LAS TRES PRINCESAS Y EL DRAGÓN

Por Pilar Juarez

Érase una vez en un país muy lejano un rey que tenía tres hijas. La mayor se llamaba Manuela, la mediana Micaela y la más pequeña Heidi Ramona. Las tres eran preciosas, listas y encantadoras. Pero cada una de ellas tenía un defecto que hacía que su padre las tuviera que tener encerradas en la torre más alta del castillo. A Manuela le olía muy mal el aliento, a Micaela le crecía un bigote descomunal que tenía que afeitarse todos los días y a Heidi Ramona le olían muy mal los pies. Con este panorama, el pobre rey, por temor a que se rieran de sus hijas, decidió encerrarlas para que nadie las hiciera sufrir y dictó un bando que decía: “aquel que sea capaz de acabar con los defectos de las princesas se casará con alguna de ellas.” Muchos fueron los que intentaron acabar con alguno de los defectos pero todos fracasaron o salieron corriendo horrorizados por la peste. Finalmente con el tiempo los príncipes y mozos del reino dejaron de intentarlo.

Fue entonces cuando llegó al reino un malvado dragón con intención de instalarse en él y apoderarse de todas sus riquezas. Se comía las ovejas, quemaba los campos de trigo, se hacía pipí en los ríos, robaba los dulces en las pastelerías y asustaba a todos los habitantes.

El rey, desesperado, mandó a sus ejércitos y a sus mejores caballeros para que acabaran con él, pero, todo fue inútil, aquel poderoso animal con su aliento de fuego era indestructible. Cuando ya no hubo nadie que quisiera enfrentarse al dragón, el rey cayó en una profunda tristeza pues no sabía cómo socorrer a sus súbditos. Sus hijas al verle así quisieron ayudarle y ellas mismas se ofrecieron para enfrentarse al dragón. El rey por supuesto no las dejó y las obligó a encerrarse en la torre. Pero como querían tanto a su padre decidieron escaparse e ir en busca del dragón.

Para que nadie las reconociera decidieron disfrazarse de campesinas, bueno Micaela para esconder el bigotillo se puso un pasamontañas que le cubrió la boca. Pero no de esos que a veces nos ponen nuestras madres para ir al colegio, por supuesto, este no picaba ni agobiaba y era de color rosa, porque, al fin y al cabo, era una princesa.
Durante varios días caminaron y lograron averiguar que el dragón se escondía en la montaña más grande del reino dentro de una cueva. En el camino encontraron a una viejecita sentada sobre una piedra. Parecía agotada.
–Hola jovencitas. ¿Me podríais ayudar? Vengo del mercado de hacer la compra y las bolsas me resultan muy pesadas. Estoy ya muy mayor. ¿Podríais llevarme la compra hasta mi casa?

Las princesas, que eran muy buenas, cogieron las bolsas y acompañaron a la anciana hasta su casa. Ya en la puerta de su hogar la mujer les confesó que en realidad era una poderosa hechicera, y, en agradecimiento por su bondad les quiso dar un regalo y un refresco.
–Habéis sido muy amables y por eso os quiero dar esta caja. –La anciana sacó de su mandil una caja de cerillas.
– ¡Qué bien! ¡Qué práctico! Cerillas para encender fuego, –exclamó Manuela.
– ¡No! ¡No! No se trata de eso. En esta caja hay un piojo.
Micaela se echó atrás colocándose las manos en la boca. Solo le faltaba eso, que el bigote se le llenara de piojos.
–Pero no es un piojo normal, –aclaró la hechicera, -¡es un piojo mágico! Cuando necesitéis resolver algún problema importante golpead tres veces con el dedo la caja, abridla y preguntadle al piojo qué debéis hacer. ¡Pero cuidado! Solo podréis preguntar tres veces así que pensad muy bien qué es lo que queréis saber.

Las princesas le dieron las gracias a la hechicera por su extraño regalo y siguieron su camino.

Cuando llegaron a la boca de la cueva encontraron un cartel que decía: “Guarida del Dragón.”
–Y ahora, ¿qué hacemos? –preguntó Heidi Ramona.
–Vamos a preguntarle al piojo –dijo Micaela. – Anda Manuela dale tres golpecitos a la caja.
Tok, tok, tok.
–Piojo, ¿qué debemos hacer para vencer al dragón?
Manuela abrió la cajita y de ella salió una vocecita aguda.
–Si al dragón queréis vencer, una prueba debéis resolver. Del dragón su punto débil debéis conocer y dentro de vosotras lo encontraréis. De su aliento se siente orgulloso porque de su fuego todo el mundo es temeroso. Si conseguís apagarlo buscad la forma de atufarlo.
Y la cajita se cerró sola. Las tres se quedaron pensativas.
–Pues yo no entiendo muy bien lo que quiere decir –dijo Heidi Ramona.
–Está claro hay que apagar el aliento de fuego del dragón y para hacerlo debemos encontrar su punto débil.
– ¿Y cuál será su punto débil? –Se preguntó Micaela.
–Yo creo –continuó Manuela– que, quizás, tenga que ver con nuestros propios defectos.
– ¡Pues yo no me siento un dragón! –dijo Heidi Ramona un tanto molesta.
–Pero te huelen tan mal los pies como el aliento de un dragón, –le respondió Micaela.
– ¡Eso es! ¡Tengo una idea! Pero necesitamos un cubo con agua.
– ¿Un cubo con agua? ¿Y de dónde vamos a sacar un cubo con agua en mitad de la montaña Manuela?
–Le podemos preguntar de nuevo al piojo –propuso Heidi Ramona.
Manuela volvió a sacar la cajita de cerillas y la golpeó tres veces. Tok, tok, tok.
–Piojo, ¿dónde podemos encontrar un cubo con agua ahora mismo?
–En el prado, más abajo, reposa un pastor con su rebaño. Si con educación habláis con él, bien os podrá socorrer.

La cajita de nuevo se cerró sola y las tres princesas se fueron al prado en busca del pastor. Cuando lo encontraron le saludaron con educación y el pastor las ayudó. Después regresaron a la cueva con mucho cuidado de que no se les derramase el agua del cubo.
– ¡Eh, dragón! –gritó Manuela. – ¿Es verdad que aquí vive un dragón? ¿Dónde estás acaso me tienes miedo?
– ¿Quién pregunta por mí? Yo no tengo miedo. ¿Quién me molesta y entra en mi casa sin llamar al timbre?
– ¿El timbre? ¿Qué timbre? ¡Tú no eres el dragón!
– ¡Cómo te atreves niña insolente! Yo soy el malvado dragón que se come a las ovejas, quema los campos y a todos asusta.
– ¡Tú! ¡Pero si pareces una lagartija! Apártate de mi vista y dime dónde se encuentra el verdadero dragón.
El dragón no se podía creer lo que Manuela le estaba diciendo. No estaba acostumbrado a que la gente no lo tomara en serio y le hablara de ese modo.
– ¡Te digo que el dragón soy yo!
– ¡Me estás enfadando! Me han dicho que al verdadero dragón le huele muy mal el aliento y he venido a comprobarlo porque a nadie le huele el aliento más que a mí. ¡Tú hueles a flores!
– ¡Qué! A nadie le huele el aliento más que a mí –rugió el dragón –niña enclenque. ¿Pretendes decir que tu aliento es más fétido que el mío?
– ¡Enclenque, enclenque! ¡Nadie me llama enclenque lagartija encanijada! –El dragón se echó hacia atrás, el genio de Manuela lo asustó. Nunca había conocido a nadie que le plantara cara de esa manera.
–Si de verdad eres el dragón, ¡demuéstralo! Te reto a un pulso de alientos.
– ¿Un pulso de alientos?
– ¡Sí! –Y Manuela abrió la boca y dejó escapar su aliento en las mismísimas narices del dragón que de un salto se alejó a un extremo de la cueva por la impresión.
– ¿Eres una niña o una mofeta?
–No te alejes cobarde, demuestra de verdad que eres un dragón. Acércate y échame tu aliento.
El dragón, un poco temeroso, se acercó a Manuela. No se fiaba de aquella extraña criatura que siendo tan pequeña olía tan mal. Se acercó solo lo suficiente para sentirse seguro pero también lo suficientemente cerca para que la princesa pudiera oler su pestilente aliento. Abrió la bocota y Micaela, que, junto a Heidi Ramona, había observado todo desde un rincón, salió con el cubo y le lanzó el agua dentro de la boca.
– ¡Ah! ¡Mi garganta! –gritaba el dragón. –Habéis apagado el fuego de mi interior. ¡Ah! ¡Ya no podré lanzar llamas! –Ahora sí que estaba enfadado. Heidi Ramona se quitó los zapatos y uno de sus calcetines sudados que olía peor que el aliento de su hermana. Y con él le dio en todos los hocicos al dragón. El pobre animal se desmayó del tufo.
Para cuando despertó las princesas ya le tenían bien atado. Estaba tan asustado que no se atrevió a desobedecerlas. Le hicieron prometer que no volvería a asustar a nadie ni a comer ovejas sin permiso. Viviría en aquella cueva tranquilamente y sin molestar si no quería que regresaran de nuevo para darle su merecido.

Las tres princesas volvieron felices a su castillo y su padre cuando supo todo lo sucedido recuperó el buen humor.
–Manuela, todavía nos queda una pregunta para el piojo. ¿Qué nos gustaría saber?
– ¿Qué tal si le pedimos ayuda para mejorar nuestros defectillos? –propuso Heidi Ramona.
– ¡Fantástico! –Y Manuela sacó de nuevo la caja de cerillas.
–Piojo, ¿qué podríamos hacer para que nuestros defectos desaparecieran?
La vocecilla aguda sonó de nuevo.
–Si Manuela el mal aliento quiere perder, con dentífrico y cepillo lo debe resolver. Si tu boca limpias cada dos por tres un aliento refrescante vas a tener y la gente no echará a correr.

Si Micaela el bigote quiere perder, mal solución va a tener. Le recomiendo que se acepte tal como es, que el destino para ella algo bueno va a tener.

Si Heidi Ramona el tufo de sus pies quiere perder, que se los lave todos los días y verá cómo le va bien.

Si la higiene practicáis y vuestro cuerpo cuidáis, más guapas seréis y a todos agradaréis. Enfermedades no tendréis y la peste perderéis.

Siguiendo los buenos consejos del piojo mágico Manuela y Heidi Ramona mejoraron sus defectos y lavándose bien todos los días perdieron el mal olor. En cuanto a Micaela, pasó por el reino el Gran Hortensius Circus que andaba de gira mundial. Enseguida Micaela se sintió prendada de la fabulosa vida del circo y quiso marcharse con él y viajar por todo el mundo. En el circo su bigote dejó de ser un defecto para convertirse en una virtud. Todo el mundo la aceptaba tal como era y dejó de ser la princesa Micaela para convertirse en la fabulosa mujer bigotuda, creando uno de los espectáculos más exitosos del circo.

Y colorín, colorado este apestoso cuento se ha acabado.

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