducha junto con mis ilusiones, extravié la sonrisa, se desfiguró la realidad y explotó mi mundo. La vida me acababa de declarar zona de catástrofe emocional, arrastrando cadenas invisibles de penitencia. Lo normal es que toda viuda atienda a su difunto para que sea el más bello de entre el reino de los muertos. ¿En serio? Como si eso fuera a devolvérmelo… Probablemente, si hubiera escogido un chándal, esos que tanto adoraba, lo siguiente que hubiera escuchado sería lo poco que lo quería. Absurdeces constantes donde todos tenían opinión pero nadie entendía que el cortado seguía en la mesita de noche, el pijama debajo de su almohada y su perfume escondido en el bolso. Mi vida estaba en bancarrota y completamente expuesta. ¡No hay nada normal, joder! ¿Y ahora qué? La respuesta fue más difícil de encontrar que un traje azul marino y una camisa blanca.

¿Qué tengo que hacer? ¿Alimentar el morbo? Entonces había cumplido ya con mi deber. Entre la muchedumbre me vi en sus miradas y sentí aún más lástima de mí misma, una sin hogar sosteniendo una rosa blanca que temblaba sin poder disimular. Odiaba los susurros, el olor a gente, las flores, me ahogaba el aire, me pesaba el tormento, pero tenía que encontrar a la niña y eso tampoco parecía fácil. Sabía que mi hermana le habría dado la noticia con todo el tacto del mundo, pero no hay forma bonita de entender que tu padre ha muerto. ¿Cómo se sentiría? La situación cada vez se volvía más desagradable.

¿Habéis oído hablar de la magia del dolor? Pues mejor que no. En un segundo la piel se estremece, respiras hondo, cierras los ojos, levantas la cabeza, las lágrimas se desvían hacía las orejas, notas calor y frío a la vez, aprietas el puño para aplacar los sollozos del alma, supuras miedo, dolor y desprotección. Es en ese desconsuelo más absoluto cuando imploras ayuda.

Intenté respirar, pero me alertó escuchar la nada. Silencio sepulcral. ¿Era real? ¿Qué pasaba? Desde la puerta de la iglesia veía cómo se iba abriendo un camino entre adultos y el corazón me dio un vuelco. El tanatorio estaba justo enfrente, custodiado por las evocaciones de unos columpios en los que solíamos jugar a la vuelta de los paseos del domingo de vermú. Ahora convertidos en un almacén de extraños, observando a una viuda novata que en lugar de llevar una L empuñaba una rosa blanca mientras buscaba a su hija.

—Mamááááááá —la escuché.

Era ella, asustada. ¿Dónde estaba? Me quité las gafas y empecé a mirar desesperada mientras se iba abriendo un pasillo de zig zags e índices.

—Por allí, pequeña —señalaban.

La vi y ella me miró. Respiré, tres segundos de alivio, y volvimos a recuperar el dolor. Mi niña, tan frágil y morenita corriendo hacia mí, a la vez que me arrodillaba para rodearla con todas las fuerzas que me quedaban solo para ella. Lloramos juntas y le tapé la cara con mi pecho. Sabía lo que sentía, se parecía demasiado a mí.

—Tranquila, estoy aquí —le dije con un beso en la cabeza. Un aplauso duradero nos estremeció y le di la rosa aprovechando el estruendo.

—¿Por qué hay tanta gente, mamá?

—Porque a papi lo quería mucha gente… Olvídate de ellos. Hoy nos vamos a despedir de él y este momento, aunque ahora no lo entiendas, te acompañara para siempre… La rosa es para ti, huélela. Papá querría que la tuvieras tú. Fuimos sus dos amores durante muchos años.

—¿No volverá?

Y empezó a llorar mientras un estallido se apoderó de la plaza. En aquel momento se nos rompió el poco corazón que nos quedaba a todos.

—No, cariño… Agárrate a mi mano. Vamos a seguir el ataúd hasta la iglesia.

Me incorporé exhalando aire y caminé con ella detrás del ataúd. Lo peor fue ser consciente de que seguía a la muerte junto a la vida. Entrelazamos nuestras manos con el paso a marcha lenta. Respirábamos confusión, caos, y la gente nos abrió camino posicionándose detrás nuestro. Las puertas del reino de los cielos se abrieron para recibir a mi marido. Que dios se apiade de él y tenga compasión de mí, que falta me hace.

La misa pasó como el tren que esperas y no para, arrasando con furia la esperanza de que puedas subir en él. Nada volvería a ser igual. Empecé a sentirme sucia cuando tantas manos me tocaban, algunos me abrazaban, otros me besaban, pero yo solo era un cuerpo con la mirada perdida, completamente vacía, rota ante la muerte que también condena a las almas supervivientes. ¿Qué me importaban a mí sus palabras de consuelo? En ese pueblo no se podía tener amigos, las envidias eran el orden del día y los secretos, tus mejores aliados. La regla numero uno de Óscar: quien no criticaba a uno, desprestigiaba a otro. Todo era cuestión de saber estar y callar. Decir la verdad era considerado como cavar tu propia tumba.

La incineración fue nuestra salvación, pues pasamos a ser solo cuatro personas. Polvo eres y en polvo te convertirás. Nadie te podrá visitar. La inexistencia resumida al recuerdo dejado en aquellos que te amaron. Los carriles movían lento el ataúd mientras las feroces llamas parecían hambrientas al devorar un pedazo de mi vida. Si existía el infierno, allí estaba ante mí, cerrándose por el estruendo de una placa que ponía el punto final al baile de los demonios que yacían en él. Óscar ardía con su sonrisa en mi mente, como el niño que jamás dejó de ser, reservado, primero yo, de mirada oscura, abrasándose con sus mentiras entre pactos rotos, sueños truncados y contradicciones. Ahora las cuentas las rendiría con el diablo, pues a nosotras nos tocaba pagar por heredar las consecuencias de sus decisiones. A altos intereses.

—Saldrás de esta —me decía mi madre en el coche de vuelta a casa.

Yo no lo tenía tan claro porque el olor a muerto me perseguía en las manos. Siempre me había imaginado a las viudas como las típicas señoras mayores con efímero tesón por sobrevivir a la desilusión de los pocos años que le quedasen para reencontrase junto a aquel marido que partió. ¿Esa era yo ahora? Mirando a la carretera sin tener el control de absolutamente nada. Tenía que volver a casa, a nuestra casa, pero esta vez sola. Sin él, sin niña, sin mi madre, sin mi hermana… Necesitaba lamerme las heridas y analizar la profundidad del pozo donde la muerte fulminante desfiguraba todo lo conocido, o que más bien sacaba a relucir toda una verdad que no sabía si podría soportar. ¿Sería mi tumba o mi salvación?

La noche sería etérea, la vida tal vez corta y el dolor probablemente eterno. Debía esperar para saber la causa real de su muerte. Mis sospechas no tendrían la misma paciencia. ¿Mi intuición haría verídica la autopsia? Autopsia es una de las palabras más difíciles de gestionar para un ser humano. Nadie te educa para el dolor. No estamos preparados para la vida y mucho menos para su fin. Todos morimos y aún así evitamos lo único inamovible y certero. ¿La verdad siempre es siempre tan incómoda?

Una vez en  casa el silencio de la oscuridad te carcome y las preguntas ansían acribillarte. ¿Por qué? ¿Llevaba realmente una doble vida? ¿Quiero vivir con la duda? ¿Su iPhone me diría todo lo que él no me dijo en vida? Allí encontraría las respuestas a los cuchicheos del entierro, a sus silencios…

—¿Qué piensas?

—Nada. ¿Por?

Así eran nuestras conversaciones últimamente.

Mientras se cargaba el teléfono, abrazaba a mi dolor deambulando por la casa.  El alma en pena, claramente, era yo. Me senté en la terraza con un cigarrillo entre los dedos. Después avancé al borde del muro con los pies hacia afuera. ¿Y si cayera al vacío? Pero el verdadero golpe no iba a ser ese. La verdad dice que nos hace libres, pero nadie te explica que junto con el dolor es la combinación más devastadora. Ocho años de matrimonio resumidos en encontrar respuestas en un teléfono, de dudas, de horarios que no cuadraban, de llamadas a escondidas, explicaciones inconcluyentes y lagunas que, según él, solo estaban en mi cabeza. Miré al cielo y le dije me debes la verdad, no es justo lidiar también con las dudas, yo te quiero de verdad.

Tiré la colilla y me fui directa a atar los cabos que seguían intactos en mi memoria. Las claves formaban parte de nuestra confianza y, a la vez, la llave hacia mi calvario. Yo no cavé mi propia tumba, pero esa noche la viuda murió con él. Aquella noche ocurrió la lectura de mi salvación, pues encontré respuestas que ni siquiera me hubiera imaginado.

¡Ahí te pudras, Óscar!

Los derroteros del destino soplaron fuerte y la vida me arrolló durante semanas, no hubo tregua, el calendario de la nevera se pudrió en Mayo. Si mi yo de ahora pudiera hablar con la viuda novata, simplemente le diría: “Huye aún te queda muchísimo por descubrir”. Pero tal vez, el amor nos hace masocas… ¿imprudentes?

La cuestión era que no debía mirar atrás, pero tenía complejo de mujer de Lot supongo…y ahora me doy cuenta del peligro al que realmente me expuse cuando decidí investigar. Tomé una decisión y para ello el dolor me debía atravesar.

La historia solo acababa de empezar.

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