MIS COMPAÑEROS DE VIDA- María Isabel López Ben

Por María Isabel López Ben

Siempre se están peleando, metiéndose el uno con el otro, y yo, en medio. Son mis dos angelitos, los que me cuidan (según ellos), pero van a terminar por volverme loca, porque nunca se ponen de acuerdo. Si Uno dice blanco, Otro dice negro; si Uno quiere quedarse, Otro quiere salir; y así todo el tiempo, son mi cara y mi cruz, pero también es cierto que, sin ellos, yo no soy nadie. Uno siempre se pone a mi derecha y me aconseja calmadamente, con sosiego, dándome siempre razones para que yo decida qué camino tomar. Otro (colocado siempre a mi izquierda), hace todo lo contrario, me aconseja sin pensar, impulsivamente, no le importa la decisión que tome, —si es buena o mala—, lo importante para él es que yo disfrute, aunque sea, sin razón.

Ese día (aunque todos eran iguales), llegué a casa tan cansada que no tenía ganas de nada, era como si me pasaran una apisonadora por encima, había salido de un trabajo y había empalmado con otro; me dolían los pies, las manos, mi cuerpo entero era un poema. Había quedado con unos amigos para ir a cenar y luego a tomarnos una copa, y entonces, fue cuando los escuché, estaban discutiendo otra vez.

—Porque tú erez un incenzato; payazo.

—Cí, claro. Y a ti qué má te da, ¡cerá imbésil!

—Tengo que cuidar de ella, ez frágil; ceráz eztúpido.

—Cí, cí. Tú cí que ere frágil, ¡maldita cea, déjala qué difrute!

—Yo quiero que dizfrute, pero no ací. El día menoz penzado noz la encontramoz… (cerá atontado).

Se habían dado cuenta de que yo los escuchaba. La discusión no tenía mucho sentido para mí, pero de lo que sí me daba cuenta, era de que estaban hablando de mi persona. Le pregunté a Uno qué pasaba, pero no quiso contestar, me miró con esos ojitos de pena que ponía cuando algo no era de su gusto, y volviendo la cabeza hacia el otro lado, me dejó en ascuas. Así que, como Uno no me contestaba, le pregunté a Otro, pero tampoco quiso soltar palabra, sólo un pequeño insulto hacia Uno.

—Ece, ¡qué e imbésil! —lo dijo gritando más de lo normal, para que Uno lo escuchara.

—Ese, como tú le llamas, se llama Uno, y me ayuda a decidir algunas cosas, lo mismo que haces tú otras veces. En alguna ocasión le pido consejo a él, y otras, te lo pido a ti. Pero no te olvides de que, al final, soy yo quien toma la decisión. (Otro dio media vuelta y se acomodó en mi hombro izquierdo).

Yo seguía pensando qué hacer, si quedarme en casa tumbada en el sofá, o si prepararme para tener una noche loca. No me había dado cuenta de que mis dos angelitos me seguían observando detenidamente. Me giré hacia la derecha y ahí estaba Uno, mirándome fijamente, como si quisiera reprocharme algo. A Otro ya le había pasado el enfado y estaba bailando y cantando como si nada, como si se hubiese olvidado de la riña anterior. Los vi tan pendientes de mí que les pregunté qué les parecía que debía hacer (¿me quedaba relajada en casa?, o, ¿me animaba a salir?); y en cuanto Otro se decidió a animarme, empezaron a discutir otra vez.

—Creo que debe pegarte una duchita rápida, darte un decancito de media hora, y ¡a la carga!, otra ve lita para la asión.

—¡Tú eztáz mal de la cabeza!, no vez que eztá ezhauzta, nececita dezcanzar, tomarce la vida con un poco máz de tranquilidad. Torpe, que erez un torpe.

—Cí, claro. Lo que yo veo e que, si e por ti, no zaldría nunca de caza, ¡la tendría ciempre fuera del alcanse de la sosiedad (trabajar, comer y dormir), como ci fuera un robot programado!; como una máquina.

—Y lo que yo veo ez que, ci cigue tuz inztruccionez, el día menoz penzado va a acabar como una alfombra, tirada por el zuelo. Y dime ahora que no tengo razón; ceráz mamotreto.

—¡Ya está bien, podéis callaros! Ahora no me apetece oíros discutir, los dos tenéis razón.

Los dos estaban en lo cierto, no podía seguir así, o trataba de cambiar mi día a día, o tarde o temprano iba a terminar siendo un despojo sin vida. Me cansé de oírlos y me dirigí hacia el cuarto de baño para darme una ducha; me quedé allí un buen rato, dejando que el agua recorriera todo mi cuerpo, mi mente se relajó y ya no tenía tanta presión en mi cabeza; por un instante, me había deshecho de mis dos angelitos. Después de un rato bastante largo decidí salir de debajo del agua, y me di cuenta de que, si quería llegar a tiempo tendría que apresurarme para arreglarme. Les pedí una tregua a mis dos compañeros de vida y les dije que lo hablaríamos al día siguiente, pero que me dejaran disfrutar un poco de esa noche y que no me molestaran más. Los dos aceptaron, aunque refunfuñando; estaba claro que a Uno no le parecía bien que yo saliera esa noche, no sólo porque le estaba dando la razón a Otro, sino porque él veía lo que nosotros no veíamos.

Las horas pasaron rápidamente, casi sin darme cuenta. Cuando llegué a casa eran las tres de la mañana, ¡Dios mío, me tenía que levantar a las seis, qué horror! Ni tuve tiempo de quitarme la ropa cuando caí rendida sobre la cama. Al día siguiente, como era de esperar, no fui a trabajar, —estaba media aturdida y me encontraba como si flotara, seguramente las copas del día anterior—; pero lo que no entendía era que, cuando me desperté (si es que estaba despierta), mi habitación estaba llena de gente que no conocía; lo cierto es que no recuerdo haber puesto el despertador con la alarma del día siguiente. (A lo lejos se oía una sirena). Llamé a Uno y a Otro, pero no me contestaron, y me pareció raro, porque siempre estaban ahí, cuidándome, y entonces pensé: me sentó tan bien la juerga de ayer que, hasta mis dos amiguitos se han quedado dormidos. (O estaba soñando, o mi mente me estaba jugando una mala pasada).

Echaba de menos a Uno y a Otro, no sabía cómo buscarlos, los había llamado repetidas veces, pero nada. Miré hacia mi derecha donde siempre descansaba Uno, pero mi hombro estaba vacío; luego miré hacia mi izquierda, y Otro tampoco estaba. No entendía qué estaba pasando, por qué no me contestaban, eran mis amigos, nunca me dejarían sola por voluntad propia; tal vez aquellas personas que habían entrado en mi casa sin permiso me dijeran dónde poder localizarlos; decidí dejar de buscarlos y preguntar. Parecían muy ocupadas, tomando notas y hablando entre ellos. Vi que alguien estaba solo en la cocina y me dirigí hacia donde él estaba, para ver si podía explicarme qué era lo que pasaba, y de paso, me tomaría una gran taza de café. Entré en la cocina y me puse frente a él, para que no intentara esquivarme como lo habían hecho anteriormente sus compañeros, y cuando iba a empezar a hablar, alguien lo llamó dejándome con la palabra en la boca; otra vez.

Me di la vuelta y vi que las personas que estaban en mi habitación estaban hablando de mí, y al mismo tiempo, yo intentaba que me escucharan para decirles que estaba, que no me había ido a ningún sitio, pero no parecía que nadie me oyera (más que un sueño, la situación se estaba convirtiendo en una pesadilla). Cansada de tanto ir y venir de gente, decidí centrarme, miré a mi alrededor, y, menuda sorpresita que me tenían preparada cuando dos de los que estaban apuntando en su bloc de notas se separaron un instante, no podía creer lo que estaba viendo, jamás me lo habría imaginado, me quedé estupefacta, ¡era yo!, estaba tumbada en la cama, vestida con ropa de fiesta y en una postura no muy cómoda como para poder descansar. Entonces me di cuenta, cuando mi dulce vocecita, como yo lo llamaba, me decía que no podía seguir así, no era porque él no tuviera ganas de divertirse, él sabía hacia dónde iba, sólo estaba mirando por mí; y también acababa de entender a mi loco pensamiento, cuando me decía que tenía que disfrutar más, que la vida no es sólo trabajo, pues los placeres, a veces, son mucho más importantes. Como me decía mi dulce vocecita:

—No por mucho correr vaz a llegar antez a tu deztino, porque a vecez, y puedo afirmar que caci ciempre, laz cozaz ocurren en el momento correcto, ni antez, ni dezpuéz, zólo, cuando tienen que pazar; mi dulce payacita (me decía con ternura).

Mis dos amigos inseparables, mis confidentes, mis compañeros de desgracias y desavenencias; yo era la culpable de que no estuvieran, yo los había echado de mi lado, y, aunque ya no me iban a hacer falta en el lugar a donde iba, los echaría mucho de menos. A Uno porque era mi calma, mi serenidad, mis pies en la tierra; y también iba a echar de menos a Otro, por no haberle hecho caso y haber disfrutado un poco más de la vida. Ya daba igual, ya nada importaba, todo había quedado atrás. (Mientras tanto, como por arte de magia, comencé a escuchar a lo lejos un sonido muy particular).

—Erez un eztúpido, ya te dije que no iba a aguantar.

—Cí, claro. ¡Y yo te dije que no iba a tener tiempo de difrutar la vida!

—Ceráz torpe; mamotreto; payazo.

Eran unas voces discutiendo, se escuchaban lejanas, pero para mí eran inconfundibles, las reconocería en cualquier lugar en el que me encontrara; eran ellos, estaban allí conmigo, no se habían ido a ningún sitio. Abrí los ojos y allí estaban, cada uno en su lugar. Tenía tantos cables enchufados que no me podía mover, pero igualmente, les sonreí.

—No os podéis imaginar cuanto me alegro de oíros discutir; por mí no os preocupéis, haced como si no estuviera. ¡Me encanta sentirme viva!

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