UNA RESPUESTA – MARIA ARÁNZAZU DE LA GUERRA

Por MARIA ARÁNZAZU DE LA GUERRA

Desde mi cuarto podía oír las olas y el sonido del faro en los momentos oscuros, cuando caía la noche, la niebla o la bruma. Vivíamos en un tercer piso donde se veía la montaña cercana y se adivinaba el mar detrás de los tejados de las casas bajas situadas en la playa. A orillas del Cantábrico la vida era sencilla para una niña de ocho años: jugábamos en la calle, trepábamos por las rocas, resbaladizas por el musgo y con olor a erizo, vivíamos mil aventuras diarias. En cuanto aprendí a montar en la nueva bicicleta roja, sin apenas llegar al suelo con los pies, recorría el muro de la playa con cuidado de no derrapar en los restos de arena dispersos.
Pero el mar, el mar era distinto: era imponente y salvaje. Las olas galopaban en series desde lejos con un bramido; al retirarse dejaban surcos y hoyos y arrastraban a su paso juguetes, toallas, chanclas o a veces personas. Si clavabas los pies en la arena, justo donde llegaba el agua, se hundían deprisa por la fuerza de la resaca.
El rugido de las olas parecía un trueno largo, la espuma saltaba altísimo, el mar se tornaba blanco, como entre nubes, hasta que se confundía un instante con ellas. El aire, saturado de gotas, dejaba de ser nítido, el agua salpicaba desde lejos mientras el fuerte olor a salitre y algas lo envolvía todo.
Me gustaba ver las gaviotas de patas amarillas agrupadas en la arena, mirando al viento, quietas como veletas. Si corrías hacia ellas saltaban al vuelo en bandada; sonaban tanto sus rápidos y bruscos aleteos que daba la sensación que podían arañarte al pasar por encima. Me remangaba los pantalones, dejaba tirados los calcetines y los zapatos para correr por la arena mojada y fría o marcar mis huellas. Después metía los pies en el agua, sentía como dolía hasta que se acostumbraban.
En Salinas era habitual la bandera roja junto con otras que acotaban las zonas de baño seguras, vigiladas por socorristas que alertaban de manera preventiva y continua con los pitidos de los silbatos. En el centro, donde la playa se abría, se fijaban gruesas maromas, enormes cabos donde agarrarte. Aún así, cada verano pasaba algo.
Aunque recelosa, me bañaba con la seguridad de mi padre siempre al lado. Me sentía valiente al saltar las olas, sin embargo en ocasiones me tiraban o revolcaban, entonces salía con el pelo enmarañado, lleno de arena y piedrecitas blancas; arañada, con un susto inesperado en el cuerpo, a veces tenía que coger aire muy fuerte porque me había quedado sin él. Para librarme iba hacia al fondo, delante de la rompiente, si es que sabía elegir el momento adecuado para evitar ser golpeada y arrastrada por la densa espuma una y otra vez. No me gustaba tanto el sabor a sal al tragar agua, que dejaba los labios completamente resecos y cortados, ni sentir el traje de baño lleno de arena, además de por los oídos, los ojos o la boca, y te obligaba a escupir o masticar sin remedio los pequeños granos amarillentos.
En los años setenta no todos los niños sabíamos nadar, ni las casas ni los colegios tenían piscina. Al cumplir siete años y no antes, éramos admitidos como socios del club náutico, entonces situado justo encima de la playa, al cual se podía acceder incluso por una escalera de madera retirada con puntualidad cada atardecer. En verano se contrataba un entrenador; desde el punto de vista infantil era cruel, nos trataba sin miramientos: daba igual si hacía frío o llovía a cántaros, daba igual si no querías ir, si temblabas, si implorabas “por favor” o si llorabas aterrada. Si no podías te gritaba: “¡pues haz un poder!”. La clase era ineludible, obligatoria sin manera alguna de esconderse, ni siquiera en las casetas de lona a rayas que cada familia tenía en la playa, al pie del muro, nada más bajar la escalera de madera; incluso allí nos encontraba. Pero al final aprendimos todos y le estoy agradecida.
Mi padre era nadador. Nadaba con aletas y conocía bien las corrientes. Algunas veces, con el agua más calmada, su cabeza se hacía muy pequeña hasta que se perdía de vista en el horizonte; al cabo de un rato, para mi demasiado largo, regresaba con acompasadas brazadas, lentas y largas. Insistía una y otra vez que el mar aquí no es como en otros sitios, aún del Cantábrico: es más fuerte, traicionero y no avisa. Siempre repetía: “No luchéis contra la corriente, es imposible vencerla, os agotaríais enseguida.
Si os arrastra la resaca, dejaros llevar, luego salís por el lado, aunque sea lejos”. Menos mal que nunca me vi en ese brete… Me lo sabía de memoria, pero por desgracia no todos los niños comprendían que no es suficiente con saber nadar. “Lo peor es el pánico”, decía, “hay que conservar la calma y flotar para ahorrar fuerzas”.
Los turistas o veraneantes de pueblos cercanos no conocían el mar; pocos niños sabían desenvolverse, pero iban, se bañaban por lo general en las zonas marcadas, y solían respetar los avisos. Ello no evitaba los accidentes cada verano; recuerdo los corrillos de piernas alrededor de la persona rescatada, precedidos por el revuelo que se organizaba en la arena con los desordenados pitidos de los socorristas; recuerdo el respetuoso silencio, solo roto por sollozos y una vez más, el ruido de las olas que nunca, nunca se calla.
Aquel día de verano el mar estaba azul y brillaba al sol, como todos los días buenos tan esperados del norte, pero también peligroso. Por la tarde se ahogó un niño, enseguida nos lo contaron aunque no lo comprendí del todo: yo estaba delante del náutico y él en el centro de la playa; el mar se lo llevó en un suspiro, no logró salir, no pudieron hacer nada y nunca lo encontraron.
Casi enfrente de aquel lugar estaba la cafetería Las Conchas, en los bajos del primero de los tres únicos edificios ubicados en la playa, junto a las dunas, al final del paseo; desde ahí hasta el club náutico, tras una hilera de pequeños chalets pegados al muro, sólo se encontraba el parque de los patos. No había ruidos de coches ni de bares, no había demasiada gente durante el invierno y todas las caras resultaban conocidas.
De vez en cuando mi padre me llevaba a Las Conchas a merendar un sándwich mixto si no habían conseguido que terminara la comida de casa, algo usual. Me encantaba el olor del pan tostado en la plancha, cómo se estiraba el queso caliente tan cremoso, cogerlo con la mano con una servilleta de papel que absorbía de inmediato la mantequilla, la textura crujiente y el sabor del jamón, sobre todo el serrano; creo que hubiera podido alimentarme exclusivamente de sándwich mixtos y leche fría; así que, terca como una mula, esperaba a ver si, harto o preocupado, me rescataba de las alubias frías ya sin olor desde hacía horas. Paseábamos por el muro y me impacientaba silente cada vez que se paraba a saludar.
No me resultó difícil fijarme en ese desconocido que, en una mesa colocada junto al ventanal, miraba el mar de frente. A mediados del otoño me di cuenta que seguía sentado en el mismo sitio con idéntica actitud. Ese hombre no estaba allí antes, empezó a venir desde que aquel niño se ahogó. Pedaleaba curiosa con la bici roja por el paseo mientras observaba las ventanas de reojo o a veces me quedaba un poco atrás y fingía atarme la zapatilla, solo para ojear mejor. Allí seguía, igual de quieta su inconfundible silueta en la cristalera, día tras día, durante semanas.
Iba cada tarde; se sentaba solo pegado al cristal, siempre mirando al mar. No hablaba, casi no se movía, como si estuviera esperando algo o a alguien, como si quisiera ver cosas en lo más profundo que nadie ve, cómo haciendo preguntas o esperando una respuesta que no llega. Siempre con una taza o un vaso entre sus manos, de la que nunca le vi beber. Se quedaba hasta que se ponía el sol, la tarde oscurecía de manera irremediable y dificultaba observar el mar, que se volvía sombrío e inspiraba frío y crueldad.
Había algo en él que me inquietaba, que no sabía o no podía reconocer. Un miedo de alguien diferente al resto, no como un monstruo de los que se esconden debajo de la cama, sino como si un ser inofensivo viviera en otro mundo y su cuerpo estuviera allí sentado sin nadie dentro. Parecía que escuchaba el mar; me asustaba pensar que hubiera encontrado una forma extraña de comunicarse con él. No pensaba que eso fuera posible.
En aquella época no falló ni un día. Mi padre ya conocía la historia del hombre y se compadecía de él. Nadie le preguntaba nada, hasta los camareros evitaban molestarle.
Pronto se acostumbraron a su presencia, incluso lo esperaban y mantenían la mesa reservada, sin embargo no era necesario porque los clientes la ignoraban aunque estuviera libre. Lo trataban con respeto y discreción, tal vez con demasiada cautela. Ya sabían que era el padre del niño que se ahogó en verano.
Cuando se abría la puerta, el aroma del café recién hecho se mezclaba con el olor del salitre que entraba con la ráfaga repentina. Entonces el hombre, que parecía tomar conciencia, cerraba ligeramente los ojos y trataba de escuchar. A veces murmuraba algo, bajito, para sí mismo, otras parecía ausente, desconectado de la realidad. Cada día, mientras acariciaba levemente la taza o el vaso entre sus dedos, dejaba que el café se enfriase o que los hielos se derritiesen; quedaba entonces evidencia clara que no estaba allí por eso.
Las últimas veces que le vi ya era invierno, me había dado cuenta que llevaba la misma chaqueta de espiga desde hacía días; me fijé bien porque casi choco con él delante del muro. Parecía más delgado, quizás más desaliñado. Le pedí perdón; su mirada vacía evitó el contacto y un amago de sonrisa inicial se tornó en una mueca involuntaria.
Una tarde sin colegio el viento azotaba los cristales de la cafetería con su inconfundible silbido, incluso doblegaba los árboles del paseo, el mar había subido casi hasta el muro, las olas saltaban por encima con demasiado ímpetu mientras lo golpeaban con un ruido sordo, la espuma y el denso olor a mar impregnaban el aire hasta nublar la vista. Resultaba difícil pedalear en esas condiciones pero no quería irme a casa. El agua que me empapó de arriba abajo corría por mi nariz hasta hacerme saborear, una vez más, la sal. Las gotas rociaron la cristalera, y el vaho apenas dejaba entrever la inconfundible silueta allí sentada.
Me quedé paralizada por completo cuando, en ese preciso momento, el hombre salió y pasó a mi lado sin verme, desconectado de sí mismo. Aún faltaba un rato para el atardecer. Caminaba de manera pausada, como si le costara, con las manos relajadas y los brazos caídos; la mirada fija en el mar como era habitual, una mirada intensa, distinta: ahora sus ojos parecían vivos, presos de una extraña determinación. Bajó las escaleras del muro de piedra; descansó en el último escalón, apartó la arena con los pies, se quitó los zapatos y conservó la chaqueta de espiga; no se paró para mirar atrás, como si quisiera evitar perder tiempo o que algo o alguien le detuviera. Me di cuenta que algunas personas se agolpaban en la cristalera, sin hablar; observaban desde el refugio de la cafetería, que no abandonaron.
Entró con lentitud en el agua; antes de llegar a la segunda rompiente desapareció de forma brusca. Por más que lo intenté, no alcanzaba a verlo. En una ocasión creí distinguir una cabeza entre la bruma cada vez más pequeña en el horizonte pero esta vez no volvió.
Aún me pregunto si habrá encontrado una respuesta.

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