UNA VALIOSA LECCIÓN – Candela María González

Por Candela María González

– Deo, venga, lee la frase en voz alta para que lo oiga el resto de compañeros.
Mi mente se fue mucho más lejos, al año 1945, cuando todos los niños del pueblo nos poníamos en fila en la plaza para poder atender a la lección. Una sola pizarra, puesta en medio y en la cual el maestro iba haciendo operaciones y escribiendo frases en función de a quién le tocaba el turno.
Nací en 1934 en Bolaños de Calatrava, un pueblo de Ciudad Real, uno de los más grandes e importantes de Castilla-La Mancha. Uno nunca sabe dónde va a caer al nacer, y la vida quiso que yo fuese la tercera niña de una familia de 13 hermanos: 9 chicas y 4 chicos, todos guapos y delgados.
A una tampoco le avisan de cuándo va a nacer, y se dio la circunstancia de que yo naciera justo dos años antes de la Guerra Civil. No tengo un recuerdo traumático, entiéndame, pero estos acontecimientos hay que mencionarlos.
Mi nacimiento fue un día normal, ni muy caluroso ni muy frío, o eso me decían; y, siendo ya la tercera, se puede imaginar que mi madre parió sin pena ni gloria. No tengo memoria de lo que fueron mis primeros años de vida pero, si lo pienso, todavía recuerdo con claridad aquel día en la primavera de 1939.
Mi familia vivía en una casa muy grande en la plaza del ayuntamiento. Parece que mis abuelos supieron de antemano que mi madre no iba a hacer otra cosa que traer hijos al mundo, y se instalaron en una casa en la que pudieran entrar tantas criaturas. La casa daba a un patio muy grande y luminoso, en el que mi madre nos solía sacar a jugar. La luz de la Mancha sí que la recuerdo, tan clara como los campos de trigo. La vida se sucedía sin que nosotros, niños de pequeña edad, nos diésemos cuenta de lo que estaba pasando en el país.
Y de repente se oyó un ruido enorme y las puertas de la entrada se cayeron abajo. Un tanque atravesó el patio y escuché el grito de mi madre.
– ¡Fernanda!, coge a tus hermanos y mételos para dentro.
De lo que hablaron entre ellos no tengo idea, el coronel parecía nervioso y mi madre estaba que no sabía dónde meterse. Los soldados entraron en casa y pusieron todo manga por hombro. No sé qué buscarían, pero esa gente no se andaba con tontunas, se lo digo yo. Se llevaron a un tío mío sin más explicación y lo cierto es que no volvió a parar por el pueblo. Años después, mi padre continuaba diciendo que ese se había metido mucho en política, y que era mejor tener la boca callada y ocuparse de los asuntos de uno.
Mi padre, Críspulo, un señor que decía a todos que sí. Los del pueblo lo llamaban “El Velillas”, no sé muy bien por qué, pero la verdad es que siempre ponía luz en nuestra casa con su presencia. Cuando estaba mi madre, nadie se acercaba a pedirnos nada, pero ¡ay, cuando llegaba mi padre…! Todos los pobres se arrimaban a la ventana pidiéndonos pan y azúcar. Y no hubo una vez que mi padre no les diera.
Mi madre, María Luisa, era una mujer muy suya. Siempre nos enseñó a ir arregladas y bien vestidas, pero también a ser independientes, cosa muy rara para la época.
Mi abuelo, Lorenzo, nos enseñaba a leer a la luz del candil, y cuando mi madre le decía que nos teníamos que acostar, él siempre replicaba:
– María Luisa, guerra o no guerra, mis nietas no serán analfabetas.
Desde pequeñas nos pusieron a trabajar, a mí y a todas mis hermanas. Los hermanos se iban a ayudar a mi padre o a trabajar en el campo, pero a nosotras nos educó mi madre para que
pudiéramos servir a las señoritas. Las cosas así, resulta que estuvimos muchos años sirviendo en casa de las vecinas, las más ricas del pueblo. ¡Qué suerte tuvimos con esa familia, sobre todo yo!
Me hice amiga de la mediana, Martina, que era tan buena que a nadie le decía que era yo su sirvienta. Fíjese que cuando iba al dentista en Almagro, yo la acompañaba, y el doctor siempre le preguntaba si era su prima. Eran una familia estupenda, tenían mucho, pero daban mucho. Eran muy generosas. Todos los días mandaban hacer habitas, garbanzos y pan para los pobres.
Si hay cielo tienen que estar ahí. Bueno, una no, la Priscila las mira desde abajo, se lo digo yo. Era muy mala y muy tunanta. Me hacía ir a buscar la gavilla para encender la leña pasando por medio de la plaza, para que viera todo el mundo que servía en su casa. Pero yo no le hacía caso, dejaba la gavilla en la puerta sin decirle nada y me iba.
Las señoritas tenían un hermano, Julián, que estudiaba para ingeniero. Al muchacho le dio por mí y me acompañaba todos los días a casa. No puedo decir una mala palabra de él, me trató siempre maravillosamente, pero cada vez que lo veía no podía dejar de pensar en Martina: ¡ay, si tú supieras que tu hermano me quiere a mí, perderíamos la amistad!
Un día, volviendo a casa con Julián, los soldados pasaron por las calles del pueblo haciendo su vigilancia diaria. Eran los años después de la guerra y la gente tenía hambre. A nosotras, como teníamos un molino, nunca nos faltó de comer, pero a otra gente sí. Bartolomé era uno de ellos, y no sé lo que le nubló la mente para que, cuando uno de los soldados gritase:
– ¡Viva Franco!
el otro respondiese:
– ¡Menos Franco y más pan blanco!
La que se armó. Nos quedamos todos más blancos que la cal de las paredes. Los soldados lo cogieron del brazo y lo plantaron en una silla en medio de la plaza del ayuntamiento. Yo pensaba que lo iban a matar. Pero no, solo querían enseñar una lección. El soldado cogió una cuchilla y le afeitó la cabeza.
– Deo, ¿me has oído? Lee la frase, por favor.
De pronto volví a 2024, a mis 90 años y a una de las aulas reservadas para dar clase a ancianos e inmigrantes de un colegio del centro de Madrid.
– En 1939 terminó la Guerra Civil Española.

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