UN PARECIDO RAZONABLE- Ana Ausín Antolín

Por Ana Ausín Antolín

“Yo creo que está bajo el sol de alguna isla exótica”. “Yo no creo que supiera nada, el detenido es su marido”. Eran tan sólo algunas de la opiniones durante el café del descanso, cuando de repente, un repartidor acompañado por la recepcionista, hizo entrega de una cantidad abundante de comida de uno de los mejores restaurantes de la ciudad. Consentir el paladar de los sanitarios es una manera muy efectiva de ganarse su favor, pero más aún si se adereza con un suculento chisme, y este no dejaba indiferente a nadie. Con la comida llegó una carta de Laura, donde se mostraba agradecida por el tiempo con nosotros, pero que ante la sucesión de los hechos que todos conocíamos, había decido hacer un impasse para reflexionar. Con la incertidumbre de su paradero, consiguió, una vez más, centrar la atención en ella, con una pregunta que resonaría en la que cabeza de todos los que la conocimos ¿Qué habrá sido de Laura?

Dicen que ver a tu doppelgänger no es un buen augurio. Lo supe desde el momento en que me la presentaron y me vi reflejada en ella. Prácticamente idénticas. Los compañeros de trabajo a nuestro alrededor nos miraban incrédulos, comentarios y risas que escuchaba pero no entendía, porque mi cabeza aturdida tan sólo pensaba “no puede ser”.

La obligación social me hizo ser educada y amable con Laura, pero a su lado ya no me sentía única, y odié esa sensación.

Yo, Amanda, llevaba apenas un año trabajando como enfermera en el hospital donde se acababa de incorporar, también como enfermera, Laura. Era la primera vez que ejercía como tal, porque a pesar de mis cuarenta años, me había dedicado a la investigación en mi campo. Todavía me sentía torpe, temía que mis compañeros, y sobre todo los pacientes lo notaran; me obsesionaba lo que los demás pensaran sobre mí en un ambiente laboral que sentía muy exigente. Ahora, para más inri, las comparaciones entre mi sosias y yo, resultarían inevitables. Me ocasionaba ansiedad pensar qué atributos resaltarían los compañeros para diferenciarnos. En el aspecto físico, concluyeron que yo era más baja y con algo más de peso. Siempre pensé que tenía una cara un tanto infantil que no reflejaba mi verdadera edad, pero ahora resultaba que se me notaban las patas de gallo; cosa que a Laura no, lo que le sirvió de pretexto para presumir una rutina de cuidado facial que varias apuntaron ávidas por imitar, teniendo en cuenta que funcionaba a la luz de nuestro ejemplo, ya que éramos de la misma edad. Nuestra mirada azul aparentemente resultaba más clara en ella. También tenía mejor manejo de los peines, pues lucía lisos, ondas y recogidos varios, en la media melena negra (que yo regularmente recogía en una práctica coleta), que despertaban la curiosidad de varias
compañeras, lo que dio nuevamente pie para que presumiera de lo sencillo que le resultaba con un secador bastante caro, pero que sin duda recomendaba.

Este juego de encontrar las diferencias en el que se había convertido la rutina laboral, hacía que retrocediera en la recuperación de la autoestima tras mi divorcio. Otra diferencia más, pues ella estaba casada desde hacía diez años y tenía un niño pequeño.
Cosa que me contó cuando quería saber más sobre mí, pues insistía en que los doppelgänger tenemos gustos, hábitos y vidas similares, ya que se había documentado en profundidad sobre las personas iguales sin ningún parentesco común. No me molestó tanto la pregunta incómoda, sino la conmiseración reluciente en su supuesta cristalina mirada.

Había aguantado con resignación en el trabajo, pero en la intimidad de mi casa, tenía que hacer verdaderos esfuerzos para conservar la calma, ante las comparaciones en las que siempre resultaba perdedora, ante esa mezcla de Isabel Preysler y Florence Nightingale.
Por si fuera poco, comentaban las compañeras que habían tenido la inmensa suerte de acudir a una merienda en su chalet, cuando afortunadamente yo tenía que trabajar, que su decoración presentaba un estilo moderno pero elegante, que destacaban los colores
claros y que aun así, se veía limpia y organizada, lo cual, según ellas, era de admirar. Las recibió con una falda de estampado tartan, jersey de cuello cisne azul y botas altas marrones, pura sofisticación. Obviamente la comida vino de otro planeta, cupcakes variados que ella misma había elaborado. Como colofón, presumió todas las bondades desu nuevo coche Tesla. Esa vida acomodada, era gran parte por el sueldo del marido de Laura, que al parecer tenía una exitosa empresa de transporte, ya que todas sabíamos que nuestro sueldo no alcanzaba para esos lujos.

A duras penas lograba estar tranquila, ya que se trataba de cosas personales que no habían interferido en el trabajo. Pero cuando el paciente de la cama 304, me dijo que prefería que la cura diaria se la hiciera Laura porque era más simpática, y tenía “mejor mano”, fue la estocada a muerte. Aún peor fue su palmadita en mi hombro mientras empujaba el carro de curas hacia la habitación. Esto requirió una ración extra de galletas y hablar más de lo habitual conmigo misma para determinar qué estaba pasando ¿Era producto de mi inseguridad o ella realmente disfruta compadecerme y sentirse superior?

Me repetía a mí misma que yo también tenía buen gusto para decorar mi nueva casa en solitario, que ejercíamos la misma profesión y que yo además era investigadora. No tenía su rutina diaria de cuidado, no era tan tenaz en ese aspecto de mi vida, pero sí en el trabajo, gracias a lo que pude publicar un artículo, en una prestigiosa revista, sobre heridas crónicas, lo que fue muy aplaudido en el hospital. Pocos días después, en el hervidero de chismes que es la sala de descanso, me enteré de que ella lo había menospreciado diciendo que no era para tanto, “que ni hubiera descubierto la cura contra el cáncer”.

Paradójicamente, esas palabras tuvieron un efecto inesperado en mí. Lejos de hundirme, me dieron el valor suficiente para reconocerme y sentir algo de paz en mi infierno personal, pues resultaba que no era la única insegura. Bien dice el refrán que “no es oro todo lo que reluce” y lo pude constatar aquella tarde en el centro comercial. Mientras introducía la compra en el maletero, miraba con empatía bajo las tenues luces del parking subterráneo, cómo una mujer trataba de aparcar en marcha atrás, entre dos coches, en la limítrofe plaza de garaje. La impaciencia del que supuse su marido, comenzaba a incrementar dando instrucciones enérgicamente, lo que provocó que los allí presentes, también empezaran a prestar atención a una escena que cobraba por instantes más violencia. Las instrucciones se transformaron en gritos de
menosprecio, insultos varios aludiendo a su torpeza e inutilidad, acompañados por unos no menos sonoros golpes en una de las ventanillas traseras, que cobraron mayor dramatismo al no apreciarse ningún otro ruido alrededor, sólo el incómodo silencio de los testigos. Quise decir algo, de hecho ya había cerrado la puerta del maletero y dirigía mis pasos hacia allí, cuando la mujer en su desesperación, se equivocó nuevamente con las instrucciones, y en vez de encender la cámara trasera del vehículo, encendió la luz del
habitáculo. La iluminación reveló una escena que jamás pensé que vería, a Laura temblorosa secándose las lágrimas; tarea en la que puso más empeño cuando me vio de frente. No hicieron falta las palabras, con la mirada lo dijimos todo, al fin y al cabo la suya era más transparente. No anhelaba mi defensa ni yo deseaba dársela, sólo queríamos alejarnos la una de la otra. La escena dejó de asustarme porque tenía más miedo de mí misma, me alegraba por lo que acababa de presenciar. Por otra parte, me enorgullecí
porque por lo menos yo tuve la valentía de dejar al hombre que me trataba así. Creo que Laura no estaba tan desencaminada y resultó cierto que los doppelgänger tenemos hábitos similares.

La tarde siguiente, sabía que ella había trabajado en el turno de esa misma mañana y que nuestro encuentro era inevitable. Supuse que querría advertirme para que no dijera nada que destruyera su portada de vida de revista, pero siempre me había considerado una
persona discreta; por lo pronto me conformaba con sentirme mejor que ella, lo cual me permitía alcanzar mi tan ansiada paz. Cuando llegué a la unidad, los compañeros en turno estaban arremolinados alrededor de Laura, que sostenía un enorme ramo de flores blancas de diversas variedades. Respondía ruborizada a los comentarios envidiosos de “vaya marido”, “ojalá el mío fuera así”, “cómo te quiere” con un tímido “Ya lo sé, soy muy afortunada”. Cuando se percató de mi llegada, me clavó la mirada y lanzó la siguiente flecha, como leyéndome el pensamiento, que impactó directa en mi corazón: “Ayer tuvimos una peleílla… Es su manera de disculparse. Nosotros sí podemos arreglar nuestras diferencias”. Me sentía ebria de poder, conocía ese patrón y a mí no me engañaba, pero claro, Laura no sabía las causas de mi divorcio, jamás profundizo en ellas cuando me preguntan.

La tranquilidad de este estatus quo pronto se vio interrumpida una tarde de turno. Me quedé viendo a un hombre latino de unos treinta años, que avanzaba por el pasillo mirándome fijamente. Supuse que se trataba de algún familiar y que quería preguntarme algo. Me sentí amenazada por la forma agresiva en que me miraba, por lo que deduje que más bien querría quejarse de algo. Avancé hacia él y cuando estuve a unos dos metros de distancia, sacó una pistola. Me dijo una frase que no logré entender, salvo la última  palabra: ella. Todo fue tan rápido que cuando quise darme cuenta, sentí un dolor que me quemaba el pecho y el abdomen. Estaba tendida en el suelo y veía cómo la  sangre ganaba terreno al blanco de mi uniforme. Alguien gritó ayuda y raudos mis compañeros acudieron a socorrerme.

Tuvieron que realizarme una cirugía para extraerme la bala del estómago. Ahora me encuentro recuperándome en una cama de mi hospital, donde no dejo de dar vueltas a lo sucedido. De acuerdo a la policía, el sicario no tenía la intención de matarme a mí, sino a Laura, pero se equivocó por nuestro parecido físico. Me explicaron que su marido colaboraba con un cárter transportando droga en sus camiones. La avaricia le hizo quedarse con algo de un alijo para negociar por su cuenta. Le habían amenazado con hacer daño a su familia si no lo devolvía, pero no le importó, como no le importaba Laura.

Mi versión, conocerla sacó lo peor de mí, me descubrí deseando y alegrándome por el mal ajeno. Pero hay alguien peor que yo: ella. No sé lo que me quiso decir el asesino, (y no tengo manera de saberlo, pues curiosamente murió en la autopista al caerse de la
moto en la que huía), pero no se me ocurre la manera de completar ese “ella” sin que sea parte de un retorcido plan: “de parte de ella”, “un regalo de parte de ella”, “no te metas con ella”… Creo que Laura sabía tanto del negocio como su marido, y que con el encargo de mi muerte conseguía matar dos pájaros de un tiro: quitarme de en medio y culpar a su esposo. La jugada le ha salido perfecta, porque aunque sigo viva, no tengo manera de demostrar nada, sólo un “ella” que he completado desde un sentimiento tan antiguo como
poderoso para matar, la rivalidad femenina. De acuerdo a su carta, Laura está en una especie de paréntesis sobre su futuro. ¿Otro país? ¿Otra ciudad? En definitiva, otra vida, pero la misma mirada aparentemente cristalina.

A mí tampoco me ha ido tan mal. Vuelvo a ser yo, sólo yo, disfrutando de la atención y los cuidados de mis compañeros en mi papel de inocente víctima-heroína, que sin proponérselo salvó la vida de su enemiga. Yo también deseo ser amada, no en vano es el significado de mi nombre.

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