RELATO – CAROLINA HERNÁNDEZ JIMÉNEZ

Por Carolina Hernández Jiménez

Era una tarde de verano como otra cualquiera. Elena se quitaba el sudor de la frente con la mano y después se secaba en el viejo mandil. Tenía sesenta y cinco años, pero la vejez se le había instalado pronto. Su pelo canoso recogido en un moño dejaba ver aquella delgadez de su rostro, donde las arrugas se abrían camino de manera inexorable. Se encontraba en aquella cocina, limpiando los boquerones que prepararía para la cena. Hacía tiempo que vivía ensimismada en una burbuja. El bullicio no entraba en su vida y, en cambio, la rutina más austera marcaba su día a día.
Aún podía recordar aquellos momentos pasados en los que sin saberlo fue feliz.
En ellos, aquella casa era un incesante jolgorio, primero cuatro niños pequeños que se llevaban entre uno y dos años y no dejaban asueto a sus entusiasmados padres. Los días pasaban ajetreados y hoy Elena pensaba que también habían tenido retazos de felicidad
en aquella época trepidante llena de vida.
Todavía recordaba la sensación que le causó Antonio el primer día que le conoció. Era un elegante funcionario llegado al pueblo para trabajar de administrador, cuya procedencia nunca fue precisa. Lo que sí lo fue era la impresión que había causado en Elena, que quedó cautivada por este derroche de seguridad armado en casi dos metros. No fue ningún impedimento para ella, que no medía más de uno sesenta y que su ligera y disimulada cojera menguaba un poquito más.
Antes creía que las familias que acababan desgarradas no habían tenido comienzos felices, de amarse hasta no poder pensar que se pudiera acabar nunca, con ganas de un futuro perfecto, que sólo tiene que ser muy deseado. Pero hoy, mientras de manera autómata atendía los preparativos de la cena, pensaba que todas las familias comienzan imaginando una maravillosa tribu unida por la cooperación, la generosidad, la dicha y la concordia y que esto, en algún momento, podía venirse al traste sin saber del todo que había ocurrido y cómo se podía pasar de la dicha a la amargura sin que mediara todas las terribles condiciones que uno asocia a estas desdichas, siempre ajenas a uno mismo.
Aquella casa grande, llena de vida hace muchos años, había sido lugar de encuentro de los familiares y amigos para disfrutar de aquel reducto de paz cerca de la
ciudad, en la serranía de Córdoba.
Elena, tan hospitalaria y bondadosa, morena de ojos verdes, con unas curvas que se encargaba de ensalzar con maestría a la vez que disimulaba su pierna comida por la polio. Eso no la restaba nada a su estética armoniosa y elegante. Era culta y trabajadora.
Cuando no atendía a su panadería, leía, exprimiendo el tiempo que Amalia, la jovencita del pueblo, estaba en casa al cuidado de los niños. A Antonio no le parecía que atender la panadería fuese propio de una mujer de su estatus, pero sabía que mantenerla entretenida era un pasaje a su libertad, de la que él gozaba sin cuestionamientos.
Elena conjugaba la atención de su panadería con la crianza de sus cuatro hijos y la admiración loca por su marido. Este, muy dedicado a su trabajo de administrador del pueblo, le gustaba después relajarse en el casino con sus amigos, donde a veces, entre copas y partidas, llegaba a casa bien entrada la noche. Esto se iba haciendo más habitual. Antonio había agudizado sus costumbres y las ausencias empezaban a hacerse más largas. Seguía encontrando a Elena dormida en el sofá con una manta, como había hecho siempre, hasta que el llegaba, la avisaba y entonces se iban a la cama. Nunca antes de que él llegara. A veces amanecía en aquel sofá.
Los niños iban creciendo, a la par que los problemas y los apuros económicos que empezaban a hacerse muy patentes. Elena tuvo que prescindir de su adorada Amalia, que, además de ayudarla con las tareas y los hijos, se había vuelto una confidente y fiel observadora de todo el sufrimiento que era capaz de ir acumulando aquella mujer buena que vivía en la más absoluta soledad desde hacía tanto tiempo. Y así desaparecieron sus momentos de lectura y su tiempo discurría entre el trabajo agotador de la panadería y el que tenía en casa, donde llegar a los mínimos con la ropa,
la comida, la limpieza y la atención a sus hijos era cada vez más titánico. A este aumento de trabajo se le iba sumando esa pérdida adquisitiva que sinuosa pero implacablemente se iba evidenciando en las necesidades básicas a las que no se llegaba desde hacía tiempo.
Antonio dejó de esmerarse en poner excusas que hicieran ver lo transitorio de esa vida que le devoraba, aquellos placeres que habían amenizado su vida haciéndola compatible con aquella estampa familiar, eran ahora cadenas que ya no le volverían a dejar volver a lo que construyó años atrás.
Las tardes daban lugar a las noches en el casino, la bebida y el juego inyectaban a Antonio una euforia que convertía en risas y jolgorio para terminar en la cama de Inés, esa solterona del pueblo que siempre estaba dispuesta a consolar a cualquiera que a cambio le dejara una propina para seguir viviendo. Aquel esporádico consuelo empezó a convertirse en asiduo para Antonio, quien casi de manera irremediable acababa en su casa cada día. Sus venidas a casa empezaron a espaciarse y se convirtieron en temidas, llegaba a casa comido por el mal humor que volcaba sin reparo sobre la doliente Elena, que albergaba la esperanza de que algún día volvería a tener aquel hombre que ella recordaba. Y que esta actitud sería pasajera, acabaría cuando no tuviera tanto peso y
responsabilidad con el trabajo.
Los rumores empezaron a correr como la pólvora por el pueblo, llegando incluso a Elena, que había convertido su vida en una fortaleza al margen de todo lo que atentara contra su familia. Pero el enemigo estaba dentro. Y aquella soledad en ese camino que se prometieron juntos empezó a hacer más mella que la propia certeza de su marido compartiendo camas ajenas.
Ella, atrapada por el compromiso con sus hijos y aquel trabajo que ya apenas alcanzaba debido a las interminables deudas de su marido, solo veía que su única salida era seguir, a sabiendas que se iba metiendo más en el foso.
Abatida por la tristeza de ver a sus hijos pasar penurias económicas que sumaba a la ausencia ya no disimulada de Antonio y ver la mofa de los compañeros más crueles de los niños por las andanzas de su padre, que no solo no se ocupaba de ellos, sino que les hacía ser avergonzados, hacían que Elena no dejara de pensar en cómo acabar con aquel tormento sin añadir más desdicha a esos niños.
A veces, las soluciones a grandes problemas llegan de manera inesperada. Una mañana en la que la desesperación era máxima, llamaron a su puerta para reclamarla aquella casa que ella había heredado de sus padres junto con la panadería. Elena lloró desesperada durante horas por aquel reclamo, fruto de las deudas de su ausente marido.
Se consumó la traición máxima despojándola de todo lo que había sido parte de su familia y ella afanosamente había perpetuado. Aquel forastero de bigotito de señorito andaluz, andares elegantes y altura imponente acababa de asestarle el jaque mate. En ese momento esa imagen a la que vivía anclada cayó para permitirle seguir camino.
De aquella situación, Elena pudo ver que le traía su tan ansiada huida, nunca consumada, esta vez legitimada a los ojos de aquel convencional pueblo de principios de siglo. Así que salió con un hatillo por cada hijo, dejando aquella casa para refugiarse en el pueblo que se encontraba a un día a caballo, donde ahora vivían sus padres. Un piadoso vecino montó a los niños y a Elena en la carreta y los llevó al que se había convertido en la libertad de Elena.
No sería hasta muchos años después, una vez fallecido su marido, cuando vinieron a avisarla de tal acontecimiento. Ella, que en estos años se había ido desprendiendo del rencor, dando paso a un dolor nostálgico que convivía con ella amigablemente, no dudó en acercarse al sepelio al pueblo, como la esposa que todavía era, con sus hijos ya mayores, con trabajo y familia. En el entierro se le acercó una anciana mujer, que era la viuda del que se cobró la deuda con su casa. Había permanecido ajena a esta historia hasta que su marido le confesó la procedencia de aquella propiedad. La había intentado buscar sin éxito porque no podía vivir llevando en la conciencia la imagen de aquellas criaturas saliendo de su casa una madrugada inesperada. Allí le devolvió la llave al considerar que aquella propiedad era legítimamente de Elena, ante la atenta mirada de un testigo lejano en la colina, que parecía dar fe de que a nadie se le puede arrebatar lo que es suyo. Elena quiso ver en aquella irreconocible mujer por el maltrato del tiempo, a la que un día le robaba sus noches jóvenes con Antonio. Y con compasión sintió como se le llenaron los ojos de lágrimas, arrastrando todo. No supo cuánto tiempo estuvo absorta en los recuerdos, hasta recibir el abrazo de su hijo mayor, que cariñosamente la cogió del brazo para recuperar aquella casa en la que una vez fueron felices

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