LA VIDA – Catalina Polan Cobo

Por Catalina Polan Cobo

“La vida es tan bonita que parece de verdad”
Guitarrica de la fuente.

Era una tarde triste y silenciosa de invierno, cuando Bea cruzaba la calle abrazada a su abrigo negro y con su mirada perdida en la nada. Sus mejillas, de un color casi rojizo, habían sido dibujadas por esa gélida tarde. El frío había congelado el aire de la ciudad.
De repente, un pitido intenso hizo que Bea parase y mirara hacia su izquierda. Una luz blanca potente la cegó y un golpe seco y fuerte la lanzó varios metros hacia delante, cayendo sin control en mitad del pavimento mojado.
El conductor se bajó del coche, nervioso y pálido, llevándose las manos a la cabeza, no dando crédito a lo que acababa de ocurrir.
Pronto llegaron varias personas gritando y pidiendo auxilio.
Bea yacía inmóvil e inconsciente en el suelo.
Al fondo, se oían sirenas y se intuían unas luces azules intermitentes.
La ambulancia voló por la ciudad hasta el hospital. Bea presentaba un traumatismo craneoencefálico y sus constantes vitales eran débiles. En el hospital, un equipo médico, entre ellos Raúl, enfermero nuevo en la Unidad de Cuidados Intensivos, la estaban esperando. Tenían que estabilizarla.
Para Raúl, Bea era su primera paciente en la Unidad.
Raúl estuvo pendiente de ella durante los dos días siguientes mientras permaneció intubada y sedada.
En días posteriores, el equipo médico decidió empezar a bajarle el nivel de sedación a Bea, de forma progresiva. Estaba mejorando. Una tarde, medio dormida, postrada en la cama del hospital, hablaba y sonreía.
Raúl se aproximó a comprobar si estaba despierta. No lo estaba, pero decidió permanecer a su lado para intentar descifrar sus palabras. Sólo podía identificar dos de ellas: Julia y Mateo.
Raúl pensó que Bea aparentaba unos 50 años, al fijarse en su pelo canoso y en las pocas arrugas de su cara; si bien, sus ojeras y sus manos dejaban intuir que no había tenido una vida fácil.
Raúl la miró de cerca y le acarició el pelo. En ese momento, Bea abrió sus ojos y, de nuevo, la luz blanca la cegó. Ella empezó a ponerse nerviosa y a agitarse. Las máquinas a las que estaba conectada empezaron a emitir sonidos dispares y, rápidamente, Raúl y su equipo le inyectaron un tranquilizante.
– Bea, estás en el hospital. Has sufrido un accidente de tráfico y has tenido un golpe importante en la cabeza. Necesitas descansar y confiar en nosotros para que te puedas recuperar lo antes posible – le dijo Raúl.
Bea se calmó, cerró los ojos y agarró la mano del enfermero.
Al día siguiente, Bea abrió, de nuevo, sus ojos. Eran de color azul, azul casi transparente, podían hipnotizar a cualquiera. Durante unos segundos, Raúl, desde el otro lado de la sala, la miró. Sin saber el motivo él se fue acercando a ella sumergido en el azul de sus ojos. Según avanzaba, Raúl notaba un peso en el corazón. Era como si algo, sin definir, tirase de su propia voluntad.
Cuando estuvo a su lado, pudo sentir una mezcla de vulnerabilidad y soledad que le rompió el alma. Se dio cuenta de lo frágil que podía llegar a ser la vida.
Ese pequeño instante, esa compasión, hizo que las almas de Raúl y Bea se unieran para siempre.
Una semana después de su ingreso, Bea había mejorado significativamente. Raúl, al pie de su cama, la leía libros en voz alta, con la esperanza de aliviar su dolor.
En su estado, Bea, parecía ser feliz. En sus sueños, ella corría detrás de dos niños por el parque y un hombre al fondo le gritaba riéndose:
– Bea, no los cogerás. ¡Julia y Mateo corren más que tú!
Bea corría con más fuerza hasta que los pequeños se dejaban atrapar para que su madre les hiciera muchas cosquillas. De repente, en su sueño, Bea miró a la izquierda y una luz blanca la deslumbró haciendo que sus hijos salieran despedidos al vacío.
La máquina a la que estaba conectada empezó a sonar y a vibrar de nuevo. Había vuelto a tener pesadillas. Los médicos le inyectaron un calmante. Raúl le apretaba fuerte la mano para transmitirle tranquilidad.
La siguiente noche, Bea se encontró envuelta en sus sueños con una escena maravillosa de invierno; una casa de ensueño acogía a una familia frente a la chimenea. De lejos se oía el sonido de los villancicos tradicionales, y dos niños, Julia y Mateo jugueteaban somnolientos, bajo una manta. Bea miraba a un hombre y le sonreía. Decidieron brindar por esa familia maravillosa. Pero del ligero choque de sus copas, emanó un sonido agudo. Un frenazo brusco sobre el pavimento. Un golpe seco con un sonido intenso. Un fogonazo repentino. La luz blanca.
Bea empezó a gritar y a moverse compulsivamente. De nuevo, los médicos tuvieron que calmarla. La mano de Raúl siempre estaba.
Una y otra vez, los colores de las hermosas escenas de paz y alegría que Bea revivía en sus sueños se desvanecían de repente. Siempre eclipsados por una luz blanca. Una luz cegadora que anulaba cualquier visión. Una y otra vez, el sonido de las risas y los juegos se transformaban, en cuestión de segundos, en un grito ahogado.
Raúl estaba preocupado por Bea por lo recurrente de esos episodios.
El tiempo transitaba lento en el hospital como si llevara su propio ritmo. Raúl pasaba horas pendiente de Bea. Le encantaba olerla, cogerle la mano, mirarla a los ojos, leerle libros y escuchar su respiración y sus pequeñas risas en los momentos de sueños sosegados.
Una mañana, se incorporó al turno otra enfermera, Lucía. Se acercó a Bea y le dijo:
– ¡Vaya susto nos has dado, Beatriz!
Raúl, que se encontraba cerca, miró a Lucía y le preguntó:
– ¿La conoces?
– Por supuesto. ¿Quién no conoce a Beatriz? – respondió la enfermera.
Lucía miró la cara de incredulidad de Raúl y le dijo:
– Beatriz es una mujer que vive en la calle. Hace años era una mujer feliz, casada y con dos hijos. Pero sufrieron un accidente de tráfico y su marido y sus dos hijos murieron en el acto. Desde ese día, Beatriz no volvió a ser la mujer que era. Se abandonó. Ahora vive en el parque que está en frente de este hospital. Beatriz pasa el tiempo sentada en un rincón dando de comer a las palomas. Todos los trabajadores la conocemos y la saludamos. No hay día que no te salude con una sonrisa amable. Pero detrás de esa sonrisa hay una tristeza infinita. Todos queremos mucho a Beatriz. Tiene algo especial.
Raúl agachó la mirada y se dirigió hacía Bea. La miró detenidamente mientras pensaba que la vida, a veces, se volvía dura e injusta. Le cogió, de nuevo, la mano y cerró los ojos. Durante unos minutos intentó imaginarla en su vida anterior. Pensó que, seguramente, había sido una mujer guapa y feliz, llena de energía. Abrió los ojos y la vio dormida con una media sonrisa que trasladaba bondad. Le soltó la mano y continuó con su trabajo diario atendiendo a otros pacientes sin quitarse de la mente a Bea, su paciente favorita. La paciente de Raúl.
Tras dos semanas en la UCI, subieron a Bea a planta. Todavía tenía que estar monitorizada, pero iba respondiendo bien a la medicación. Todas las tardes Raúl la visitaba y le contaba cosas cotidianas que pasaban en el hospital para que le pasara más rápido el tiempo. Bea escuchaba las historietas de Raúl mientras sonreía y le cogía la mano con más fuerza cada día. Pasaron varios días con sus noches. Parecía que todo lo peor ya formaba parte del pasado. Raúl era optimista.
La noche del siguiente sábado, un flashback regresó a los sueños de Bea. Iban en el coche ella, su marido y sus dos hijos. La tarde era nublada y el cielo presagiaba tormenta. Bea miraba serena por la ventanilla. Su marido conducía firme y tranquilo. En la parte trasera, sus hijos jugaban y se reían. Pero la curva apareció. El coche se deslizó hacia el carril contrario. El silbido fuerte de los frenos hizo que Bea se agarrara fuerte al asiento y mirase a sus hijos con cara de terror. El sonido dio entrada a un terrible silencio. Tras un instante, Bea abrió los ojos y miró a su marido inconsciente con la cabeza apoyada en la ventanilla. Se giró, sin fuerzas apenas, para mirar a sus hijos que, ensangrentados, yacían inconscientes en los asientos traseros. Un grito vacío inundó el silencio que se había establecido hasta ese momento. De nuevo, una luz blanca la perturbó. Las palpitaciones se aceleraron, muy agitada, con movimientos incontrolables y unos gritos estremecedores hicieron que las enfermeras llegaran rápidamente a la habitación. Tras el informe médico, Bea regresó a la UCI. Allí estaba Raúl esperándola.
Pero algo distinto sucedió. Siempre que Raúl le daba la mano a Bea, ella le agarraba fuerte. Pero esta vez no. La mano de Bea se tornó débil. Raúl intuyó que algo no iba bien y habló con los doctores. El jefe del equipo médico le dijo que Beatriz había empeorado en las últimas doce horas y que las siguientes veinticuatro serían críticas. Raúl le miró incrédulo y decidió no regresar a casa y acompañar esas horas a su paciente favorita. Él tenía la esperanza de que su paciente volviera a tener fuerzas para continuar viviendo. Su tercera oportunidad. Si ella quisiera, podría ser una vida diferente. Raúl se acercó a Bea, le dio un beso en la frente y mientras la acariciaba le susurró al oído:
– Bea, eres muy especial. Todos te queremos mucho. Te has ganado el corazón de muchas personas, entre ellos, el mío. Durante estos días has sido mi compañera. Eres ya parte de mi vida. Me niego a dejarte ir….
Y allí se quedó, sentado a su lado sin soltarle la mano durante toda la noche. Esa madrugada pasó lenta, como quién lee un libro despacio, convirtiendo ese pequeño rincón de invierno en un relato eterno.
Sobre las ocho y media de la mañana, en la penumbra de la habitación un pequeño rayo de sol despertó a Raúl. Sólo se oía el ruido de la máquina a la que estaba conectada. El pecho de Bea subía y bajaba lentamente. Seguía viva. Raúl sintió alivio, pero sabía que estaba inmerso en un mosaico de esperanza y temor.
Por la tarde, los ojos azules de Bea se abrieron descubriendo un instante de vida. Buscaba la mirada de Raúl, la persona que había estado todos esos días a su lado. Le miró con lágrimas contenidas. Su mirada estaba llena de gratitud y de amor. Esbozó una pequeña sonrisa. Las miradas se cruzaron en lo que fue un minúsculo reflejo de vida.
Bea le apretó la mano, con su último resquicio de fuerza, generando un abrazo largo. Ese abrazo que nunca se pudieron dar.
Poco a poco, el cielo se tornó gris haciendo desaparecer el último rayo de sol. Los pájaros cesaron en su canto. De forma pausada, el mundo se empezó a detener.
Los ojos de Bea se cerraron lentamente. Sentía mucho dolor. Ese dolor ya era demasiado grande como para soportarlo durante más tiempo.
Los latidos empezaron a espaciarse. La vida se iba desvaneciendo.
Su respiración se convirtió en un pequeño murmullo. El último latido fue un mimo tenue. Su último susurro. Su susurro final.
La línea curva de la máquina se tornó recta emitiendo un suave sonido continuado. Se había ido el dolor. Ya no había sufrimiento.
El sonido y la luz del monitor cesaron a la vez. Ya no existía conexión con la vida.
En la habitación penetró un silencio roto brotando una calma inalterable. Se respiraba paz.
Bea se había ido, tranquila y serena, con una sonrisa dulce en su cara con la que trasladó un adiós. Un adiós que no se había dicho en voz alta.
La luz blanca se apagó para siempre.

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