“Una misa por el tío Fermín” – MARÍA RIESGO BERCIANOS

Por MARÍA RIESGO BERCIANOS

—¿Por qué? ¿Por qué? —piensa Lora mientras se da un poco de rímel, se pone barra de labios en las mejillas (sí, en las mejillas), lo difumina con prisa y sale escopetada por las escaleras, acabando de colocarse la chaqueta oscura de lino—. Ay… siempre voy tarde por no apagar el despertador cuando suena a la primera…
Su madre ya había llamado para ver por dónde iba. Por supuesto, Lora le dijo que estaba casi llegando, pero que había muchísimo tráfico ese domingo de agosto en la capital.
—Mamá, ya estoy. Te veo. Cruza al otro lado de la calle.
—¡Lora! Llevo esperando más de quince minutos con el calor que hace. No hay forma de que llegues puntual, ni al funeral de tu tío.
—Pero si la última vez que estuve con él fue el día de mi Primera Comunión… No sé por qué te has empeñado en ir, ¡si no nos hablamos con todos esos!
Durante el trayecto, Carmen no paró de contar cosas del tío Fermín: que cómo se había casado con su hermana —que en paz descanse desde hace más de treinta años—, que cómo se quedó con toda su fortuna, que qué mujeres había tenido, los hijos que tuvo con sus tres exmujeres, que qué vergüenza de hombre… que murió solo.
Lora, al volante, sin decir ni “mu”.
—Aparca, creo que es aquí.
—Espero que te hayas acordado de la iglesia correcta. Hay poca gente para haber tenido una vida tan complicada como la que me estabas contando.
—Por eso venimos. Acabó mal con todo el mundo. Y que conste que lo hago por mi hermana, que me estará mirando desde el cielo, que es donde tiene que estar.
La iglesia estaba concurrida. Carmen decide arrastrar a Lora hasta casi el primer banco para sentarse con los familiares. Pero Lora se resiste y, tras una breve lucha, consiguen sentarse en la tercera fila. Carmen saluda con la mirada y se seca unas lágrimas ficticias del ojo derecho. Lora la mira de reojo y suspira. No reconoce a nadie. A nadie nadie.
Mete la mano en la chaqueta y, con horror, comprueba que se ha dejado el móvil cargando en el coche.
Durante la homilía, el sacerdote parece que habla de un tal Fermín, pero de una persona completamente distinta a la que Carmen describió durante el trayecto. Lora le da un codazo disimulado:
—Mamá, ¿estás segura de que estamos en el funeral del tío Fermín? —murmura.
— Shhh —le contesta ella, teatral.
Termina el oficio y Lora va directa a recoger el móvil, ya que su madre parece que va para largo saludando a unos y a otros.
Pero ahí está él.
Delante del coche, con esa sonrisa perfecta, ese pelo perfecto —parece que saca la regla para hacerse la raya al lado—, esa camisa perfecta… y ese inconfundible olor de Aqua di Parma que Lora siempre se aseguraba de que hubiera en casa.
Lora da marcha atrás, caminando casi de puntillas. Espera que no la haya visto. Decide volver a entrar en la iglesia, se arrodilla y esconde la cara entre las manos como si estuviera muy concentrada en su oración. De reojo sigue viendo el barullo en la salida.
De repente, un furor religioso se apodera de ella.
“Por favor, Dios mío, que mi madre no vea a Alfonso. Aquí estoy de rodillas, por favor te lo pido.”
La iglesia se vacía. Solo queda Lora, a la que ya le empiezan a doler las rodillas, pero no quiere salir hasta que él se haya ido. El sacerdote se le acerca, le pregunta si necesita hablar con alguien. Lora le da las gracias: no, no necesita hablar con nadie. Con que su
madre no vea a Alfonso, le vale.
Su madre la espera en el coche. Tiene una ligera sonrisa.
—¡No sabes a quién me he encontrado!
—¿A quién, mamá? —pregunta Lora, al borde del colapso.
—¡A Pitita! Nos hemos puesto al día. No sabes cuánto hacía que no nos veíamos. Desde que cerró Embassy, he perdido contacto con toda esa pandilla tan estupenda que teníamos.
Carmen sigue con un relato detallado de toda su conversación mientras Lora conduce hacia el club para almorzar juntas. Al subir por esas escaleras de mármol, mientras nota cómo los tacones se hunden en la moqueta roja y dorada que tantas novias han pisado ya convertidas en mujeres de pitidifí o cacadufú, no puede evitar mirar con cierta nostalgia el rincón donde siempre se citaba con Alfonso a tomar un Martini antes de salir a cenar.
Eusebio, el camarero delgado, ya entrado en canas, que tantas penas y alegrías ha vivido con Lora, la saluda y le indica que se acerque con la mano.
—¿Cómo estás, pequeña? Tengo una nota para ti —le dice, entregándole un sobreMcerrado mientras guiña un ojo—. Buenas tardes, señora condesa, ¿le preparo lo de siempre?
Lora guarda el sobre en el bolsillo de la chaqueta antes de que su madre lo vea.
—Sí, Eusebio, por favor. Pero con un poquito más de chispa que el de ayer —contesta Carmen—. Hija, ¿te encuentras bien? No has abierto la boca desde que hemos salido de misa. ¿No te habrá llegado una vocación tardía? Te he visto muy concentrada rezando después del oficio.
—Sí, mamá, estoy bien. Voy un momento al tocador. Eusebio, por favor, lo de siempre para mí.
—Anda que, si ahora te quieres meter monja, no sé yo en qué orden te aceptarían a estas alturas. Porque claro, las Hermanas del Salvador no sé si serían el mejor sitio para una mujer como tú. Pero oye, he oído hablar de un nuevo movimiento, Jesu algo, que tiene una pinta estupenda. Mañana voy a hablar con don Antonio, a ver si pudiera orientarte, buscar una orden que encaje contigo. O tú con ellas.
—¡Mamá! Solo he tenido un momento de reflexión… ¡Por favor! ¡No me voy a meter monja! Ahora vuelvo, que me has enrollado y no he ido aún al baño —dice, terminando su Cosmopolitan.
Mientras camina hacia el aseo de señoras, Lora abre el sobre azul forrado de Smythson.
Dentro, un tarjetón personalizado. Es su letra. Huele el maravilloso papel de algodón y reconoce el perfume cítrico: “Biblioteca. 16:00.”
Mira el móvil. Tiene tres llamadas de su agente. Son las 14:45. Puede comer rápido y rezar para que su madre se encuentre con alguna ísima del lugar y pueda escabullirse, piensa Lora.
—Mamá, tengo que irme. Tengo muchísimo trabajo antes de irme a Francia mañana.
—Bueno, hija, pues nada, vete. Yo me quedo aquí con Carmina, que acaba de llegar.
Y por favor, hija, descansa, que te veo unas bolsas en los ojos que no puede ser. Y así no vas a encontrar novio. —Gracias, mamá…
Lora se escabulle. Se conoce el club de memoria. Sube a la cuarta planta. Abre la puerta del fondo mientras el inconfundible aroma a libro y cuero la envuelve. Y ahí está él: su ex perfectamente perfecto, sentado en uno de esos sofás altos de piel, sonriendo mientras ojea su teléfono.
Son las 15:59. “Puntual como siempre”, piensa Alfonso.
—¿Qué hacías allí?
—Lora, buenas tardes. Yo también me alegro de verte. Veo que has recibido mi nota y que has venido.
—Dime, Alfonso, ¿qué quieres?
—¡A ti! —dice, mientras se acerca a abrazarla.
De repente, la puerta se abre. Se separan como si les hubieran electrocutado. Disimulan ojeando los periódicos internacionales que tan cuidadosamente coloca por la mañana el personal del club. Él le pasa la mano por la cintura, y Lora se estremece. Se separa inmediatamente. Alfonso acaricia con disimulo la mano de ella, que siente un escalofrío hasta la nuca.
Sin mirarse, se cogen de la mano y salen por la puerta trasera. Recogen el deportivo.
Lora pisa a fondo para llegar a su casa a las afueras. Suben las escaleras a trompicones, dejando un reguero de prendas como en las películas.
El teléfono de Lora suena una y otra vez.
—Dime, mamá, estoy muy ocupada —dice mientras tapa la boca de Alfonso. —¡No te vas a creer lo que me ha contado Carmina! ¡Alfonsito Von der Hanberg! ¡Ese noviete que tuviste hace tiempo! ¡Está en Madrid! Estoy segura de que ha vuelto por ti.
No sé si deberías irte mañana a Niza. Es un partido fabuloso.
—Gracias, mamá. Ya le llamaré. De verdad, ahora mismo estoy muy muy ocupada — contesta Lora, dejando caer el móvil mientras ella y Alfonso estallan en carcajadas.
Carmen llama corriendo a Pitita:
—¡Confirmado! ¡Lora y Alfonsito vuelven a estar juntos! Ay… ¡Bendito funeral del tío Fermín!

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