UNA HISTORIA QUE TODAVÍA RESPIRA – Paolo Michelle Denis
Por Paolo Michele Denis

¿Cuánto tiempo hace falta para poder leer y recordar sin dolor?
Durante muchos años, esa pregunta fue parte de mi vida sin que pudiera nombrarla. La respuesta parecía lejana, enterrada bajo capas de silencio familiar, bajo una historia que fue vivida pero nunca contada. Hasta que un día, mi hijo, con la naturalidad que tienen los niños para preguntar lo esencial, me miró y dijo: “Papá, ¿por qué el abuelo estuvo preso?”.
Entonces supe que había llegado el momento de recordar. Y para hacerlo, comencé a leer. Leí el expediente 1341. Leí entre líneas. Leí los vacíos, los gestos callados que habían quedado flotando durante décadas en la memoria familiar. Mi padre, detenido político durante la dictadura uruguaya, había pasado más de doce años en prisión. A nosotros, su familia, nos quedó el vacío de su ausencia, las visitas a través de un vidrio grueso, los silencios en la mesa, la palabra medida.
Yo era apenas un niño cuando íbamos al penal. El ritual era siempre el mismo: levantarse temprano, alistarse con una mezcla de ansiedad y nervios, recorrer un camino lleno de control, identificaciones e inspecciones. Recuerdo las largas esperas, el frío de los pasillos, las miradas desconfiadas de los guardias. Llevábamos dibujos, cartas, algo para que supiera que seguíamos pensando en él. Pero el contacto era breve, vigilado, artificial, separados por un vidrio. Un teléfono con ruido metálico era nuestro puente. Y, detrás de nosotros, la sombra permanente del funcionario que anotaba cada palabra.
Como tantos otros hijos, no entendíamos por qué nuestros padres estaban allí. No sabíamos de tribunales militares, ni de sanciones por cantar, ni de torturas. Solo sabíamos que papá no estaba. Que lo veíamos tras un cristal, y que, al salir del penal, había que seguir como si nada.
Durante mi infancia, no mentí sobre su trabajo. Mostraba fotos de él en la sala de operaciones, vestido con su ropa de cirujano, en plena tarea. Era una forma de mantenerlo presente, de sentir que seguía siendo parte de mi vida, aunque no pudiera verlo libremente. Pero en la familia, la versión oficial era otra: se decía que estaba trabajando en el exterior. Era una forma de protegernos, de protegerme. A esa edad, era difícil entender por qué alguien que salvaba vidas podía estar preso. Y más difícil aún, explicarlo sin que doliera.
La niñez fue una etapa especialmente confusa. Mientras mis compañeros hablaban de sus vacaciones o de los logros de sus padres, yo me debatía entre el orgullo y el desconcierto. Nadie me enseñó a convivir con una historia silenciada. No podía preguntar, y si preguntaba, la respuesta era una mirada o un gesto esquivo. Había aprendido a leer los silencios con la precisión de un adulto, a descifrar en las pausas lo que no se podía decir en voz alta. Me volví introvertido, hipervigilante, atento a los detalles. Aprendí a cuidar las palabras como si fueran frágiles y a ocultar las emociones para no romper el equilibrio.
Crecí con una mezcla de orgullo y vergüenza, sin saber exactamente de dónde venía cada emoción. Por un lado, lo admiraba. Por otro, lo ocultaba.
Porque la sociedad también era cárcel. Porque el miedo persistía incluso después de salir del penal. Porque la libertad no llegaba con la liberación.
Mi madre fue una columna silenciosa. Ella no fue encarcelada, pero también fue víctima. Resistió en lo cotidiano, en la crianza, en la espera. Sostuvo una familia con la dignidad de quien no necesita medallas. Nunca dejó de creer en él. Trabajó, cuidó, protegió. Se convirtió en madre y padre, compañera y refugio. Su silencio también fue una forma de lenguaje. Su esperanza, una guía invisible pero constante.
Al llegar a la adultez, entendí que no se trataba solo de conocer la historia, sino de integrarla. No bastaba con saber que mi padre había estado preso; necesitaba saber quién había sido antes, durante y después de esa experiencia.
La figura del “ex preso político” era pesada, sí, pero incompleta. ¿Qué sueños tenía? ¿Qué temores? ¿Cómo fue para él reencontrarse con el mundo después del encierro? Preguntas que no siempre obtuvieron respuesta directa, pero que comencé a responderme reconstruyéndolo a través de sus gestos, de sus silencios, de sus actos cotidianos.
Con los años comencé a juntar fragmentos. Un recuerdo aquí, una frase allá. Imágenes de aquel hombre que regresó distinto de la prisión, pero con una serenidad que nunca supe si era resignación o sabiduría. Había algo en su mirada, una especie de distancia, como si siguiera observando el mundo desde detrás de aquel vidrio grueso.
Volver a leer su expediente fue un acto de memoria y de reparación. En esos informes fríos, plagados de jerga militar y burocrática, aparecían detalles que me conmovieron profundamente. Lo sancionaron por “actuar con ironía”. Lo sancionaron por cantar. Por pensar. Por no someterse del todo. Allí estaba él, resistiendo a su modo, manteniéndose en pie. Sin armas, sin violencia, solo con
su dignidad.
Yo crecí intentando entender. Había veces en que lo veía como una figura admirable; otras, como un hombre ajeno, difícil de alcanzar. La prisión no solo lo había alejado físicamente: lo había marcado en su forma de hablar, de callar, de moverse por el mundo. No hablaba mucho del pasado. No porque no quisiera, sino porque había aprendido que el dolor, a veces, se guarda mejor en el pecho que en la boca.
Mucho tiempo después lo acompañé a recuperar su credencial cívica.
Había pasado años sin derechos políticos, sin siquiera poder votar. Recuerdo ese día con una claridad punzante. Subimos juntos al ómnibus. En uno de los asientos, viajaba uno de sus torturadores. Lo reconocimos los dos. El hombre desvió la mirada. Mi padre no. Lo miró con la misma firmeza con la que me hablaba cuando me enseñaba a no odiar. No hubo insultos ni venganzas. Solo dignidad. Y yo supe, en ese momento, que había aprendido algo esencial.
Aquella escena fue un punto de inflexión. Empecé a preguntar. A escuchar. A reconstruir. A hablar con mis hijos sobre su abuelo. Les conté que estuvo preso por sus ideas, que fue castigado por cantar, que volvió a casa roto pero entero. Que nunca dejó de ser quien era. Que eligió no guardar rencor, aunque tampoco olvidó.
Con los años también comencé a ver cómo aquel pasado carcelario afectó la salud y el cuerpo de mi padre. Su andar se hizo más lento. Las noches, más inquietas. Había momentos en que parecía estar en otro lugar, como si su mente aún transitara los pasillos del penal. Nunca habló de las torturas, aunque su cuerpo sí lo hacía, en la forma en que reaccionaba ante ciertos ruidos, en la tensión contenida de sus manos, en el modo en que se detenía ante ciertos recuerdos. La prisión había quedado inscripta en sus músculos, en sus huesos, en su respiración.
En algún momento, me enfrenté al hecho de que no solo yo había sido afectado, sino que mis propios hijos heredaban parte de ese legado invisible. No solo querían saber qué había pasado, sino también por qué nunca se habló antes. Preguntaban con una mezcla de curiosidad e inquietud, y entendí que debía dar una respuesta más allá del dolor. No se trataba solo de contarles sobre la prisión, sino de ayudarles a comprender qué pasa cuando una sociedad deja que el miedo sustituya al diálogo, cuando los desaparecidos no están solo en los archivos sino también en los relatos omitidos de cada hogar.
Escribir este relato no fue algo espontáneo. Fue un proceso largo, muchas veces doloroso. Hubo que abrir heridas antiguas, revisar recuerdos que prefería mantener dormidos. Hubo rabia, lágrimas, negación. Pero también descubrimientos. Comprendí que la escritura podía ser un refugio, un espacio donde el pasado dejaba de ser amenaza para transformarse en enseñanza. Que poner en palabras aquello que me habitaba era una forma de sanación. Que recordar no era revivir, sino resignificar.
En muchos países hubo comisiones de verdad, justicia restaurativa, memoriales que ayudaron a procesar colectivamente lo ocurrido. En el nuestro, el camino fue más fragmentado. Muchos aún se niegan a recordar. Otros, directamente, prefieren negar. Y en medio quedamos quienes queremos construir una memoria que no sea solo de los vencidos, sino de todos. Una memoria que permita nombrar las heridas y también sanar.
Hoy, cuando veo a mis hijos crecer, me conmueve saber que tienen la libertad de preguntar. Que en casa se puede hablar del pasado. Que nadie tiene que ocultar quién fue su abuelo ni disfrazar la historia con eufemismos. Esa posibilidad, que para mí fue impensable durante tanto tiempo, es quizá uno de los legados más valiosos que puedo dejarles. La libertad de saber de dónde vienen. La dignidad de una historia contada con verdad.
A veces pienso que este relato no es solamente para mis hijos, ni siquiera para mi padre. Es para mí. Para ese niño que fui y que merecía entender. Para el adolescente que calló más de lo que debía. Para el adulto que decidió mirar atrás sin odio, pero con firmeza. Para todos los que aún sienten que su historia fue borrada, distorsionada o silenciada.
Mi padre nunca pidió homenajes. No buscó medallas, ni compensaciones.
Solo quiso volver a su vida, recuperar su identidad, seguir adelante. Y sin embargo, su ejemplo sigue siendo faro. En sus silencios había convicción. En sus gestos, una ética de la resistencia. Su testimonio, aunque fragmentario, vive en mí como una brújula moral.
Mi padre no fue el único. Fueron miles los detenidos, los torturados, los desaparecidos. Pero cada historia es única. Y esta es la mía. La de un hijo que creció en dictadura, que heredó un silencio, que decidió transformarlo en palabra.
En Uruguay, salimos de la dictadura con apuro, sin las herramientas necesarias para sanar. No hubo pedagogos sociales que ayudaran a procesar el dolor colectivo. Hubo leyes de impunidad, pactos de silencio, páginas arrancadas de los libros, acuerdos políticos que silenciaron archivos para mantener una verdadera falsa serenidad. Pero la memoria, tarde o temprano, pide paso. Y cuando lo hace, no se puede ignorar.
Hoy, cuando mis hijos me preguntan si me dolió, les digo que sí. Que dolió mucho. Que aún duele. Pero también les digo que me enorgullece. Que su abuelo fue un hombre valiente. Que tuvo convicciones. Que no se dejó aplastar.
Que fue fiel a sí mismo hasta el final.
Transmitirles eso es darles una brújula. No para repetir el pasado, sino para construir un futuro distinto. Un futuro donde la dignidad no se castigue.
Donde la memoria no sea un estorbo, sino una herramienta para entender la compleja sociedad moderna.
Dotarlos de herramientas para que sean capaces de analizar con criterio los canturreos de sirenas politiqueras.
Este relato no busca culpables ni absoluciones. Solo quiere contar. Decir en voz alta lo que durante años fue susurrado. Nombrar las ausencias. Honrar las presencias. Mirar al pasado sin quedarse atrapado en él.
Y sobre todo quiere respirar. Porque la historia, cuando se cuenta, respira.
Se alivia. Se transforma. Y nos transforma.
Por eso lo escribí. Porque ya puedo leer. Porque ya puedo recordar.
Porque ya no tengo miedo.
Bajo otros cielos, estos temas puede que no llamen la atención. Quizá parezcan ajenos, lejanos, parte de un pasado superado o de un conflicto que no les pertenece. Pero no lo son. Son la historia viviente de varias sociedades de nuestra humanidad actual. El dolor del silencio, la dignidad frente a la injusticia, la memoria que resiste a ser olvidada: todo eso sigue ocurriendo en distintos rincones del mundo.
Contar esta historia es, también, un acto de solidaridad con quienes aún no han podido contar la suya.
RELATO DEL TALLER DE:
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