LLEGADA A SIBERIA HOUSE – María de Gracia Basanta
Por María de Gracia Basanta

Al abrir aquella puerta sentí una especie de explosión de sentimientos. Nueva casa, nueva vida.
Sola. Una vez más. Sola al frente de mi pequeña tropa, dispuesta a llevarlos a buen puerto a pesar de los vientos de tormenta.
Llegar hasta allí había sido uno de los episodios más difíciles de este camino de cabras en que se había convertido la existencia, pero ¡qué felicidad! ¡Qué liberación! Como dirían ahora, me sentía empoderada, llena de incertidumbre, de vértigo ante lo que se me venía encima, pero segura de que podría con todo.
Mi hija mayor tenía catorce años; el pequeño aún no había cumplido uno. Entre medias, uno de dos, otra de diez y otro de doce. Y tres perros, un gato y una serpiente.
La casa era un caos absoluto: había que sacar los muebles con los que la compré para poder meter los míos; los de la mudanza habían llenado todo de cajas, y yo quería meterme en una de ellas y esconderme hasta que todo estuviera en su sitio. Pero resulta que era yo quien debía empezar a poner orden allí. Y mantener la paz, que los hijos vivieran aquello como una aventura divertida, no como el mayor trauma de sus cortas vidas. Traté de que cada uno tuviera su cama montada, la ropa imprescindible y una buena dosis de buen humor; lo demás vendría poco a poco.
Llamé a alguien para que se llevara lo ajeno, busqué a un cerrajero que me pusiera rejas en las ventanas de arriba después de encontrarme a JL sentado en el alféizar. Yo casi infartada, obvio. Contraté a una cuadrilla de rumanos para que hicieran la obra imprescindible: la casa era vieja y, además, había que sacar más habitaciones.
«Bien, todo está en proceso, lo estás haciendo bien, Gracia». Cada niño en su colegio, tú en tu trabajo, los obreros sacando cada vez más defectos a la casa que había que subsanar. Nos quedamos sin cocina, no importa, cocino en un hornillo; no hay donde comer, no importa, pongo a todos los niños en fila sentados en la escalera y les voy repartiendo platos; tiran el baño de arriba, las escaleras están inutilizadas, no importa, salimos a la calle y entramos por el garaje lleno hasta los topes de cajas para acceder al de abajo cada vez que a alguno le entren las ganas…
Así, meses. Los plazos se alargan, los rumanos acaban siendo de la familia. Viorel, el jefe de la cuadrilla, es consciente de mi caos y trata de aliviar, en lo que puede, mi estrés nivel «supertop».
Una tarde, al ir a preguntarles por los avances de la jornada, los vi inquietos. Se miraban unos a otros, como esperando que el de al lado tomara la iniciativa de empezar a hablar. Sentí terror. Me pasaron por la cabeza en un segundo todos los desastres nuevos a los que debería enfrentarme. A saber: la casa se estaba hundiendo en arenas movedizas; habían encontrado un muerto enterrado bajo el suelo del salón; el gas radón llegaba a tales niveles que, si no salíamos «escopetados», moriríamos todos en pocos meses. Podría seguir. Mi mente calenturienta y acostumbrada a malas noticias era como una metralleta de ideas descabelladas. Tal vez era una forma de curarse en salud.
Fue Viorel quien finalmente habló: «No te asustes, pero hemos encontrado un ratón en la casa».
Un ratón. ¡Un maravilloso y pequeño ratoncillo! Adoro a los ratones, sobre todo cuando sustituyen al cementerio indio, la bomba extraviada en la guerra civil, la ruina romana o la fisura que asciende desde el centro de la tierra y se tragará mi casa envuelta en magma mientras mis hijos, mis perros, mi gato y mi serpiente contemplamos desde la acera de enfrente el final épico de nuestra nueva casa.
No, era un pequeño ratoncillo de campo que estos buenos señores habían decidido que, a una mujer como yo, que se estaba enfrentando a la locura de vida más absoluta, debía darle un terror de la muerte, de tal calibre que saldría corriendo a subirme a la chepa del primero que pillase hasta que no revisaran caja por caja, escombro por escombro y me aseguraran que aquel monstruoso ser había desaparecido.
Me reí como hacía meses que no lo hacía, liberada, feliz. Renovadas mis fuerzas para seguir enfrentando cualquier obstáculo que se me pusiera por delante.
Tiempo después, bajo el fregadero, encontré un nido de ratoncillos ya vacío. A los pocos días, cogí a un pequeñín que correteaba entre el caos. Lo cogí y lo metí en una jaula, donde, pensé yo, estaría más seguro. Algo pasó: no recuerdo bien si el gato lo sacó entre los barrotes con su uña, la jaula se cayó, se abrió y acabó en las fauces de uno de los perros o simplemente murió del infarto ante aquella locura de casa.
He de decir que, durante algunos años, he debido padecer el síndrome de Noé. Por aquellas fechas, al poco de llegar a vivir a nuestra ruina favorita, Cuca, la yorkshire a la que tendré que dedicar algún capítulo, se escapó por algún agujero de la valla del jardín y fue atropellada y abandonada por algún salvaje en la carretera de detrás de casa. No tardé ni un mes en sustituirla por Cuca Dos, a pesar de tener ya a nuestra golden Duna y a Nubla, la hija de Cuca, que años más tarde tendría el mismo destino que su madre.
Cuca Dos era una perra de aguas que estaba como una cabra. Me desbordó de tal forma que, cuando los obreros se fueron, se la regalé a uno de ellos. Pero luego vinieron Iván, Sofi, Bola, Tomás, Lucas, Felipe, la chinchilla a la que llamamos Chinchi, la ninfa que acabó decapitada por el gato mocoso, la rata Paca (que vino preñada y tuvo doce ratitas), la iguana Joaquín y, poco a poco, llegaron más gatos: Neko, Yoona, Ali, Gatito, Choni y sus hijos, Gordo y Esmeralda.
De toda esta fauna nos quedan únicamente cinco gatos y nuestra Padme, la perra que me acompaña desde hace casi cuatro años. Pero este capítulo del arca de Noé tendré que desarrollarlo con tiempo.
A lo que iba: ratones, a mí. De entre todas las tragedias ruinosas de nuestra entrada en la casa, los animales nos dieron momentos de diversión y mil anécdotas que contar en comidas familiares a lo largo de los años.
La obra iba llegando a su fin. Yo a todo decía que sí, con un niño en cada cadera. ¿Qué iba yo a mirar si ni tiempo tenía para ser persona? Muy bien, Viorel. ¿Que me deja un escalón torcido? Pues mira qué original. ¿Que las luces dejan de funcionar porque cómo vamos a pasar cable? Nada, nada, Viorel, sin luz en la escalera, que total, ¿para qué? Y así todo.
Años después, muchos años después, supe del concepto totalmente desconocido para mí de «recepcionar la obra», que consiste básicamente en mirar con lupa cada detalle de lo realizado para sacar pequeños o grandes fallos que, antes de pagar el total, han de quedar arreglados.
Me muero de risa viéndome ahora, desde la magia de la memoria, agotada, sobrepasada, con esa pizca de locura que permite seguir viviendo feliz, a pesar de todo. ¡Tantas cosas en la cabeza! Tantas, que, al recostarme sobre la almohada, en vez de dormir como me pedía el cuerpo, mi cerebro comenzaba a hacer listas que parecían sacadas de la mente de un enfermo con trastorno de identidad disociativo (lo que siempre hemos llamado personalidad múltiple).
Mi mente era mil personas distintas hablando todas a la vez: «No se te olvide que Teresa tiene música, la flauta está en la mochila de Jacobo, a las tres me espera el tutor de María, que parece que no va bien en Mates, José Luis tiene que llevar el disfraz de Sancho Panza, Miguel tiene algunas décimas, con suerte el Dalsy le hace efecto hasta que le recoja y no me llaman al trabajo. Tengo que decirle a Viorel que no sale agua caliente en el baño de abajo, que antes de irse revise si es cosa de las tuberías o de la caldera. Ah, a las doce tengo reunión con los padres de fulanito y no he acabado el informe… Madre mía, por la tarde María tiene equitación, Teresa gimnasia rítmica, Jacobo Hapkido. ¡Gracia, holaaa! ¡Yujuuuuuu! ¿Puedes ir a hacer pis? Sí, pero no, espera, llora JL, otra vez las pesadillas…»
La obra iba terminando, parecía que tal vez pudiéramos pasar la Navidad en algo parecido a una casa decente. Venían mi hermana, mi cuñado y los tres sobrinos. Ya tenía preparado dónde dormiría cada uno. Incluso, de una enorme caja, rescatamos el árbol de Navidad de mi madre y pasamos la víspera de Nochebuena adornándolo, acompañados por un CD de villancicos de lo más tradicional.
La mañana del 24 de diciembre, a punto de recibir a la familia, noté que el WC de abajo no tragaba. Nada de nada. Intenté el truco de la fregona con bolsa, metí un alambre, me desesperé pensando en una casa con tres adultos y ocho niños y con el váter atascado. Aquello no podía ser.
Busqué un servicio de desatrancos en las antiguas Páginas Amarillas y, al rato, llegó un tipo con un camión que, sin pensárselo dos veces, metió una enorme manguera por la taza, se fue al camión y abrió el agua a máxima presión. En un instante vi cómo de aquel váter comenzaba a salir un agua marrón y pestilente que inundó en cuestión de segundos prácticamente toda la planta de abajo.
Corrí afuera y le grité que cerrara aquella maldita manguera, pero ya era tarde. Mis hijos gritaban, reían, lloraban. Yo quería, nuevamente, desaparecer tragada por aquel retrete inservible. Para colmo, el operario, indignado, me decía que yo le había fastidiado la Nochebuena, y se dispuso a taladrarme el suelo recién puesto, bajo el cual debía encontrarse la arqueta.
Tres agujeros enormes más tarde, la encontró y sacó lo que provocaba el atasco. Me pasó una factura de ochocientos euros y se largó, dejándome la casa inundada de aguas fecales y agujeros al infierno.
Llamé al hostal del pueblo para reservar habitaciones para los visitantes. Avisé a mi hermana del pequeño contratiempo y, con la ayuda de los tres mayores, hicimos una cadena humana para achicar con cubos aquella pestilente sopa que tiramos en el jardín.
Aquella Nochebuena, aun así, fuimos capaces de reír y hacer como que no olía a mierda intensa. He de decir que tengo una familia genial, nadie puso mala cara y supimos disfrutar de estar juntos.
No se acabaron aquí las penurias de nuestra ruinosa casa, que hoy, veintiún años después, sigue envejeciendo sin mucha dignidad. Pero es nuestra casa, nuestra querida Siberia House, y que no se me ocurra proponerles a mis hijos la opción de venderla. Ni oír hablar del tema. Ellos la adoran. Y, al fin y al cabo, será su única herencia, por lo que hasta el final de mis días dedicaré mi esfuerzo a ir poco a poco haciéndola más hogar y menos ruina.
RELATO DEL TALLER DE:
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María de Gracia Basanta
04/02/2025
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