LA CÁRCEL- Mª Pilar Miró
Por María Pilar Miró
La prisión de Ocaña, situada a las afueras de la localidad homónima, contaba con dos enormes pabellones cuadrados donde los presos podían acudir a los patios situados en el centro de cada uno de los pabellones en horarios alternos. No era lo que se podría llamar un sitio acogedor.
—¿Quién es el nuevo preso? Creo que le conozco —preguntó Ramón, el hijo de Inés la Tuerta, desde las celdas del primer piso. Cuando descubrió quién era exclamó—. ¡Pero no puede ser, si es Julián! Este hombre es un santo, nos quitó mucha hambre cuando yo era un niño y vivíamos en las chabolas.
Ramón era lo que allí llaman un preso de confianza; y eso quería decir que todo el pabellón le respetaba y nadie se atrevía a contradecirle. Apenas podía recordar las facciones de Julián, aunque su rostro no le resultaba del todo desconocido. Hacía ya mucho tiempo formaba parte de aquella chiquillería que, aunque pasaran los años, siempre estaría en el poblado se las vergüenzas.
Julián no podría olvidar cuando, en la cárcel, Ramón se le acercó por primera vez y le dijo con gesto tranquilizador.
—Yo te conozco, sé quién eres y también sé que no deberías estar en este lugar. Me han contado lo que has hecho y sin duda ha sido por defenderte. Cualquiera hubiera actuado igual. No te preocupes que nadie se meterá contigo mientras yo esté cerca —afirmó Ramón poniendo una mano sobre su hombro, para que todos vieran que éste sería su protegido.
Al principio no podía quitarse de la cabeza los hechos que le condujeron a prisión, pero con el paso del tiempo ese recuerdo fue diluyéndose hasta formar parte de lo cotidiano y ya apenas lo evocaba. Solo quedaban rescoldos del acontecimiento que cambio su vida.
Esa mañana amaneció mal. Julián tenía esa sensación extraña que hacía que se le helara la sangre y un escalofrío recorriera su cuerpo. Salió de casa de madrugada, como todas las jornadas, sin hacer ruido. Un cuervo se le cruzó en el camino aleteando sobre su cara o tal vez solo lo imaginó, pero el presagio de que ocurriría algo malo iba tomando fuerza. Al llegar a la nave se dio cuenta que se había dejado las llaves del local donde trabajaba sobre la mesilla de noche, y él era el encargado de abrir, o sea que tuvo que volverse a por ellas. Habrían transcurrido no más de cuarenta minutos desde que había salido de casa. Atravesó sigilosamente el patio para no entrar por la puerta principal y no despertar a su esposa. Tras cruzar la cocina, llegó y cogió un cuchillo de ésos que se usan para todo y que necesitaba para abrir aquella maldita puerta metálica que daba al pasillo y solo podía ser abierta desde fuera con algo plano que arrastrara el pestillo, o desde dentro, pues la manija se había roto desde hacía mucho tiempo. Al entrar en su estancia volvió a notar esa sensación paralizante.
Entonces, de improviso, una sombra que surgió detrás de él y se le abalanzó blandiendo su machete. Al lado, su mujer, su machete, su cama. Al fondo de la cama su mujer gritaba. Después del aturdimiento provocado por el primer golpe, y con el calor de la sangre recorriéndole el brazo desde el hombro, se rehízo antes de esquivar el segundo golpe, y con el viejo cuchillo en la mano, asestó tantas puñaladas como pudo, aunque ese machetazo casi acaba con él. El dolor era insoportable. Tras el forcejeo, los dos cuerpos cayeron al suelo sobre un enorme charco de sangre que seguía creciendo, sangre suya y de su enemigo, que había recibido una mortal cuchillada en el cuello seccionando la carótida. Todo se impregnó de un olor cálido y nauseabundo, que junto a los gritos de su infiel mujer completaban el aquelarre.
Cuando Julián pudo incorporarse y consiguió encender la luz, se percató horrorizado de lo que había ocurrido. Todo estaba cubierto de sangre, su mujer medio desnuda desde el fondo de la cama señalaba el cuerpo de su amante y gritaba horrorizada.
—¡Le has matado, le has matado!
Reconoció en el muerto al carnicero de su barrio, un hombre mucho más corpulento que él y algo más joven. Nunca podría haber imaginado una traición así.
Se marchó con mucha calma a casa de su madre, se duchó y llamó a la policía para contar lo que había ocurrido. Él no sabía lo que decía; su mente estaba bloqueada y no podía procesar los hechos de una manera normal, se notaba como en trance, totalmente ido no podía ni coordinar.
Cuando llegó María, su madre, no paraba de decir:
—No, madre, no pasa nada, solo me van a tomar unos datos y ya nos vamos porque tengo que ir a pintar.
Su estancia en presidio no podía compararse con nada de lo vivido antes. Al principio, y aun contando con la protección de Ramón, tuvo que «tragar mucha quina» y pasar por momentos que jamás supuso. Normalmente se refugiaba en sus pensamientos, pero todos ellos le llevaban a su mujer, quien le dio y le quitó la ilusión por la vida.
En una ocasión, un hermano del carnicero muerto quiso vengar su asesinato y utilizó a un preso del mismo pabellón en el que estaba Julián para hacerle llegar en su cumpleaños un pastel envenenado, pero no podían hacer tal cosa sin antes haber avisado a Ramón, ya que tenía que ser informado de todo lo que ocurriera bajo sus dominios.
Pero también es cierto que no se podía negar a sí que optó por avisar con mucha discreción a Julián de que iba a ocurrir tal cosa, y debería ser él quien lo evitase puesto que su reputación dependía también de su discreción.
Poco a poco, Julián fue ganándose la confianza de los vigilantes y el respeto de sus compañeros porque era una persona que entendía perfectamente que allí no se estaba por gusto y que era mejor ayudar que ser ayudado. Siempre que podía echaba una mano, ya fuera a través de sus palabras, enseñando a leer a alguno de ellos, redactando alguna carta o simplemente escuchando a quien quisiera contarle algún problema o recibir un consejo. Esta actitud hizo que el director del presidio intercediera por él, siéndole reducida la condena hasta quedar en algo de más de tres años.
En la cárcel aprendió mucho de privaciones y sacrificios; no lo tuvo fácil y aunque era una persona respetada, la tensión que se generaba cada día en las zonas comunes hacía que solo se encontrara realmente bien recluido en su celda, habitualmente meditando. Había conseguido tener una auténtica biblioteca y no eran pocos los que se le acercaban para buscar un libro o simplemente charlar. Él los atendía como creía que debía hacerse, pero de sobra sabía que no podía consentir que los problemas ajenos turbaran esa extraña paz que allí había conseguido.
Una tarde, después del recuento, vio como una sombra se le acercaba por detrás y notó como la cuchilla se abría camino entre las costillas hacia el pulmón y muy cerca del corazón. Despertó en la enfermería con una bolsa colgada a su lado porque le estaban transfundiendo sangre. Por suerte, la cuchillada no le llegó al corazón. Tras el revuelo, fue detenido un primo del muerto por el que Julián estaba allí, y que fue trasladado, con lo que nunca más tuvo noticias del autor de aquel intento de asesinato.
La despedida fue una fiesta, un auténtico espectáculo de sentimientos. Todos allí sabían que se iba la mejor persona con la que habían convivido, y se lo querían demostrar. Hubo un desayuno especial en el que estuvo presente todo aquel que quiso despedirle, aunque Julián por mucho que se esforzó no fue capaz de articular una sola palabra. Sus sollozos tapaban cualquier intento.
Tras la salida de la cárcel, regresó a casa de su madre, que le aceptó con los brazos abiertos. Nadie de su entorno mencionó a su mujer y él tampoco preguntó. Solo sabía que por el pueblo no estaba, ya que en la cárcel todo se comenta, pero no tenía ni idea de cuál había sido su destino y dio por bueno el no verla más.
Poco tardo en volver a la vieja rutina, aunque ya no iba tanto a la iglesia ni hacía ninguna de sus anteriores tareas. Bien era cierto que seguía ayudando a la gente del poblado, donde tantas veces había ido a colaborar con los que allí vivían.
El destino es casi siempre caprichoso y por más que nos empeñemos en seguir una línea, bien sea de pensamiento o de actitud, es él quien realmente nos guía y deja poco a la improvisación, nos va llevando y poco conseguimos decidir, salvo cambiar el color de las paredes o poner ciertos nombres a los hijos. Todo lo demás, casi nunca alcanzamos decidir sobre ello y todo esto viene como colofón en esta triste historia, ya que Julián por más que intentó dar por terminada su tremenda experiencia que supuso el final del matrimonio, la muerte del hombre aquel y la estancia en la cárcel, no pudo concluirlo y tal vez ni comenzar lo que para él era su auténtica ilusión, que no era otra que dedicarse a los demás, especialmente al poblado «de las vergüenzas» como tantas veces se le había llamado.
Por mucha voluntad que tenía en hacer de su vida un ejemplo en el que pudieran verse reflejado los chiquillos del poblado, esos a los que intentaba enseñar a escribir, e ir mostrándolos el mundo y las dificultades con las que, sin duda alguna, se iban a encontrar a lo largo de la vida. Había algo que le inquietaba y no sabía qué diablos era, pero tenía la certeza de que era como una oscura nube que tarde o temprano descargaría sobre él toda la ruindad del ser.
Una fatídica noche, al amparo de las sombras, una silueta que le recordó vagamente al amante de su mujer se le acercó por la espalda y Julián apenas pudo ver la luz de una cercana y mustia farola reflejada en el acero que esta vez sí, le llegó al corazón, terminando con las ilusiones y los sueños tantas veces evocados.
Mientras esperaba los últimos instantes de vida, buscó acomodo entre unas hierbas como para hacer más llevadera la espera del barquero, para emprender el último viaje. Entonces pasaron por su mente imágenes que le fueron conocidas, vio la sonrisa de su madre y eso le tranquilizo. Pero una placidez parecida al sueño le embargaba y solo quería dejarse llevar….
RELATO DEL TALLER DE:
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María Isabel López Ben
07/10/2024