POLVO- Joaquín Alberto Renero

Por Joaquín Alberto Renero

El polvo de color beige, suave como el talco, recorría mi cuerpo, haciéndose cabida por los espacios que se hacían entre mi ropa al correr por los campos de maíz y plantaciones de naranjos, montando cada parte de mi ser. Dichosos eran los días cuando el sol radiante rayaba mi rostro y espalda con fervor, esa ardentía era una conexión con la divinidad, lo de arriba nos bendecía con su energía. El color verde de las hojas en los sembrados reflejaba la viveza de mi alma, y yo para regresarle el favor, pintaba mi cariño con hilaridad permeada en inocencia. Siempre me sentí venturoso y conectado con cada raíz que emergía del suelo, misteriosamente, dando vida con sus frutos. Lo recuerdo como si fuera hoy, sobre todo el día que eso cambiaría.

 

Cada fin de semana era un boleto de ida a la granja de mi padre, y regresar a la ciudad, era mi malestar. La carretera transpeninsular que recorría la Baja California de principio a fin era como la palma de la mano de nuestra familia, cada pliegue del palmar una curva y un valle que, como las arrugas en las caras de mis padres, me eran familiares. Pegado a la ventana como goma de mascar, veía el desierto en cámara rápida mientras me preguntaba; qué habrá debajo de cada roca y cuál sería el nombre de cada cardón. Cada nube tenía una forma que al seguir rodando se convertía en otra; una ballena danzante en una tortuga apacible, un elefante tirado a un girasol de verano. Del kilómetro cien en adelante contaba cada marca kilométrica; 108; 116; 124… hasta llegar al gran panel de aluminio color verde con letras blancas anunciando Bienvenidos a Cd. Constitución.

 

Al adentrarnos al bulevar del pueblo percibíamos el olor a los puestos de los antojitos mexicanos y las frutarías. El desfile por la calle principal de locales con botas y sombreros duraba quince minutos, pero a mí me parecían treinta cinco.

 

La última intersección se me hacía eterna, pero pasándola, papá manejaba a máxima velocidad por otros quince minutos, abriéndose paso por la transpeninsular y, en el medio de la nada, bajaba la velocidad y salía de la autopista, para entrar por una brecha terrosa por otros quince minutos más (que a mí me parecían cuarenta y cinco esta vez) hasta llegar al zaguán que nos daba la bienvenida a nuestro paraíso, donde mis padres, Gonzalo y Adelia, nos seguían el ritmo de las aventuras que entretejíamos mi hermano, Flavio, y mis dos hermanas mayores, Andrea y Cecilia.

 

Aquel día, mi padre se había ocupado con otras labores y le había pedido de favor a su hermano, Pedro, que supervisara la reparación de la bomba de agua, la cual se ubicaba en un sector remoto de las hectáreas. Esa cicatriz arriba de su ceja izquierda que se posaba por su frente hasta esconderse en su copete negro, me hacía sentir un escalofrío latente. Su bigote era igual de negro que sus ojos, los cuales encondían algo que me era inútil descifrar con tan solo convivir con él un par de horas.

 

A las tres de la tarde, escuchamos el motor de su camioneta mientras se estacionaba en las afueras, seguido por el rechinido que, hacia la puerta principal de nuestra casa. Saludó a mis hermanas y cruzó unas palabras con mi madre. Mi hermano y yo salimos vestidos de vaqueros con nuestras botas, sombreros y paliacates favoritos puestos. Las pecas de mi hermano sobre sus mejillas y nariz eran como un mapa de su credulidad, y mi ausencia de éstas, evocaban que yo era alguien diferente, sin así desearlo. En casa me habían apodado: el boca de beso; por tener los labios gruesos.

 

La melena pelirroja de mamá se movía a la perfección al despedirnos desde el porche de la casa. Sus manos se movían energéticamente con el típico ademán de adiós, pero con un cariño inmensurable que las madres tienen de reserva. Nunca me pareció irreal poder sentir tanto por alguien, pero tampoco lo cuestioné demasiado, porque algún día sería padre y entendería perfectamente a mi madre.

 

A las tres con quince minutos, el ruido de la camioneta de mi tío inundó mis oídos, esbozando una sonrisa pequeña en mi rostro. Mi primo, Homero, flaco y duro como un espagueti crudo, se encontraba sentado a un costado de mi tío, sería copiloto de nuestra misión. Mi hermano, Flavio, y yo nos sentamos en el asiento de atrás. Aún faltaba pasar a recoger a Pollo, el hijo del mayordomo de papá, quien vivían a un kilómetro de nosotros. Él nos esperaba sentado en una roca con su vestimenta desgastada, pero con una sonrisa que no podía contener. Su piel era del mismo color que su cabello, de un café obscuro que acentuaban sus ojos verde con intensidad. Yo era el más joven del grupo, y ese día, me sentí parte de algo más colosal que mi pequeño mundo; andaba con los chicos, y yo era un chico que quería pertenecer.

 

Llegamos justo a la hora en que estaban colando el cemento en el suelo. Los cinco parados frente a los trabajadores, asegurándonos de que el cemento tuviera un aspecto digno a los estándares de mi padre.

 

—¡Todos, vayan a buscar un palo! —exclamó Pedro, con una expresión dura y fría.

—¿Cuánto tiempo nos das, tío? —pregunté, con una leve sonrisa.

Esto de jugar con los chicos parecía como si estuviéramos en un campo de batalla, pensé.

—Tú no necesitas palo —contestó, clavando su mirada en mí como si fueran garras.

—Dijiste, todos —contesté, con mis manos en forma de puño, apuntando hacia el suelo.

—No me refería ti —esbozó una sonrisa perversa.

—Pero yo estoy aquí también — repliqué, apretando los puños con tanta fuerza que sentí las uñas encajarse en la palmas de mis manos.

—Y aquí te quedarás por siempre —alzó sus cejas, su cicatriz parecía moverse como una serpiente cascabel.

 

Retrocedí un par de pasos, tomando distancia de su proximidad física, siempre me pareció una persona sin escrúpulos. Permanecí inmóvil, no quería temblar, pero mis rodillas me traicionaban.

 

Mi hermano cegado por el sol cerró su ojo derecho para poder encontrarme, su ojo izquierdo me encontró, su sonrisa se dobló hacia abajo al notar que me mordía el labio inferior, afligido. Perdí su mirada cuando notó que Homero y Pollo buscaban con devoción entre los árboles y las ramas su bastón, agarrándolos y tirándolos con la esperanza de encontrar algo mejor. Su mirada volvió a mí, en ese instante leí su mente: “tengo que conseguir un palo, José María, o tío pensará que no estoy siguiendo las reglas del juego”. Sonrió de nuevo, se dio la media vuelta, rápidamente, haciendo que pareciera como si las olas del océano se movieran entre su camiseta color azul. Los rayos del sol intensificaban el color castaño claro de su cabello al volar por el aire mientras corría en busca de su vara. Se dirigió hacia los árboles, no lo escuché sonreír, pero sabía que Flavio estaba feliz de jugar, a diferencia de mí, a él sí le gustaban las sorpresas.

 

A mí me parecieron como cincuenta minutos, pero habían pasado solo cinco cuando todos estábamos reunidos frente al cemento fresco. Una ráfaga de viento mezclado con polvo se vino sobre nosotros, aún amo ese olor. Sentí un ligero abrazo, el de la tierra volando por doquier, me perdí en él, me recordó la frase sagrada que el padre de nuestra parroquia solía decir, “Polvo eres y en polvo te convertirás”.

 

—Ahora quiero que todos escriban las siguientes palabras… —ordenó Pedro con una voz grave, riendo un poco al final, como un niño que está a punto de empujar a otro al lodo.

 

Nos miramos vagamente, todos sostenían un palo, menos yo.

 

—Maricón… Joto… Puto… Mayate… Puñal…Chichifo… Puñetas…

 

Sus labios gesticulaban cada palabra con desprecio, hirviendo en odio con cada sílaba, mi tío, al que un día pensé quererle, se burlaba de mí, pero por qué.

 

Conté siete términos coloquiales despectivos hacia los hombres homosexuales. Cada uno más cruel que el otro. Su carcajada inundó el valle con desprecio. Sus dientes se asomaban como picos de nieves, filosos.

 

Homero y Pollo titubearon, se acercaron al cemento como cachorros castigados. Sus varas temblaban entre las letras. Se detuvieron, habían parecido olvidar el resto.

 

—¡Apúrense, que se seca el cemento y apenas llevan dos! ¡Puto! ¡Mayate! ¡De prisa, carajo! —la rabia que emergía de sus ojos, boca y ademanes, me era desconocida. Esa fue la primera vez que veía a una persona actuar así.

 

Mi hermano tembló cuando su mirada se encontró con la de nuestro tío.

 

—Y tú, ¿qué haces ahí parado? ¿No te estás divirtiendo, Flavio? —lo miró, frunció el ceño, apretó los dientes y escupió al piso.

 

Mi hermano volteó a verme, su mirada cargaba un dolor, era el mío. Dio tres pasos hacia adelante con velocidad. Observó que tenía desventaja, y comenzó a imitar lo que los demás hacían tratando de alcanzarlos.

 

—¡Puñal!… ¡Chichifo!… ¡Puñetas!… No se me apendejen, quien termine primero, se irá conmigo adelante en la camioneta de regreso —escupía saliva como si fueran fuegos de la boca de un dragón.

 

Cuando se tiene esa edad, ser el copiloto era codiciado.

 

Mientras observaba cómo cada letra se iba secando, y con ello gran parte de mi inocencia; la primera lágrima resbaló de mi ojo derecho, lo sé porque vi caerla en mi empolvada bota derecha. Cada palabra resonaba en mi cabeza como un cañón en plena guerra, dejando una huella difícil de olvidar. Pero yo no podía luchar, mi corazón palpitaba tan fuerte como un tambor y temía que mi tío lo escuchara.

 

A mi favor, sentí mi cara entumecerse, porque no quería realizar ningún movimiento. Mi respiración agitada, me delataba. Mi corazón se iba rompiendo con cada inhalación y exhalación, pero “esto también pasará”, repetía en mis adentros la frase que mi madre solía decirme.

 

—Ahora sí… la palabra final que quiero que escriban es… —tomó aire, llenándose los pulmones con excitación— José María —volteo a verme, soltando una carcajada inmensa.

 

Al escuchar mi nombre no pude controlar nada en mi universo, comencé a llorar como cuando vas al primer día de escuela. Mi hermano llevó su palo por encima de sus hombres y lo aventó lo más lejos que pudo.

 

—¿Qué haces, Flavio? No has terminado, hijo de tu… — entonó enojado, su nariz se tornó picuda con su gesto.

 

Mi hermano corrió en mi dirección, agarró mi mano y me jaló con toda la fuerza posible en sus trecientos huesos, esa media vuelta fue lo mejor que me pasó en muchos años. Sentí el viento llevarme por el camino de la mano de mi hermano. Él no paró ni por un segundo, su cabello era lo único que mis ojos veían. Ese largo recorrido me pareció un minuto, hasta que sus botas frenaron, levantando el polvo beige que tanto amaba.

 

Flavio abrió la puerta en un nano segundo, pero mis tímpanos la escucharon rechinar con amor.

 

—¿Qué hacen tan pronto en casa? —preguntó mamá desconcertada—. ¿Por qué lloras, José María?

 

Ella se puso de rodillas, sus ojos frente a los míos me abrazaron cálidamente. Su olor a madre me sumergió en su ternura, en esa seguridad, una que no se encuentra en otro lugar. Sus brazos alrededor de mi cuerpo sostenían las piezas rotas de mi ser. Ella no sabía qué había pasado, no se lo podría imaginar. Mi hermano ni yo pudimos relatarlo, pareció ser mejor así en ese instante.

 

Pero dicen que hablarlo sana.

 

Han pasado treinta años; lo que aquella tarde secuestró a mi inocencia, la enterró en el fondo del océano. Aquel niño sigue a flote en el cuerpo de un adulto, en un mar de depresiones, ansiedades e inseguridades, donde la esperanza es su único salvavidas. Se ha dado cuenta que flotar no es vida, que hay que sumergirse en las profundidades más temibles y rescatar el gran tesoro robado, su inocencia.

 

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