Una Vida Sencilla – Itxaso San Juan
Por Itxaso San Juan

Había sido un año duro. La enfermedad de su madre, quien, tras una larga lucha, se estaba recuperando, le había devuelto la fe en el mañana. Sabía que quedaba camino por recorrer, pero ya veía la luz al final del túnel. En medio de la batalla, Mario, la pareja de Anna durante dos
años, la había dejado sin más, y así, sin drama ni explicaciones, salió de su vida. Ella no tuvo ni tiempo ni fuerzas de preguntar por qué. Simplemente lloró, lo aceptó y siguió con su vida, aunque no sin cierto asombro por lo poco que le había costado dejarlo ir.
Pensó que era momento de tomarse un respiro, así que, al cabo de tres días, estaba con una maleta, su ordenador y su bolso metida en un taxi de camino al aeropuerto. Anna era una persona práctica; se había vestido cómoda con unos vaqueros, una blusa azul claro de cuadros vichy y unas zapatillas de deporte, en previsión del largo trayecto. Junto al bolso, había dejado su abrigo. Llevaba la melena suelta.
Cuando llegó al hotel “Simple Inn”, en el condado de Lancaster – Pennsylvania –, era ya de noche, y llovía. Durmió hasta bien entrada la mañana. No había ruidos, tal y como esperaba. Se asomó a la ventana y pensó: “¡Qué silencio!, ¡qué paz!”, mientras olía a hierba y notaba algunas gotas de lluvia en el rostro. Bajó a desayunar y no se sorprendió cuando a su encuentro fue la dueña del hotel. Sabía muy bien dónde estaba y la gente que allí habitaba.
– ¡Buenos días! – dijo Miriam, que así se llamaba la dueña; era una mujer grande y aspecto dulce, llevaba un vestido azul oscuro hasta cerca de los tobillos, con peto y delantal negro y llevaba el cabello peinado con raya al medio y recogido en un moño con el distintivo “Kapp”
con forma de corazón de obligado uso para las mujeres amish. Miriam le sirvió café y un trozo de pastel de manzana casero, la delicia de los turistas.
– Me gustaría dar un paseo, ¿alguna recomendación? – le preguntó Anna. Conocía la zona, pero habían pasado algunos años desde su última visita.
– Pruebe ese camino – le respondió Miriam indicándole la dirección con la mano a través de la ventana. Anna le dio las gracias.
Tras el desayuno, cogió su chubasquero, las deportivas y empezó la caminata. No necesitaba más. No se oía nada, sólo el susurro del viento que movía las hojas caídas de los árboles en tonos naranjas y amarillos y las arremolinaba en el suelo. A lo lejos, unos niños reían, mientras
jugaban corriendo unos tras otros; algunos hombres vestidos con camisa blanca, pantalones negros y tirantes, trabajaban la tierra con caballos, escondidos bajo sus peculiares sombreros de paja.
Al cabo de un rato, estaba envuelta de una naturaleza silenciosa y un entorno que olía a pasado. Estaba tan ensimismada que perdió la noción del tiempo, tenía hambre y no sabía dónde estaba. Empezó a llover con fuerza. “Me voy a empapar”, pensó. Su vista alcanzó a ver una casa enorme en una pequeña colina junto a un granero. Se dirigió corriendo hacia allí para resguardarse, pero no vio el “buggy” que se acercaba. El caballo relinchó y el conductor apenas tuvo tiempo de frenar.
– ¿Está bien?, ¿se ha hecho daño? – le preguntó un joven con un fuerte acento alemán. Anna yacía en el suelo.
Una joven, rubia y de ojos azules, saltó al suelo y se le acercó cogiéndole la cabeza.
– ¡Mein Gott! – dijo mirando a su hermano aún sobresaltada por el inesperado frenazo. El joven, Samuel, que así se llamaba, también descendió del carrito, y se acercó a ella preguntando con cierto tono de preocupación:
– ¿Puede levantarse? No se preocupe, la llevaremos al hospital para que la atiendan – preguntó aún algo asustado. Ella asintió.
– Tranquila, yo la ayudo a subir al “buggy” – añadió él con un tono tranquilizador.
“¡Qué dolor de cabeza! ¡No me lo puedo creer! ¡Estoy subida en un “buggy” gris, tirado por un magnífico caballo, y con dos amish conduciendo por la carretera!”, pensaba Anna entre asombrada y dolorida. Así que llegaron al hospital, los atendieron. Al final, quedó en un susto y un pequeño chichón.
Tras salir del hospital, Samuel se aventuró, algo poco propio de su cultura, y le dijo:
– ¡Venga a nuestra casa a cenar con nosotros! – invitándola con cortesía y también curiosidad, a pesar de que los amish no acostumbran a invitar a su casa a personas no-amish.
– No quiero ser una molestia – respondió Anna, consciente de lo poco que a los amish le gustan los intrusos.
– Es tarde y está lloviendo – insistió él, todavía sintiéndose culpable por lo ocurrido.
– Sí, venga por favor, estamos encantados de invitarla – añadió Ruth emocionada, no dejando a Anna la posibilidad de rechazar ese inesperado ofrecimiento.
Era un hogar típicamente amish; una casa familiar sencilla, con su granero rojo, sus animales y una gran extensión de terreno para cultivar. En ella vivían Samuel y Ruth, con sus padres, Ester y Zacarías, y sus cinco hermanos. No había electricidad, ni gas, ni teléfono ni ninguna
comodidad que les acercara al mundo exterior, tal y como indican las normas. Anna los miraba con curiosidad, mientras ellos, ajenos a su mirada, hablaban en alemán antiguo, y preparaban la cena. Bendijeron la mesa y cenaron cordialmente, mostrándose hospitalarios y amables con ella.
Samuel no podía dejar de mirarla. Su tez morena, su melena y sus expresivos ojos castaños le tenían ensimismado. Su madre le reprendió con la mirada y él se volcó en el plato de comida.
Al acabar, Anna agradeció su hospitalidad y Samuel se ofreció a llevarla al hotel. Cuando llegaron, Miriam salió a recibirlos, sorprendida al verla en el buggy de su sobrino.
– Buenas noches tía Miriam – dijo Samuel – tuvimos un pequeño accidente y llevamos a Anna primero al hospital, y después a cenar a casa – añadió de un tirón, sin dar opción a las posibles dudas de su tía.
– Alles gut dann? – preguntó Miriam.
– Sí – respondió Samuel.
No hubo tiempo de decir mucho más. Anna se despidió y entró en el hotelito seguida por una más que sorprendida Miriam.
Anna estaba tan ansiosa que no podía dormir. “¡Qué experiencia!”, pensaba. Había estudiado la cultura amish y sabía de su estilo de vida, pero nunca pensó que interactuaría con ellos. Eran recelosos de los extraños y les gustaba vivir alejados del mundo exterior bajo sus propias y estrictas normas, su “Ordnung”. Cuando eligió su destino, sólo quería aislarse por unas semanas de todo, en medio de una naturaleza que la envolviese, y un entorno silencioso que le devolviese la paz que anhelaba, pero la casualidad, o el destino, le estaba regalando más.
A la mañana siguiente, se levantó tarde.
Samuel regresó a la casa con el pensamiento en la joven que acababa de dejar. El caballo trotaba sobre el asfalto mojado, pero él apenas lo oía. Cuando llegó a casa, desenganchó el caballo y lo llevó al establo. Aún había una luz centellante en la casa, propia de los candiles de aceite. Su padre leía un pasaje de la Biblia y su madre zurcía unos viejos calcetines. Sus hermanos ya estaban en sus habitaciones diciendo sus oraciones. Ruth dormía en la misma habitación, junto con sus dos hermanas, y los chicos dormían en dos habitaciones separadas. Él compartía cuarto con su hermano Daniel, que era apenas un año menor que él. Se entendían bien y siempre habían compartido sus secretos y sus inquietudes.
– ¡Buenas noches! – les dijo a sus padres, y se subió a su habitación. Daniel lo esperaba despierto, ansioso por saber algún detalle más de la forastera. Él no le contó nada, pues no había nada que contar, o al menos eso creía él.
Ya en la cama, se quedó mirando fijamente al techo. No dejaba de ver sus brillantes ojos y sumelena al aire.
“¿Por qué Dios la ha puesto en mi camino?, ¿por qué siento una conexión con alguien tan distinto y ajeno a mi mundo?”, se preguntaba Samuel en silencio, una y otra vez, sin hallar respuesta. Su camino ya estaba marcado. Ya había decidido que se bautizaría, paso obligatorio,
para formar parte de la comunidad amish, pero sin vuelta atrás. Además, hacía tres meses que había empezado a cortejar a Sarah, a quien acompañaba cada tarde de domingo a casa en su “buggy” tras el servicio religioso y la reunión de jóvenes.
Apenas pudo dormir. A las cinco de la mañana se levantó como cada día para ordeñar las vacas. Aún oscuro, se dirigió al establo con el firme propósito de hacer su trabajo y dejar de pensar. No fue posible. Estaba tan absorto en sus pensamientos que no oyó a su padre llamarle para ir a la casa a desayunar. Allí todos estaban ya levantados y ocupados en sus tareas diarias. Tras la oración, se dispusieron a desayunar. Samuel apenas habló. Cuando acabó, se aseó, cogió algunas herramientas y se plantó en el porche a la espera de su padre.
Samuel, una vez acabada la escuela obligatoria, se había incorporado al negocio familiar de reparación y construcción de buggies junto con su hermano Daniel.
– A ti te pasa algo – le dijo Daniel, mientras iban al trabajo. Su padre los ignoró. Daniel le conocía bien y era difícil ocultar sus tribulaciones a su hermano. Sin embargo, no dijo nada.
Pasaron toda la mañana entre ruedas y loneta. Este era un negocio seguro, y siempre necesario, por lo que no pasaban estrechez ninguna, pues, junto con lo que recogían del campo, podían vivir desahogadamente y contribuir a la comunidad siempre que era necesario.
A media mañana Samuel pensó que sería buena idea dar una vuelta para airear algo la cabeza. Con la excusa de tener que telefonear a un suministrador, salió. Caminó por la calle principal, y sin darse cuenta, se plantó delante del hotel. Pensó en entrar, pero regresó por donde había venido, con la cabeza baja y las manos en los bolsillos.
Al entrar en el taller, Daniel le preguntó:
– ¿Qué te han dicho?
– ¡Eh! ¿quién? …ah nada. No había nadie – contestó titubeante, y su hermano supo con certeza que algo le perturbaba y estaba firmemente decidido a saber el qué.
Anna se desperezaba junto a la ventana cuando vio a Samuel mirando hacia el hotel. “¿Qué estará haciendo ahí?”, pensó con un brillo en los ojos, esperando en su interior que fuera por ella. Tenía algo que no le permitía dejar de pensar en él. Cogió su portátil para revisar sus
emails. Tenía un mensaje de su editora en el que le recordaba su compromiso de entregar el manuscrito de su nueva novela para finales de enero, y todavía no había entregado ningún borrador. Anna era una escritora de éxito, pero últimamente no se sentía muy inspirada. Cerró
el ordenador con cierto desdén y se vistió.
Tras desayunar, se acercó al pueblo, entrando aquí y allá, mirando los diferentes souvenirs quelas tiendas ofrecían, mientras pensaba, “¿Cómo es posible que haya perdurado una cultura durante siglos, fundamentándose únicamente en la religión, la tradición y unas estrictas normas, sin ser engullida por la gran nación en la que vive?”. Estaba absorta caminando, cuando vio a Samuel, con su camisa azul y sus pantalones negros con tirantes, en el interior de un taller reparando una rueda; estaba acompañado por Daniel, quien la vio primero. Se acercó. Ella le saludó con una sonrisa:
– Hola, Daniel, ¿qué tal? –, en ese momento, Samuel levantó la cabeza con cierto aire de susto y Daniel lo miró con cierta suspicacia.
– Hola, ¿qué hace aquí? – preguntó Samuel entre sorprendido y alegre.
– Quería dar una vuelta por el pueblo – respondió Anna, – y ¡hace un día precioso! – añadió, sorprendiéndose a sí misma hablando del tiempo y sintiéndose algo ridícula.
Daniel miraba la escena y podía ver el rubor de su hermano. Un rubor que nunca había visto cuando estaba con Sarah. No pudo evitar intervenir:
– ¿Por qué no vais a almorzar? Aquí ya acabo yo – añadió, dejándoles sin opción a decir “no”. Daniel, sabía que era peligroso mezclarse con forasteros, pero también era necesario, pues sin convencimiento no puede haber bautismo sino un alma oprimida en una comunidad que te dicta cómo vivir y cómo pensar; y eso, no lo quería para su hermano, aunque significase renunciar a parte de él porque sin dar ese paso, no formaría parte de la comunidad y debería marcharse.
Anna y Samuel pasearon y almorzaron ese día y los siguientes, así durante dos semanas, bajo la desaprobación de todos, excepto Daniel. Hablaron y se escucharon. Provenían de dos mundos diferentes, y, sin embargo, ¡tenían tanto en común y se entendían tan bien! No se
cansaban uno del otro.
Los padres de Samuel estaban preocupados. Su hijo parecía ausente, no había acompañado a Sarah últimamente a casa tras el servicio religioso, y la única compañía con la que le veían era la extraña que no compartía ni sus creencias religiosas ni su comunidad. Habían preguntado a Daniel, guardián de los secretos de Samuel, pero sin éxito.
Una noche, sin poder esperar más, y cuando los más pequeños ya se habían acostado, su padre le preguntó,
– Hijo, ¿qué haces? Pasas demasiado tiempo con esa forastera; no es de los nuestros. Conoces las normas. Es peligroso y la comunidad te puede castigar – añadió con miedo y desesperación. Mientras, su madre lloraba. Samuel, con respeto, pero firme, le respondió:
– ¡No he hecho nada malo! Sólo me intereso por conocerla. Es una persona amable, buena y generosa. ¿Dónde está el mal? – preguntó sin esperar respuesta. Airado, se giró y subió a su habitación. Los padres vieron el peligro en los ojos de su hijo; estaba desafiando el orden de la
comunidad.
Anna daba vueltas en la cama. Debía decidir qué hacer. Había venido con la idea de descansar y, si bien lo había conseguido, también había conocido a alguien maravilloso, dulce e inteligente, con quien podía conversar de todo y de nada. Las semanas se le habían pasado
volando, descubriendo un mundo, que, aunque imperfecto, era muy interesante; lleno de normas y restricciones, pero preocupado por el bienestar del alma. Samuel le daba paz, mucha paz. No durmió nada en toda la noche.
Al día siguiente, como había sido costumbre las dos últimas semanas, se encontró con Samuel y hablaron hasta que se hizo de noche.
A la hora de la cena, Samuel entró en casa. Miró a su padre y con humildad le dijo:
– Este año no me bautizaré. No lo haré hasta no estar plenamente convencido de querer ser amish y vivir como tal el resto de mi vida.
Su padre asintió resignado, pues de otro modo, y si Samuel continuaba con el bautismo, y con su relación con Ana, acabaría siendo repudiado por la comunidad y, lo que era peor, ellosnnmismos no podrían tener ninguna relación con él. Miró al cielo y rogó a Dios que guiara a su
hijo.
Anna regresó al hotel y se fue directamente a su habitación. Una vez allí, abrió su portátil y escribió un breve email a su editora: “He decidido quedarme una temporada aquí. Tendrás tu novela a tiempo. Gracias. Anna”.
Y así pasó el otoño.
RELATO DEL TALLER DE:
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María de Gracia Basanta
04/02/2025
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