LA VIDA SIEMPRE ES DE IDA Y VUELTA- Francisca Antón Tena
Por Francisca Antón Tena
Provengo de una familia humilde en la que el trabajo ha sido lo único que han conocido mis padres. Nunca nos ha faltado un plato de comida en casa.
Los años de postguerra en España fueron muy complicados, sobre todo para las zonas rurales en que la tierra era el único sustento y salvación.
Mi nombre es Sofía y escribir mi historia ha sido un legado del que estoy orgullosa, no por lo que cuento sino porque, arrancado del corazón y plasmado con mi puño y letra, nunca lo hubiera soñado. Aprendí a escribir de mayor ya que el colegio apenas lo pisamos mi hermana y yo. Mi hermana. Pienso en ella y, todavía a día de hoy no encuentro respuesta a lo sucedido.
Mis sobrinos, a los que nunca he podido abrazar, quisiera que leyeran estas letras para que comprendieran mi ausencia. Sé que es algo improbable, pero lo escribo con la ilusión de quien espera un milagro.
El ánimo me empuja en estos otoñales días a aprovechar la memoria que, como gotas de lluvia, se va diluyendo nada más tocar el suelo.
Mis padres, jornaleros de Andalucía, así como mis abuelos y los padres de éstos, no han conocido más tierra que la que labraban ayudados por dos mulas. Mi madre, hasta el momento de dar a luz, cargaba con cubos de agua de la plaza del pueblo para preparar la comida y llenar palanganas para asearse. Sin dinero ni ilusiones, hasta la llegada de las hijas. Mi hermana Manuela y yo.
Mi venida al mundo fue rápida. La partera llegó tarde. Era la única del pueblo y hubo otro nacimiento antes del mío. Cuando llegó, mi cabeza casi sale sola. Le dijo a mi madre:
― ¡Parece que esta niña tiene ganas de conocer mundo! ―Ahora me sonrío y lo entiendo como una premonición de lo que vendría después.
Soy rubia, ojos azules y muy despierta; ―Mejor dicho, la vida me aguardaba despertares sin yo elegirlos. Pero de eso ya hablaremos más adelante.
En un pueblo con muy pocos niños un nacimiento era un acontecimiento. Reconozco que fui mimada por todos los de casa y por los vecinos. Se ayudaban entre ellos y yo jugaba mucho con Adolfo, el hijo de Jacinta y Vicente, dos años mayor que yo y los vecinos más próximos a nuestra casa.
El siguiente embarazo de mi madre se malogró. El niño que llevaba en su vientre no llegó a nacer. La depresión se instaló en su vida hasta el tercer parto en el que vino al mundo mi hermana Manuela.
Era totalmente diferente a mí. Morena con ojos pardos, algo más menuda y de pequeña siempre lloraba, con o sin motivo. Me gustaba cogerla en brazos, mecerla, cantarle canciones que conocía; y ella venga a llorar. ¡Desesperante!
A medida que crecíamos, sus celos infantiles se iban transformando en ira. Se comparaba conmigo y argumentaba que yo era la preferida de nuestros padres. Se sentía rechazada y se quejaba de que solo yo estrenaba la ropa y que los juguetes habían pasado primero por mis manos. Si se me quedaba pequeño un vestido, mi madre lo arreglaba añadiendo otras telas para que no pareciera el mismo. Manuela no valoraba el esfuerzo de nuestra madre ni la precariedad económica en la que nos encontrábamos. Por más que se le razonara se negaba a aceptarlo.
Mis padres me contaron que se conocieron huyendo del hambre. Llegaron a vivir en una cueva hasta que un día el señorito de un cortijo los encontró cuando iba de caza, comiendo la fruta de los árboles cercanos. Se apiadó de ellos y los recogió para trabajar unas tierras abandonadas con un refugio que se asemejaba más a una casa que la cueva en la que estaban.
Mi hermana se avergonzaba de nuestra situación. Pudo ir a la escuela y presumía de saber leer de corrido y me decía que yo era una ignorante. Le gustaba dejarme en ridículo con cualquier nimiedad. Siempre atacándome. Veía que yo era más inteligente, más agraciada; ayudaba a mis padres a vender alguna fruta en el pueblo y como le caía en gracia a la gente llegaba a casa con algún que otro regalo: una cinta para el pelo, almendras garrapiñadas y dulces que agradecían mis padres. Todo eso le reconcomía por dentro y no soportaba que la gente me quisiera.
Llegó el momento de la adolescencia y, mi amistad con Adolfo iba avanzando lentamente hacia otro camino más estrecho, mi felicidad con él era un motivo más de odio hacia mí por parte de Manuela. Se fijó en él hasta que destruyó nuestra relación y se hicieron novios. No la reconocía. Mis padres también sufrían por su comportamiento.
Me encontré acudiendo a la boda de Adolfo con mi hermana. El golpe más duro de mi vida. Hablé con mis padres, que habían observado discretamente todo lo acontecido y siempre conté con su apoyo. Hablaron con el dueño de la finca por si nos podía dar alguna referencia para trabajar en el extranjero. Marcharme lejos, no importaba donde. Al cabo de unos días y, tras realizar algunas gestiones, nos confirmó que tenía un amigo en Múnich. Era farmacéutico y necesitaba una manceba para su farmacia, le habló de mí y accedió a darme trabajo.
Recomponer una vida siempre es difícil, pero Ben, me ayudó bastante. Era el hijo del dueño y balbuceaba algunas palabras en español con acento alemán y eso me hacía mucha gracia. Congeniamos desde el principio. Decía que mi risa era contagiosa. Por las tardes salíamos a pasear y poco a poco la amistad se transformó en amor.
Recibía cartas de mi madre escritas por el párroco del pueblo donde me contaba que se hacían mayores y ya no trabajaban todo el día en el campo. Hablaban de mi hermana que, al casarse, se trasladó a la casa de los padres de Adolfo. Pasados cinco meses de la boda se quedó embarazada y dio a luz a Sergio. Al año siguiente nació Davinia.
Mi madre me los trataba de describir como mejor sabía y yo me los iba imaginando pues no me llegaba ninguna fotografía.
―Sergio se parece mucho a ti ―me decía―. Es despierto, inteligente y sabe que tiene una tía en Alemania. También le digo que no se lo cuente a su madre porque me ha prohibido que les hable a mis nietos de ti. Creo que tiene problemas con su marido, pero su orgullo le impide sincerarse conmigo, pero las madres con una mirada, no necesitamos mucha más información.
Empecé una nueva vida y me casé con el hijo de mi jefe. El puro amor que sentí por Ben me hizo olvidar el daño hecho por mi hermana.
Les mandaba dinero a mis padres y, al enterarse Manuela, su furor iba en aumento. Pensaba que al tenerme lejos ella iba a ser la preferida de mis padres. Siempre nos trataron igual, pero para ella no fue suficiente.
Pasados varios meses después de la última carta, el párroco del pueblo me informó que una larga enfermedad se llevó a mi padre y mi madre quedó desolada siguiendo su camino al poco tiempo. En ese momento quedé desconectada por completo de mi familia y sumida en una gran tristeza.
Jacinta, la madre de Adolfo, me tenía en gran estima y sabía de la correspondencia entre mi madre y yo. Al cabo de varios años, se decidió a escribirme y me contó que su hijo se separó de mi hermana a los tres años de casados. No soportaba los celos infundados de su esposa, quien lo tenía siempre vigilado. Me mandó fotos de mis sobrinos y por fin pude ver sus caras. Sergio estaba en la universidad y Sofía buscaba un marido adinerado. Tenían caracteres muy diferentes. Vivían con su madre en la capital, pero acudían cada quince días a pasar el fin de semana con su padre y abuela. El abuelo Vicente también había fallecido.
Me gustó que aún me guardara cariño. Era ya muy mayor, pero nunca vio con buenos ojos ese enlace. Sabía de nuestro amor, y que Adolfo se estuvo arrepintiendo casi desde la primera noche de casados. Mi hermana, al acabar el banquete de bodas, con humildes viandas y mucho vino, le dijo al oído: ―Sabía que te arrebataría de los brazos de Sofía. Y se durmió del trancazo que llevaba, en cambio él no pegó ojo en toda la noche. Se dio cuenta del error que había cometido.
Hasta que falleció Jacinta recibí tres o cuatro cartas más. Mi sobrino hacía muchas preguntas sobre mí. No se explicaba por qué no había vuelto al pueblo. Tenía curiosidad por ver mi cara y Jacinta rebuscó entre cajones para encontrar una fotografía, la única. La hicimos con las dos familias juntas en las fiestas del pueblo. Sergio se vio reflejado en mi cara de niña. Él era también rubio y muy listo. Heredó los ojos pardos de su madre, y el buen carácter de su padre. Me gustaba saber que se hacían muchas confidencias entre ellos.
La vida avanzaba y Manuela había pasado a tener un carácter irritante. El haber perdido a su marido lo consideraba como un enorme fracaso. Su venganza no tuvo el éxito esperado. Nunca mostró arrepentimiento. Salvo el hecho de ser madre, no fue feliz.
Sergio necesitaba conocer la historia familiar. Ver si era real esa tía con nombre de reina. Davinia en cambio había estado más influenciada por su madre y solo le preocupaba una buena situación social.
Mientras tanto, en Múnich, la vida apacible marcaba las agujas del reloj. No tuve hijos y Ben me dio todas las comodidades que su inmenso amor profesaba. Me adoraba. Viajamos a varios continentes. Me propuso ir a España, pero nunca encontraba el momento. Le decía:
―Querido, con todos los lugares hermosos que existen, y mis padres ya fallecidos, dejemos España para más adelante. ―Ese era el argumento, pero la realidad era otra. Y Ben lo sabía, pero respetaba mis decisiones al igual que el dolor interno de no poder abrazar a mis sobrinos. Supo desde el principio el motivo de mi viaje a Alemania y la sinceridad edificó el pilar de nuestro feliz matrimonio.
Ahora me encuentro a las puertas de una residencia de ancianos llevada por monjas. Sentada en el murete de la entrada. Mirando la puerta por si alguien la deja abierta y pueda irme. Llevo un vestido de flores del que me sobran dos tallas, el bolso colgado del brazo derecho y esperando un milagro.
Dicen que me encontraron en la calle. Desfallecida bajo una torrencial lluvia de invierno. La documentación que llevaba era alemana y fue difícil encontrar un vínculo español.
Me llevaron al hospital, y después a este centro de ancianos. Me siento en una cárcel, tratada como alguien senil. Les digo que en el banco tengo dinero para comprar una casa, pero me contestan de forma condescendiente afirmando con la cabeza.
Al fallecer Ben volví a mi tierra.
Sergio pasó un día haciendo deporte y se paró a descansar en la puerta de la Residencia. Bebió un poco de agua y sintió que unos ojos le observaban. Miró a la anciana y su físico le resultaba familiar. De pronto me asoció a la fotografía que le enseñó su abuela y su intuición le hizo pronunciar mi nombre: ¿Tía Sofía?
En ese momento me pareció ver a Alfonso representado en la figura de su hijo. Aunque los rayos de sol me impedían ver con claridad, mi corazón latía sin control. ¡No era posible! ¡Mi amado sobrino!
Manuela falleció el mismo día que me llevaron al hospital en mi regreso a España Recuerdo vagamente que se cruzaron nuestras camillas el tiempo suficiente mientras los enfermeros esperaban los ascensores. No sentía rencor hacia ella y vi cómo descendían dos lágrimas por su mejilla y oí un balbuceo: “Perdóname. Te quiero hermana”.
RELATO DEL TALLER DE:
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María Isabel López Ben
07/10/2024