IMPOSTORA- Ana Campos
Por Ana Campos
Bea se sentó en la primera fila del Aula Magna de la Universidad para recoger su premio por el mejor relato de su promoción en el certamen literario.
El premio económico no estaba mal. Tres mil euros y la posibilidad de publicar tu primera obra literaria.
Estaba radiante. Le gustaba desde pequeña ser el centro de atención. Subió al escenario sonriente a estrechar la mano al profesor Jesús Cantalejo que espontáneamente la abrazó y le dio la enhorabuena. El profesor se acercó al micrófono y se dirigió al público:
—Señores, permítanme que les lea un fragmento del magnífico relato de nuestra alumna. Solo es el primer párrafo, pero juzguen ustedes mismos el talento de esta joven.
No estaba prevista la lectura del texto, sólo debía subir, coger el diploma y el premio y volver a su butaca.
Mientras el profesor leía, permaneció a su lado y se sintió un poco ridícula. Entre la oscuridad de la zona de butacas vio a sus padres y a su hermana, que estaba grabando el momento con su móvil. Su madre estaba emocionada secándose las lágrimas y su padre lucía una gran sonrisa. Le incomodó la llorera exagerada de su madre.
Hacia la derecha pudo ver cómo alguien se levantaba y la miraba fijamente. ¿Qué diablos hacía allí? Había dejado la carrera hacía un año y apenas se habían visto durante ese tiempo. “No debería estar aquí”.
Cogió su diploma con las dos manos como si alguien se lo quisiese arrebatar mientras sonreía
para posar en la fotografía junto al profesor, que le susurró “Bravo, Bea, bravo”.
Se conocieron cuando acababan el tercer curso de la carrera. Ambas estudiaban en la Facultad de Filosofía y Letras. Estaba segura de no haberla visto el curso anterior en la facultad, porque sin duda se habría fijado en ella. Andrea no pasaba desapercibida. Su pelo era de color verde desteñido, llevaba varios piercings, y los brazos y el cuello muy tatuados. Había hablado algunas veces con ella cuando iban caminando hasta al metro, de cosas sin importancia, de las clases, de los exámenes y de lo aburridas que eran algunas materias. Ella estudiaba Lengua y Literatura. A Bea le hubiese gustado estudiar ese mismo grado, pero sus padres la convencieron para escoger Traducción e Interpretación, porque les parecía que tendría más salidas profesionales.
Un día que diluviaba se encontraron de camino a la estación. Al llegar vieron en los monitores que había grandes retrasos debido a la tormenta y Bea empezó a quejarse porque no tenía otra manera de llegar a casa.
Vente a mi casa, vivo cerca de aquí, solo hay cuatro paradas en bus. Esperas a que escampe y luego te vas —dijo Andrea.
—No te preocupes, llamaré a mis padres para que me vengan a buscar cuando salgan del trabajo. Gracias de todos modos.
La idea de ir a casa de Andrea no le acababa de convencer. No parecía mala gente, pero tampoco tenían tanta confianza, no eran amigas. Su mala pinta le desagradaba. No pegaban la una con la otra. Tampoco sabía si vivía sola, con su familia o en un piso okupa.
—¿Vives sola?
—¡Ya me gustaría vivir sola! ¿Tengo cara de poder pagar el alquiler? —se rio. Vivo con mi madre y mi hermano. Mi padre se largó hace años y no sabemos si está vivo o muerto, nos dejó tirados de un día para otro.
Como era de esperar venía de una familia con problemas. Andrea siguió hablando, parecía tener ganas de desahogarse:
—El muy desgraciado estuvo años falsificando la firma de mi madre. Le ha dejado una deuda que no podrá pagar ni en tres vidas. Estamos sobreviviendo como podemos. Ella no puede trabajar porque tuvo que declararse insolvente. Limpia casas y yo tengo un par de curros de pocas horas para que no nos corten la luz ni el agua. En fin… ¡Bienvenida a mi vida perfecta! Ese que viene es mi bus. ¿Te vienes o te quedas?
—Ok, vamos.
Le picó la curiosidad de ver su casa y le pareció mejor que quedarse esperando horas en la estación abarrotada de gente. Probablemente pocas veces tendría la oportunidad de ver cómo viven ese tipo de familias.
A ella la habían criado entre algodones en un chalé adosado. Su padre se había desvivido por sacar adelante a la familia y había conseguido que su ferretería se convirtiese en un negocio solvente. Empezó por una pequeña tienda y ahora tenía tres locales grandes que eran un referente en la ciudad. Nunca le faltó de nada.
Llegaron a casa de Andrea. Desde el portal del edificio hasta la puerta del piso no había visto nada semejante. Olía a cloaca y a comida, dependiendo del piso. Sacó de su mochila un llavero con varios muñecos, peluches y objetos mugrientos difíciles de describir. Mientras abría la puerta, le pidió a Bea que la siguiese. Había una mujer que debía de ser su madre. Era menuda y bastante mayor. La mujer saludó y le dijo algo a Andrea que ella no pudo oír. Sin mirarla y sin dejar de andar le respondió “Déjame y no molestes”. Le tiró del brazo para que entrase a su habitación y pegó un portazo.
Despotricó durante un rato sobre su madre y puso música. Empezó a bailar haciendo el tonto para hacer reír a Bea. Se quitó la camisa y empezó a acercarse a ella. En ese momento entendió que le gustaba y que estaba intentando ligar con ella. Se acercó más e intentó besarla. Consiguió esquivarla y sonriendo le dijo en voz muy baja:
—Vas demasiado rápido…
No le contestó, se dio la vuelta y se dejó caer en la cama.
Bea se sintió halagada de gustarle a alguien tan diferente a ella. Pensó en seguirle un poco el rollo solo por diversión. Empezó a chafardear las cosas que tenía en el escritorio.
Vio algunas libretas escritas a mano y hojas impresas. Las leyó por encima.
—¿Son trabajos de la Uni?
—Algunos, otros los escribo para mí. Me ayuda a desconectar y a sacar de mi cabeza algunas movidas que no me dejan dormir.
—¿Me enviarás algunas de las cosas que has escrito para que las lea? —preguntó Bea.
—Si quieres… Tengo otras cosas guardadas en el ordenador que son mejores. Esas no se las envío a los profesores.
—¿Por?
—No lo entenderían. Son historias de terror, sangrientas, género gore.
—¿En serio? Nunca he leído nada gore pero la verdad es que te pega bastante.
Andrea se rio de su comentario y le dijo que le enviaría algunas cosas que había escrito para que le diese su opinión.
Sonó el teléfono. Eran los padres de Bea que respondían al mensaje para recogerla. Les dio la dirección donde estaba y quedaron en una zona cercana en quince minutos.
Estuvo algunos días sin coincidir con Andrea en los trayectos en tren, pero se enviaron algunos mensajes. Hacía unos días que le había enviado algunos relatos escritos por ella, pero no había tenido tiempo de leerlos con tranquilidad.
Pasados unos días dedicó un rato para leerlos uno a uno. Había relatos muy largos, de quince o veinte páginas y otros muy cortos de medio folio, que parecían la sinopsis de una novela. Empezó por los más cortos y le parecieron ideas buenísimas para desarrollar novelas. Otros relatos eran de terror, excéntricos e inquietantes. Estaban bien escritos, y lograba mantener el suspense hasta el final. Dejó los relatos más largos para las vacaciones que estaban ya a la vuelta de la esquina.
Andrea había insistido en quedar varias veces. Habían salido a tomar unas cervezas y había conocido a algunos de sus amigos. Bea se había empezado a cansar de sus intentos para quedarse a solas con ella. Había pasado de las insinuaciones a propuestas sexuales muy concretas y bastante asquerosas. Sus bromas y sus comentarios lésbicos le habían dejado de hacer gracia. Definitivamente Andrea no le gustaba, ni tampoco le gustaba el entorno que la rodeaba. Empezó a distanciarse de ella poco a poco buscando excusas para no verla.
El día que decidió leer los relatos largos, quedó impactada. Lo que sintió al leerlos no puede definirse como miedo.
Una de las historias trataba del secuestro de un grupo de escolares por una pareja de mal nacidos que los obligaban a infligirse daño físico unos a otros. No se trataba de golpes únicamente. Uno fue obligado a arrancarle un ojo al otro y entregarlo a los secuestradores para que lo dejasen dormir una noche entera. Otro tuvo que cortar un dedo a su mejor amigo, sin herramienta alguna, para obtener como recompensa un vaso de agua. Los grababan en vídeo para venderlos a perturbados que pagaban cantidades indecentes de dinero. Los niños se defendían durante horas, sacando fuerzas de sus cuerpos debilitados, movidos únicamente por el instinto de supervivencia. Los privaron del sueño, del aseo, de comida y de agua hasta que sus cuerpos quedaron tan mutilados y sus almas tan traumatizadas, que dejaron de pedir que los liberasen para volver a casa. “Por Dios, ¿qué clase de persona es capaz de crear esta ficción?” Ese día no pudo dormir dándole vueltas a lo que había leído.
A pesar de la crudeza de las historias, Bea no podía dejar de leer.
Le llamó mucho la atención una de las historias que trataba de una chica adolescente que asesina a su padre después de años de abusos. Estaba escrita en primera persona y por la descripción daba a entender que Andrea era la asesina. La historia describía el asesinato de forma minuciosa y fría, de tal manera que parecía que estabas viendo cómo lo mataba y se deshacía del cuerpo. Recordó que su padre había desaparecido hacía algunos años y no se sabía nada de él. Se le pusieron los pelos de punta, pero continuó leyendo atrapada por la curiosidad y el morbo.
Un detalle confirmó sus sospechas. Mientras la protagonista de la historia descuartizaba el cuerpo de su padre, se hizo un corte profundo en la palma de la mano izquierda, debido a que, como ella misma escribió “el cuchillo cortaba la carne y los huesos como si fuesen mantequilla”. Andrea tenía un tatuaje en la palma de la mano izquierda, una cruz invertida manchada de sangre. Se había fijado porque era un lugar poco común y muy doloroso para un tatuaje. Seguramente se lo hiciese para tapar la cicatriz del corte.
Unas semanas después Andrea le escribió para decirle que no le habían concedido la beca y que no iba a poder pagar la matrícula de la facultad. Le pareció una magnífica notica y se sintió aliviada. No conseguía olvidar lo que había leído.
Decidió centrarse en sacar adelante el último año de la carrera y en tratar de encontrar algunas prácticas mientras preparaba la tesis final.
No recuerda bien en qué maldito momento decidió presentarse al concurso de creación literaria.
Y allí estaba Andrea entre el público del auditorio, rabiosa por ver cómo Bea era aclamada por todos.
Empezó a bajar del escenario y ya la tenía frente a su cara.
—¡Mentirosa de mierda! ¿¡Quién te has creído que eres!? ¡No debí confiar en ti, te voy a matar!
¡Eres una farsante! ¡Eso lo escribí yo! ¡Es mío! ¡Que se entere todo el mundo! ¡Impostora! —
vociferó Andrea mientras trataba de golpearla con sus puños.
En uno de los manotazos, alcanzó a Bea y le rasgó la manga del vestido. Sus padres volaron hacia ella y consiguieron quitársela de encima y echarla de allí.
Nadie entendía qué estaba pasando. Su padre preguntaba quién era esa chica, la madre lloraba de nuevo por el disgusto y la hermana pequeña grababa la escena con su teléfono móvil. Los jueces del concurso y el profesor Cantalejo la miraban atónitos y Bea solo quería desaparecer y no volver a pisar jamás el edificio de la facultad.
—Vamos a casa, por favor. Quiero salir de aquí.
El padre de Bea no dejaba de preguntarle mientras se dirigían al coche.
—¿Quién es esa chica? ¿Por qué te dice esas cosas?
—Papá, es una tarada que antes estudiaba aquí. Estaba enamorada de mí y como no le hice caso quiere vengarse, o yo qué sé. Vámonos ya, por favor.
—Pero ¿por qué dice que esa obra es suya y que eres una impostora? —preguntó la madre.
—No lo sé, por favor, dejemos de hablar de este tema.
La hermana no dejaba de reírse y de repetir los insultos, hasta que el padre la obligó a callarse bajo amenaza de castigo de por vida.
No quiso salir de casa en varios días, por la vergüenza y por miedo. Después del suceso en la entrega de premios Andrea no dejó de enviarle amenazas por todos los medios que tenía a su alcance: WhatsApp, SMS, Instagram, etc. además de publicar en redes sociales comentarios muy hirientes sobre ella. Algunos amigos le escribían para saber qué estaba pasando. A todos les daba la misma explicación “Estaba enamorada de mí y como no le hice caso quiere vengarse…”
Las amenazan fueron subiendo de nivel. Había conseguido saber dónde vivía y empezó a llamar a la puerta y a dar gritos desde la calle. Sus padres empezaron a preocuparse y quisieron llamar a la Policía, pero Bea no les dejó.
—Está loca, ya se cansará y me dejará en paz.
—Hija, pero eso que dice, que mentiste y que no lo escribiste tú, ¿por qué no para de decirlo? Habla con ella a ver si aclaráis lo que sea que haya pasado. Debe de ser un malentendido — insistía su padre.
Al día siguiente, Bea se armó de valor y decidió zanjar el tema cara a cara, pero en un lugar seguro, para evitar cualquier riesgo. Se dirigió a la cafetería donde Andrea trabajaba por horas. Preguntó a sus compañeros cuándo podría encontrarla trabajando. Se aseguró de que había más personas en el local antes de entrar, respiró hondo y cruzó la calle con paso decidido, pero las piernas le temblaban y tenía la boca seca. No obstante, siguió adelante y abordó por sorpresa a Andrea, que no la había visto entrar.
—Déjame en paz, no vengas más a mi casa y olvídame. Estás loca y acabada y no soportas que a mí me vayan bien las cosas —quiso decirlo con aplomo y seguridad, pero la voz le salió entrecortada y temblorosa. A Andrea se le llenó la cara de rabia al verla—. Aquí tienes los tres mil euros, que es lo que quieres, y como vuelva a verte la cara voy a la Policía y les explico cómo mataste a tu padre y lo que hiciste con su cuerpo.
Sabía que la probabilidad de que ella fuese capaz de haber cometido esa atrocidad era ínfima, pero después de ver lo violenta que podía ser, empezó a parecerle creíble.
Andrea se quedó callada un segundo, pero al momento entendió a qué se refería.
—¿Qué te pareció la manera cómo me lo cargué? Lo hice bien para tener solo catorce años,
¿verdad? Le eché un par de huevos. Imagínate lo que sería capaz de hacer ahora con veintidós años.
Bea se sintió diminuta y aterrorizada. Quiso responder algo, pero no fue capaz de reaccionar. Andrea cogió el sobre con el dinero.
—¡Anda lárgate! ¡Adiós, impostora! —dijo Andrea mientras levantaba la mano tatuada para despedirla.
Bea estaba tan asustada que, por más que lo intentó, no pudo ver si tenía una cicatriz bajo el tatuaje o no. Se dio media vuelta y salió corriendo de allí esperando no volver a saber de Andrea nunca más.
RELATO DEL TALLER DE:
Taller de Escritura CreativaDeja una respuesta
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Enhorabuena Ana, me ha enganchado la historia . Muy buena.
Me he quedado con ganas de saber cómo continúa la historia…..
Me ha gustado mucho y me ha quedado con ganas de saber mas de Bea y andrea. Felicidades