LA BRUJA DEL INSTITUTO – Andrés José Martínez Maeso
Por Andrés José Martínez Maeso

Cuando diciembre avanza, anunciando el inexorable final del año, el alumnado del instituto Pío Baroja, un CFP suburbial, se apacigua un poco con la certeza de la fiesta cercana, y da una tregua a los docentes
César y sus amigos, Ramis y Jonathan, se sientan tranquilamente, móviles en mano a echar su partida de Brawl Stars en un banco delante del instituto.
“Ahí va la Willow”, murmura Ramis, apenas levantando los ojos de la pantalla multicolor de su móvil.
Los otros le imitan, repartiendo su atención por una fracción de segundo entre su teléfono y la escuálida figura de una compañera de curso que acaba de pasar ante ellos.
Saben muy poco de esa niña. Se ha incorporado al instituto hace tres meses; Se inscribió en el grado medio de informática.
Lo de “la Wilow “se lo puso Jonathan. La niña se parece bastante al personaje de su videojuego favorito, una especie de bruja con ojos de gato y pico de viuda en la frente.
Sólo son cuatro chicas en su clase, y la Willow, o sea, Caterina, que cómo se llama sí que lo saben, no se entiende con las otras tres, y menos aún con los veintidós varones restantes. No ha hecho migas con nadie. Habla lo justo y aún menos, llega siempre tarde o falta a menudo. No hace los trabajos de grupo, los presenta ella sola y algunos profes le reprochan cada día su falta de sociabilidad.
A César le gusta Caterina, aunque lo sabe disimular delante de todos, especialmente de sus colegas. Le gustan sus ojos gatunos, un poco saltones, llenos de inteligencia, quizás también de astucia, vivos, alertas; y su piel oscura y su pelo tan negro.
Willow, la brujita del video juego, es rechoncha, mientras que Caterina no tiene apenas curvas, al menos comparada con sus tres compañeras de curso, especialmente Jessica, (¡que vaya curvas tiene Jessica!), pero es graciosa al andar. Y más fuerte de lo que parece. La otra tarde, jugando en el patio, la pelota rodó a los pies de la muchachita.
Pues bien, ese día la esmirriada niña se inclinó, pilló la bola y le zumbó tal manotazo que la hizo cruzar el patio de parte a parte. “Esta juega a balonvolea”, observó Ramis…
César la mira disimuladamente; ha averiguado cosas, pequeños detalles del comportamiento de la chica, que pasan desapercibidos para todos.
Por ejemplo, en prácticas de programación, Caterina se distrae, saca su móvil, que parece muy caro, un modelo diferente a todo lo conocido por César, y escribe como un torbellino. Así se pasa casi toda la clase. Cuando faltan cinco minutos, esconde el móvil, se concentra, y termina en un momento el ejercicio. La profe no parece advertirlo y siempre la aprueba.
Y en clase de FOL, Caterina planta su móvil sobre el soporte del brazo de la silla, envuelto en el abrigo, la técnica del abrigo nunca falla, y finge escuchar, pero teclea frenéticamente cuando la profe, Rita Ricitos, cambia la diapo o riñe a Ramis por hacer reír a Jessica con sus bromitas.
¡Y lo que fue flipante! El día del porno por sorpresa. Fue también en clase de programación, en el laboratorio de informática. Rufete es un repetidor incansable.
Apenas aprueba tres asignaturas por año, pero ha tenido tiempo de aprender todos los trucos y malicias del universo digital. A media clase, las pantallas titilaron un instante y unas inesperadas y obscenas imágenes aparecieron. Estalló un coro de silbidos, gritos estridentes y exclamaciones procaces. Rufete, autor del desaguisado, era quien más vociferaba. El profesor, un vejete bondadoso e inofensivo, tecleaba desesperadamente sin conseguir suprimir la psicalipsis de los monitores. Un minuto duraba ya el pandemónium; todos reían como locos, con la risa nerviosa de la transgresión. César sintió vergüenza ajena y observó a Caterina. Su reacción le pareció curiosa. Miraba los vaivenes copulatorios impasible, con expresión aburrida. ¡Como si aquello fuera lo más natural del mundo! De pronto resopló hastiada, negó con la cabeza, se concentró un instante y tocó varias teclas. Debió de ser casualidad, se dijo César, pero las pantallas se oscurecieron en ese preciso instante y cesó la orgía, aunque no el griterío.
El conserje del instituto, Pedro Barroso, era un cincuentón servil y de mirada torva. Solo sonreía cuando contemplaba a alguna profesora de buen ver y, sobre todo, a las alumnas. En el centro había más chicas que chicos pues, además del de informática, se impartían los ciclos de atención a la dependencia y auxiliar de clínica.
Después de observar largamente al señor Barroso, Jonathan, con su ingenio habitual, modificó levemente el nombre y apellido del conserje, que pasó a ser Perico Baboso.
Difundido el apodo, pronto medio instituto empezó a usarlo, llegando los más osados, léase Rufete y sus compinches, a escribirlo con rotulador en la puerta de la consejería.
El señor Pedro, o Perico, vivía cerca del instituto, en un enorme edificio de viviendas protegidas de los setenta. Era una ventaja tener tan cerca al conserje, ya que estaba disponible las veinticuatro horas para cualquier incidencia.
Más allá de estos bloques comenzaba otro barrio mucho más degradado, donde era mejor no aventurarse, ni siquiera a pleno día. Sin embargo, Caterina se internaba en esa zona chunga cada tarde, a la salida de clase; César se había fijado también en ese detalle que le sorprendía bastante. La chica no tenía aspecto de vivir en un lugar tan marginal.
Empezaba la última semana lectiva del año y quedaban dos días de clase. Ese lunes, precisamente, Ramis llegó descompuesto al instituto.
– ¡Tío! ¿Qué te pasa? — se interesó César — ¿Ha vuelto a perder tu equipo?
– No. Es Jessica — respondió con la voz quebrada el chico — Está en el hospital. Casi la palma el sábado, bro.
– ¿Qué dices? — exclamó Jonathan espantado — ¿Qué pasó?
– Se tomó una pasti… bueno nos tomamos, porque estábamos yo, ella y su prima y el novio, en el Madagascar.
El recuerdo de la tragedia que sacudió un año atrás el instituto pasó por la cabeza de César. Una joven compañera se había quitado la vida tomando una sobredosis de pastillas en circunstancias muy extrañas. Mientras lo pensaba, observó cómo, sorprendentemente, la pequeña Willow/ Caterina se paraba a un metro de ellos fingiendo escribir en su móvil de diseño; pero toda su atención estaba puesta en la conversación. César lo había notado en su postura, e iba a decir a sus amigos que se alejaran de ella, pero de pronto sintió deseos de complacerla, o al menos de no crear una enemistad, y animó la conversación.
– ¿Y de dónde sacasteis las pastillas, tío?
– Las tenía Jéssica. No sé dónde las consiguió. Pero eran buenas, chavales, eran legales. Los tres que las tomamos lo flipamos mogollón. Pero Jessi tiene no sé qué mierda en el corazón, que ella no lo sabía, parece. En plan el ritmo o no sé qué. Le dio una ritmia, que es que el corazón se pone tope acelerado y te desmayas. Y es lo que le pasó a Jessi. ¡Hostia, bro! ¡Casi la palma, os lo juro!
César miró a Caterina disimuladamente. Ésta le devolvió la mirada y sonrió levemente, como si le agradeciera la confianza de haber hablado de un tema tan delicado casi en sus mismas narices.
Aquella tarde, Caterina se entretenía hablando muy animadamente con el conserje.
“Le estará diciendo que se la chupa por veinte pavos” comentó Jonathan a sus dos colegas cuando los tres se disponían a fumarse un canuto a la salida del instituto. Y César se enfadó con su amigo. Le dijo que callara, que era un capullo; y los dos chavales se partieron de risa. “Tío, que te has “colgao” de la Willow… te ha echado el maleficio de la dominación. Eres su esclavo…”
César se piró. ¡Aquellos mamones! Son unos críos. Él es el más alto de los tres, pero envidia la barba incipiente de Jonathan y los pelillos en el pecho de Ramis. Él es también un crío, se dice acongojado.
Caterina había terminado su charla con el conserje y se iba para casa. César la vio alejarse y caminó tras ella. La niña se pierde siempre a la salida por la sucia y agostada avenida principal del grupo de viviendas chungas. César no suele entrar en el barrio y menos solo, pero ese día se sentía aventurero y tiró tras la brujita. Al menos sabría en qué casa vive, quizás se atreviera a decirle algo.
La siguió durante un buen trecho. Finalmente, Caterina entró en un callejón sin salida.
Allí hay un solar vacío y una casa abandonada, ocupada por unos yonquis. ¿Una yonqui okupa? ¿La Willow? ¡Venga ya! Si parece una pija. César observó desde lejos. Caterina entró en el terreno abandonado y torció a la izquierda. Ahí no hay donde meterse. César corrió tras ella… y no estaba. Hay una valla, una fachada destrozada y la casa ocupada.
Solo se escuchaba el sonido del motor de un coche que se había detenido al otro lado de la valla. Willow había desaparecido. César retrocedió asustado. De pronto le apetecía mucho volver con sus amigos, reconciliarse y fumarse un canuto con ellos.
Jessica volvió a clase el día veintidós de diciembre. Nadie se había enterado de su movida, excepto los tres amigos y, secretamente, Caterina.
Celebran la fiesta de Navidad en el patio del insti. Refrescos, patatas fritas de bolsa, frutos secos… Los profes se mezclan con el alumnado, bromean, suspiran aliviados.
Quince días de tregua. Es poco, pero menos es nada. De pronto empieza a llover y todos se guarecen bajo las cornisas, entran en las aulas. César sigue mosqueado con sus colegas, pero su curiosidad por Caterina se ha vuelto obsesión. Ahora solo le interesa esa chica escuálida y el misterio que la envuelve. ¿Es realmente una especie de bruja, un ser sobrenatural? César conoce las películas de la saga de Crepúsculo, Harry Potter y las crónicas de Narnia. Ha visto algún vídeo de rollo paranormal, tipo Iker González (¿era González o Martínez?) el pavo ese del milenio, y se la suda la movida de la otra dimensión.
Y ahora no sabe si es ese el motivo de su interés por la chica. Aunque no le cabe duda de que existe y es intenso.
La busca en la fiesta y no la ve. Sube a las aulas del primer piso. Y allí esta, hablando con…¡Jéssica! ¿Qué coño pasa? La pequeñaja se ha encarado con la curvilínea de la clase y parece acosarla a preguntas, pero de buen rollo. César mira a través del cristal de la puerta. No oye lo que dicen, pero alucina pepinos cuando Jéssica se pone a llorar desconsoladamente y la otra se le viene encima, la abraza y la consuela. Jéssica se pone en pie y sale corriendo hacia la puerta; César apenas acierta a apartarse y caminar unos metros para entrar al lavabo de la planta. Oye cómo la segunda chica sale a su vez. Tiene un pálpito y echa a andar tras ellas. Ninguna de las dos vuelve al patio. Salen del colegio. Jéssica se va corriendo en dirección a la parada del autobús y Caterina camina decidida hacia el gran edificio de viviendas de delante del instituto. Llama a un timbre y habla brevemente, la puerta se abre y la muchachita entra rápidamente.
Pasa el tiempo, hace frío y César se cansa de esperar. Ya se marchaba, cuando la puerta se abre y Caterina aparece en el umbral. Parece descompuesta, se arregla la ropa y tiene prisa. Corre sin mirar y viene a chocar con César. Se miran confusos, una en brazos del otro. Ella se debate, como si temiera haber sido atrapada por alguien.
– Tranquila, no pasa nada. Soy yo, César.
Lo mira asustada aún. Se relaja, hasta intenta sin éxito sonreír.
– Vámonos de aquí — le pide.
Pasa el brazo por la cintura del chico, se arrima a él, como si necesitara reconfortarse.
César nota que Caterina no es toda huesos. Se siente feliz.
Ya están lejos, caminan por la avenida del barrio chungo. Parecen novios paseando.
Ella mira aún hacia atrás de vez en cuando.
– ¿Por qué me seguías anteayer? — pregunta de pronto
– ¿Yo? — César se crispa un poco.
– Sí, tú. Anteayer, al salir de clase. ¿Qué quieres?
– Nada, nada. Es que quería saber dónde vives.
– ¿Para qué?
De pronto, la voz de Caterina sonaba autoritaria, casi adulta. Su mirada transmitía la determinación de un villano de la Marvel o un asesino en serie de Netflix.
– Me gustas — confesó César, no sabía si en un acto de supremo valor o de la más abyecta cobardía.
– ¿Seguro? — preguntó la chica con un brillo en los ojos y una sonrisa divertida en los labios —¿me lo puedes demostrar?
– ¿Cómo? — preguntó descolocadísimo el pobre.
– Así.
Caterina toma con sus manos delgadas pero fuertes la cabeza de César, un palmo más alto que ella, y le hace inclinarse. Entonces une sus labios con los de él y le besa con una pericia y una pasión mágicas.
El chico piensa que era cierto, es una bruja y lo ha hechizado, ahora le pertenecía y manipularía sus actos a su capricho. Cuando sintió la lengua de Caterina rozando la suya, supo que estaba perdido, que jamás podría sustraerse al embrujo de la saliva mágica.
¿Cuánto duró? Unos minutos que le parecieron segundos, pero cuyo recuerdo permanecería durante años, quizás mucho más; tal vez era eso la eternidad de la que hablaban los curas, que poco sabían del asunto, pues por norma no saboreaban las salivas ajenas.
Caterina pareció satisfecha, si no por el torpe beso, sí por la sinceridad de la confesión del muchacho. Le pasó la mano por la mejilla sonriendo con ternura.
– Eres un encanto; venga, vete a tu casa.
– Te acompaño…
– No — le cortó en tono muy seco — hoy no — añadió más dulcemente.
Y las vacaciones de Navidad empezaron tormentosamente. Por la mañana del día veintitrés, la madre de César lo despertó.
– César, está aquí tu amigo Jorge.
César tardó unos segundos en comprender que se refería a Ramis.
– ¿Qué pasa?
– Es algo grave según dice — aseguró la señora — pero del colegio. Él está bien.
Pasa Jorge, que está despierto.
– ¡César, tío, vaya liada! Está la pasma en el cole. Han detenido a Perico.
– ¿Al conserje?
– Sí, bro, al puto Baboso. Era él el que pasaba pastis a la peña.
– ¡No me jodas! Yo creía que solo estaba por las nenas y eso.
– Pues es que también, colega. Le han pillado un mogollón de pelis con niñas. Y algunas del insti, bro. Es la hostia, me parece que una es…
– ¡Jessi! ¡La madre que lo parió! ¡Qué hijo de la gran…!
– Bueno, ya está bien de decir tacos ¿no? — cortó la madre — Si lo han pillado, tanto mejor. Ahora mucho tacto y mucha prudencia con esas pobres muchachas.
A ver si os portáis como hombres de verdad y no como niñatos.
César y Jorge se miraron algo sorprendidos del discursito. Y más aún, de saber que lo habían entendido y algo les movía a hacer caso a la mami, aunque fuera por una vez.
El caso fue sonado, ocupó páginas de los diarios y minutos en la televisión, pero cayó en el olvido semanas después.
También Caterina se esfumó sorprendentemente y pronto César dejó de pensar en ella, aunque a veces se relamía la lengua y recordaba vagamente aquel beso.
Fue en abril, ya durante las vacaciones de Pascua, que el caso volvió a la actualidad, pues finalizó la instrucción y la jueza levantó el secreto del sumario. Cierto programa de la Sexta recuperó el tema y se ocupó de explicar los detalles.
Todo el barrio estaba pendiente del televisor, pues se entrevistó al director del colegio y a la inspectora de la policía nacional que procedió a la detención del conserje. Y de pronto, un nuevo personaje apareció en pantalla y a César se le cayó de las manos el móvil.
– Y la persona que destapó el caso y desenmascaró al criminal nos acompaña.
Ariadna Fuentes, buenas noches.
Allí estaba, con sus ojos de gata y su pico de viuda, Willow, la brujita, o Caterina, la alumna misteriosa.
– Buenas noches.
– Tú, Ariadna, te inscribiste como alumna del centro con una falsa identidad.
Investigaste y te jugaste la vida para reunir las pruebas que permitieron detener a Pedro Barroso. ¿Podemos saber por qué?
– Bien, en principio porque es mi profesión. Soy investigadora privada, pero sobre todo lo he hecho por mi hermana. Mari Correa Fuentes, la niña que se suicidó hace un año era mi sobrina.
– ¿Y tuvo ese suicidio algo que ver con este caso?
– Ahora sabemos que sí, que mi hermana estaba en lo cierto, aunque no sabía exactamente quién era el responsable.
– Pero ¿ella sospechaba que alguien del colegio facilitaba las drogas a tu sobrina y había provocado de alguna manera su suicidio?
– Exacto. Y ahora hemos sabido que ese pervertido tenía imágenes de la niña y la extorsionaba.
– Tú llegaste a ponerte en manos de ese sujeto, entraste en su casa…
– Sí, así es. Pasé un mal momento, pensé que me iba a hacer daño, pero pude grabar sus proposiciones y tomar imágenes del lugar donde abusaba de las niñas.
– Luego, la policía actuó con mucha diligencia.
– Sí. La inspectora Redondo comprendió que había que detener a ese hombre antes de que destruyera las pruebas.
– Una actuación heroica la tuya, Ariadna.
– Solo hice lo debido.
– Volvemos después de la publicidad.
César se sintió abrumado. Había pasado de la sorpresa a la frustración, pero luego, su lengua le trajo las más dulces evocaciones, y comprendió que lo vivido había sido una experiencia iniciática que nunca podría olvidar.
– Tete ¿esa chica no es la gótica aquella de tu clase? — preguntó la hermana de César.
– Claro que lo es — corroboró su madre — ¡mírala, la jodía!
– Este país se va a la mierda — se lamentó el padre — Una motosierra es lo quenos hace falta.
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