Relato Ana Berta Gómez Rapsch

Por Ana Berta Gómez Rapsch

Nunca conocí pareja como los Garlaque. Eran de esas personas a las que instantáneamente sentías de toda la vida. Pelirroja ella, rubio él. El clásico punto y la “í”. Siempre admiré de ellos esa forma de vivir, bajo sus propias condiciones, ajenos a las modas y presiones sociales. Ellos fueron quienes un día, sin más, me demostraron que la jovialidad no va reñida con el carné de identidad.

—Nos hemos vuelto locos y lo hemos vendido todo. —Elvira resplandecía de emoción.

Aquella tarde de junio en la piscina, entre muchas risas y caras de asombro, nos contaron a los vecinos que habían decidido vivir la vida tras la jubilación con las menores ataduras que podían concebir.

—Ninguno de los niños vive ahora en Madrid. Dos de ellos ni en España están ya. Porque ya sabéis que Marta se fue a Alemania con el banco y Santiago está en Finlandia haciendo videojuegos de esos. Bueno, y Pedro desde Zaragoza sólo viene por aquí en Navidad. Total, que, ¿qué narices hacemos nosotros dos aquí en esta casa tan grande y llena de cosas? —Elvira siempre me había resultado una persona muy excéntrica y divertida. Aunque su lengua era rápida, eran sus manos las que aportaban emoción a sus historias. De no conocerla, nunca hubiera adivinado que se trataba de una reputada investigadora del CESIC.

—…una vida de bajo mantenimiento —insistía Elvira— y la caravana es perfecta para ello.

—Una ganga. —Manuel era de esas personas que velaban por cada céntimo y que sentían siempre la imperiosa necesidad de estrenar lo menos posible. Aquella tarde se convirtió en noche. Incluso montamos una cena allí mismo, en la piscina, en honor a los Garlaque y sus peripecias.

Para mí, la parte más interesante de la historia fue, sin duda, cuando Elvira contó la reacción que habían tenido sus hijos ante su insólita decisión. Especialmente la de Marta. Había pasado ya mucho tiempo desde aquella madrugada loca el día de su graduación, pero mi mente volvía a ello esporádicamente y siempre que me cruzaba con sus padres en la urba. Era lo que tenía haber crecido todos juntos en un grupo tan grande de edades tan diversas. Había muchas historias guardadas entre escaleras.

—Los tres se enfadaron con nosotros al principio. Les parecía innecesario que vendiéramos la casa y sus trastos. —Elvira no era de guardarse muchas cosas. No hablaba demasiado sobre otras personas, pero sobre sí misma y su entorno era bastante transparente—. Aquí está su infancia y, de repente, nos deshacemos de este sitio. —Un halo de tristeza asomó brevemente por sus ojos, tan rápido que dudé de si de verdad había estado ahí.

—No les dimos tiempo para procesarlo y, viviendo todos fuera, nuestra casa ha sido el ancla familiar —apuntilló Manuel.

—Pedro y Santiago insistían en que nos íbamos a meter innecesariamente en una vida mucho más dura de lo que imaginamos, que nos vamos a aburrir de

 

vivir como nómadas. Creo que fue Santiago quien acuñó el término perroflauta.

—Elvira parecía muy divertida con esta reacción, mientras que a Manuel no parecía divertirle tanto la historia o quizás era su abierta difusión lo que le incomodaba—. Pedro nos decía que dónde iban a ir los niños a visitarnos, que ya no tendrían casa de los abuelos. Menos mal que poco a poco fueron entendiendo cuánta ilusión nos hace esta aventura.

—El clásico miedo al cambio —intentó sentenciar él—. ¡Y qué liberador es, sin embargo! De repente no tengo que pensar en compañías de luz, ni agua, ni en si voy a molestar a algún vecino con mi música.

En ese momento creo que todos los vecinos se alegraron también un poco al pensar que no volverían a aguantar las melodías de Manuel y su armónica los sábados a la hora de la siesta, momento en el que las musas gustaban de visitarlo.

—Y la mejor, Marta —continuó Elvira—, que se llevó tal susto, que por fin conseguimos sacarla de Frankfurt. Siempre hemos ido nosotros allí. Aunque la verdad, es que nos encantan esas tierras… Se empeñó en acompañarnos durante la venta de la casa, que es mañana. Creo que piensa que hay algún motivo oculto para esta decisión, pero es muy prudente para verbalizarlo. Total, que tiene que estar a punto de aterrizar y…

Elvira siguió hablando, pero yo no era capaz de escuchar. Sin previo aviso mi cuerpo estaba fuera de control. Me dolía el estómago, me tamborileaban las sienes e incluso me temblaban las manos, que rápidamente guardé en los bolsillos. No entendía por qué estaba pasándome eso. Llevaba sin ver a Marta cuatro años, desde su despedida. Casi no habíamos hablado desde entonces, salvo algún comentario tonto a través de las redes sociales, y de repente, aquí estaba, nervioso como un niño la mañana de reyes.

—¡Aquí estás, hija!

Ahí estaba.

“Mierda”,    pensé    mientras    me    metía     rápidamente    en    la     piscina     casi     a     media noche.

Desde el agua pude observarla. Estaba igual que la última vez y, al mismo tiempo, totalmente cambiada. Su físico podía tirar a un hombre a la piscina a horas intempestivas sin previo aviso, con esos rizos oscuros, proporciones griegas y su sonrisa perfecta que siempre le iluminaba la cara. La timidez que solía acompañarla ya no estaba. Sus gestos eran decididos y seguros, aunque seguía sujetándose el pelo de esa manera tan elegante cuando se inclinaba a saludar.

“Pero ¡qué buena está!”, grité para mis adentros.

Empezó a mirar a su alrededor como si buscase algo o a alguien y me encontré desesperadamente deseando ser yo. Mis fantasías se descolocaron cuando se acercó descalza al bordillo y se sentó al lado de donde me encontraba.

 

—¡Cuánto tiempo, Pablo! —Había un tono de reto en su voz… y esa sonrisa. Tuve que hacer un gran esfuerzo para poder encontrar algo de naturalidad.

No sé cuánto tiempo pasamos en aquel rincón de la piscina hablando y riendo, como aquellos que fuimos tantos años atrás en aquellas escaleras. Por qué nunca fue nada más que un momento no lo recordaba, ni tampoco importaba ya. Durante lo que me pareció un breve minuto, Marta me contó emocionada cómo era su vida alemana, intensamente centrada en el trabajo, pero repleta de momentos absurdos, muchos de ellos con Astrid, una berlinesa semialcohólica, lo habitual en el lugar, dedicada al loco mundo de la banca de inversión.

No surgieron los novios, ni los exnovios, ni por qué seguía yo en esa casa que nos había visto crecer. No hubo tiempo. Los mayores recogían ya el guateque improvisado y acudían a despedirse.

Temblé mentalmente intentando buscar una excusa para retenerla un rato más allí abajo o donde fuera. No estaba listo para que se marchase.

—Marta, cielo, que mañana por la mañana nos esperan en la notaría.

—Lo sé, mamá. No te preocupes, que seremos puntuales. Voy a quedarme un rato más con Pablo, que me está contando una historia muy interesante. —Me miró divertida y decidida, mientras yo solo quería besarla y tenerla entre mis brazos—. Aún no hemos acabado —qué tortura de sonrisa—. No me has contado nada de ti, ni de qué haces aquí en casa.

No quería perder el tiempo con mis historias, ni contarle que mis padres se habían mudado a la casa del campo, cerca del centro de desintoxicación en el que había ingresado otra vez mi hermana. No quería contarle que hacía tres años que no me arriesgaba con nadie más de un par de días. Solo quería ver esa sonrisa que me tenía atrapado. Así que me centré en lo positivo y alegre: mi rápido ascenso profesional y mi afición creciente por los trails de montaña. Y sin saber cómo, todo lo demás se lo contó mi boca.

Sin más, cuando terminé de hablar, o eso creo, su suave mano se movió hacia mi barbilla, para besarme tiernamente al principio, intensa y demandante después. Fue una noche tan increíble como inesperada.

A la mañana siguiente, mientras yo terminaba de convencerme a duras penas de la existencia de la noche anterior, los Garlaque vendieron su casa, en la que se quedarían un mes mientras se deshacían de los últimos trastos y organizaban bien su nuevo hogar con ruedas.

La verdad es que la caravana era una auténtica pasada. Nunca me hubiera imaginado que pudieran tenerse tantas comodidades en un trasto de esos. Por fuera era muy moderna y disponía de un toldo automático de seis metros, toda la longitud del vehículo, que resultaba en una terracita que ya quisiera mucha gente; además la habían equipado con ruedas de invierno, para no preocuparse demasiado por las inclemencias del tiempo. Por dentro sorprendía lo lujosa que era. ¡Si hasta tenía suelo radiante y chimenea! La encimera de la cocina era de piedra, más moderna que la de mi casa, los electrodomésticos

 

eran de primera calidad, incluyendo una Nespresso último modelo integrada. Las dos camas de matrimonio tenían una pinta espectacular y llamaban a probarlas. Incluso el volante se quitaba para que no te robasen el auto y hacer más espacio en el salón cuando girabas los sillones delanteros, que, por supuesto, como toda esa estancia eran de una finísima piel de color blanco. Su plan era poner rumbo al sur de España para aprovechar bien las playas con el buen tiempo y llegar en invierno a las lejanas tierras del norte de Europa, para disfrutar entonces de las auroras boreales, me había contado Marta con cierta admiración y envidia.

Ella se quedó dos semanas ayudando a sus padres con todos los trámites. No hubo un día en que no nos viéramos y exprimiéramos cada minuto. No quería separarme de ella. Estar juntos era fácil, normal y fluido. Con ella respiraba mejor, como ese soplo de aire fresco que te llena los pulmones en la sierra. Nunca había tenido eso y creo que ella tampoco. Y no quisimos que se acabara.

Nos costó medio año que mi empresa me movilizase a nuestra sede de Stuttgart, a dos horas y media de Frankfurt, tiempo que empleamos para organizar la boda y nuestra futura vida. Más de uno nos tildó de locos. La fiebre de los Garlaque, lo llamaban nuestros vecinos, y he de decir que esa frase me encantaba.

Nos mudamos a Espira, una pequeña ciudad a mitad de camino entre ambos trabajos y a orillas del Rin, una de las ciudades más antiguas y con mayor encanto del país. Allí compramos una casita con un gran jardín, donde los Garlaque aparcaban frecuentemente su caravana, para vivir largas temporadas en la comodidad de nuestra casa y, de vez en cuando, poner rumbo a Zaragoza o a Finlandia, para ver al resto de la familia, quienes de vez en cuando se dejaban caer por casa, especialmente durante el verano. Con el tiempo aquella vieja caravana se convirtió en nuestro plan de vacaciones favorito con nuestros tres diablillos, que, como sus abuelos, disfrutaban tremendamente de la aventura de poder dormir donde fuera, con la menor antelación posible.

Cuando fue demasiado antigua para transitar, el hogar móvil se convirtió en la casa de la piscina. Siempre estuvo limpia y bien cuidada. No podíamos deshacernos de aquel loco artilugio que tanto nos había dado, mucho más de lo que cabría en ninguna vivienda del tamaño que fuera.

Gracias a la vieja caravana y, sobre todo a Elvira y Manuel, la “Fiebre de los Garlaque”, ese carácter insólito e indomable de aspirar a vivir la vida bajo los términos de cada uno, se convirtió en el estandarte familiar y, ¡ojalá trascienda generaciones!

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