ÚLTIMO VIAJE EN EL TREN MINADO

Por Marta Dieguez

Se despertó cuando un tren se alejaba por la ancha llanura. A continuación, los créditos. Un té a medio beber y un par de envoltorios de galletas eran la única decoración de la mesa. Aún un poco amodorrada, se levantó del sofá y miró por la ventana. Los nubarrones oscurecían el cielo y la lluvia martilleaba los cristales; Sara siempre había pensado que debía su carácter melancólico a ese clima. Fue a la cocina, se preparó otro té y regresó al salón. Lo dejó en la mesa y, como arrastrada por una extraña fuerza, empezó a abrir todos los cajones del armario. Encontró lo que buscaba: una carpeta negra con las gomas a punto de reventar. Siempre había tenido la manía de guardar los recortes de prensa que le parecían interesantes. Pasaban los años y seguía acumulando papeles. “Algún día los leeré”, pensaba. Entre sorbos de Earl Grey, sus dedos ansiosos se deslizaban por las diferentes noticias. Se detuvo en aquélla que anunciaba que el ferrocarril de La Robla dejaba de funcionar. Corría el mes de diciembre de 1991 y, a pesar de los años transcurridos, se acordaba como si fuera ayer. Casi cien años había estado transportando carbón de las cuencas leonesas y palentinas a los altos hornos vizcaínos. Y, con el tiempo, también transportó a los miles de emigrantes que dejaron sus pueblos en busca de un futuro mejor en las ciudades. Junto con este recorte estaba el recordatorio de su abuelo. Su querido abuelo… Cuántas historias le había contado sobre el “hullero”…Y cuántas veces habían subido hasta el puente de la Cañada para verlo pasar. Hacía tanto que había muerto…. Nunca le parecieron suficientes los momentos que compartió con él; se lo habían arrebatado demasiado pronto. Sintió una punzada repentina en el pecho y mantuvo durante un rato su mano ahí, muy cerca del corazón. Una señal… Sí, eso era. Su abuelo le estaba intentando decir algo, seguro.

Llamó a su madre.

—Nunca me contaste cómo murió el abuelo—soltó Sara a bocajarro.

— Ya sabía yo que tarde o temprano me harías esa pregunta…

—Te la he hecho muchas veces pero nunca me has querido responder—dijo Sara—, así que creo que ya es hora.

—El dolor sigue ahí, a pesar del tiempo transcurrido—dijo su madre—. Treinta años… Dios mío.

—Bueno, pues que sepas que el sábado marcho al pueblo—dijo Sara—, sólo unos días. Estaré de vuelta para Nochebuena. Necesito hablar con Benigno. Benigno fue el mejor amigo de su abuelo. Habían sido inseparables: iban juntos de caza, a los campeonatos de tute y de tiro al plato, a los corros de lucha leonesa…

— Pásate por aquí antes de salir—respondió su madre—. Tengo algo que darte.

Así como el pájaro carpintero picoteael árbol para buscar comida, su terquedad la obligaba a hacer todas las preguntas necesarias en un intento de encontrar esas respuestas que dieran un mayor sentido a su existencia, una existencia marcada por un retraimiento y emotividad constantes. Por eso su madre entendió que habría sido inútil darle más largas.

La muerte del abuelo había estado rodeada de misterio. Le habían encontrado muerto en las vías de la estación con un golpe en la cabeza, golpe que se atribuyó a una caída fortuita a causa de un infarto.

Cuánto habían cambiado los viajes en el tren desde que ella lo cogía de pequeñita para ir a ver a sus abuelos. La estación de la Concordia de Bilbao estaba medio vacía; el tren—automotor diesel—, que parecía el metro, constaba de dos vagones con asientos de escay y se respiraba el aire caliente de la calefacción. La limpieza brillaba por su presencia. Asomó la cabeza al pasillo y contó: no más de siete viajeros en total. ¡Parecía que el tren nunca hubiera respirado vida! Se sintió tremendamente sola. Abrió el bolso y leyó de nuevo el recorte y el recordatorio. También se aseguró de que tenía la carta que su madre le había dado, en un sobre manoseado y amarillento por el tiempo. Ella le había advertido: “Esta carta se la escribió tu abuelo a tu abuela: tenía enemigos y sospechaba que algo terrible le podía suceder. No la leas hasta que hayas hablado con Benigno. El te quitará todas las dudas”. Un fuerte escalofrío le recorrió todo el cuerpo; era consciente de que tras ese viaje ya nada volvería a ser igual.

Nunca podría olvidar las navidades de 1982, puesto que fueron las últimas en ver a su abuelo vivo.

Esa mañana la estación estaba repleta de familias enteras cargadas con sus maletas, esperando a que abrieran las verjas roñosas para poder pasar al andén.

Pasamontañas, chamarra marrón, jersey de rombos rojos y verdes, camiseta verde de manga larga, camiseta interior de algodón, leotardos bajo los pantalones y botas de goma. Su madre nunca consideraba que la abrigaba demasiado. Se sentía embutida pero aun así se le metía la humedad por los huesos.

La locomotora era blanca con rayas amarillas en su parte delantera. Los vagones tenían los techos desconchados, los suelos desgastados, las ventanas oxidadas y los cristales temblorosos, las gruesas láminas de madera de los asientos crujían y se te clavaban en el culo y en la espalda. Y el baño. ¿Qué era eso? Un cuadrilátero minúsculo y apestoso donde esquivar los golpes de un púgil era más fácil que plantar un pino. Su único accesorio era una taza con vistas a los raíles y un cartel que avisaba de la prohibición de utilizarlo en las estaciones (por razones obvias).

Montaron en el último vagón, que además tenía un pequeño balcón con una barandilla de hierro, como el de las películas del Oeste.

Había que agarrarse bien fuerte justo cuando arrancaba el tren porque bien podía parecer estar en los autos de choque: se corría el riesgo de darse un coscorrón contra la ventana o acabar en el suelo o en el asiento de enfrente.

Y así, el imponente muñeco de hojalata fue dejando atrás la plomiza lluvia y la ría ocre, con ese olor a podrido tan característico durante aquellos años. Pasaron a través de un túnel interminable y asfixiante; las luces no se encendieron y esto acrecentó su sensación de agobio. Ramas y zarzas abofeteaban el tren con ansiedad. Algunos años más tarde, Sara conoció a ese vecino de Bilbao cuya mejilla izquierda se quedó marcada para siempre con una cicatriz por asomarse a la ventana en uno de esos tramos traicioneros.

Avanzaban renqueantes entre bosques de hayas, robles y encinas; atravesaron algunos túneles; bordearon el pantano del Ebro por un puente ferroviario cuyos ojos se reflejaban en el agua; y finalmente llegaron a la estación de Mataporquera, donde el ferrocarril pudo respirar de sus constantes sacudidas. Mataporquera se encontraba en la mitad del trayecto y era donde se hacía una parada de media hora para comer. Muchos viajeros bajaron en tropel para estirar las piernas o ir a la cantina a degustar el menú o calentarse los intestinos con un orujo de hierbas. Los alientos se mezclaban con el humo de los cigarrillos y los quejidos del frío con las risas de los reencuentros. Ellas comieron en el tren. El ruido de la fiambrera metálica les trajo un olor a tortilla de patatas con cebolla y los bocadillos de lomo con pimientos ya se veían a través del papel Albal. Otras pocas familias tampoco habían bajado y las imitaron en su ritual. Dos hombres en el asiento posterior sacaron la bota de vino y dos niños del asiento del fondo se echaron unas cuantas carreras de una punta a otra del vagón. Las pisadas de sus botas se mitigaron con las de los demás viajeros que ya subían. “¡Vamos, vamos!”. El jefe de estación tocó el silbato y levantó la bandera. Más de un rezagado se tuvo que subir en marcha por entretenerse más de lo debido.

El “hullero” siguió abriéndose camino por el sendero férreo entre más montes, rampas, desniveles, trincheras y curvas. Y en una de esas curvas su vagón quedó mudo. Así estuvieron unos momentos sin saber qué pasaba. Algunos curiosos se asomaron a la ventana, a pesar del frío. Sara no quería ser menos y vio cómo la locomotora regalaba un humo negruzco que contrastaba con el blanco impoluto de la nieve, como si fuera un tablero de ajedrez. Y el tren partido en dos; era bastante habitual que algunos vagones se soltaran. Este contratiempo era para algunos un entretenimiento más, como para Sara; pero no para otros, porque hacía que el viaje se hiciera todavía más largo. En cualquier caso, antaño uno formaba parte de este ritmo lento y pausado con el que todo estaba impregnado. No estuvieron mucho tiempo parados. Según se iban acercando a su destino, el tren se iba quedando más vacío. Algunas estaciones tenían más movimiento que otras, por ser puntos más importantes de la ruta.

Ya habían entrado en la provincia de Palencia. En Guardo, en su paso a nivel, una hilera de coches esperaba pacientemente a que el tren pasara. Le encantaba la visión de los coches, tan pequeñitos ellos y tan grande ella sentada en su banco de madera, como si estuviera en el trono de una reina.

Su madre la sacó de su ensimismamiento cuando le frotó con una esponja la cara y las manos para quitarle el carbón que se le había ido acumulando a lo largo del trayecto. Le daba mucha rabia porque luego le escocía la cara.

Las maletas de algunos viajeros ya estaban dispuestas junto a la puerta para bajar lo más rápidamente posible. Sara no podía estarse quieta en el asiento. La emoción era demasiada. Por fin llegaron a la provincia de León, y les llegó su turno de colocar ellas sus maletas.

En el andén estaban sus abuelos esperándolas con el carretillo, para cargar los bultos. Les recibió un sol cubierto con una aureola de bruma. Los gritos de alegría del reencuentro se mezclaron con las toses del tren descacharrado, que se iba alejando poco a poco hasta desaparecer finalmente en la curva.

Y llegó a una estación inerte. De nuevo la abrumó esa sensación de soledad. ¿Dónde estaban sus abuelos? Miró hacia las vías y vio el punto exacto en que le habían encontrado. Cogió su única maleta de mano y se encaminó hacia el pueblo. Ya era noche cerrada y no se encontró con nadie.

La casa estaba helada, pero paró poco. Dejó sus cosas en el escaño del portal y salió a casa de Benigno. Caían unos densos copos de nieve que ya empezaban a cuajar y que se reflejaban a la luz de las farolas. El caño de la plaza estaba helado y los carámbanos caían formando un dibujo perfecto. La casa de Benigno era la última del pueblo, aunque no se tardaba más de diez minutos en llegar. Estaba flanqueada por un doble portón de madera con una enorme tapia que imposibilitaba la vista desde la calle, únicamente asomaban unas pocas ramas peladas de un ciruelo.

La aldaba del portón repicó con fuerza. Su nerviosismo iba en aumento. Abrió de nuevo el bolso para confirmar que la carta seguía ahí.

—Hola Sara. Te estaba esperando—la saludó Benigno—. Tu madre me llamó esta mañana por teléfono para decirme que venías. Pero pasa, pasa, no te quedes ahí parada, que hace mucho frío.

Un montón de troncos y cepas se apilaban en un rincón de la cocina. Sara se acercó a la lumbre, en un intento de sacudirse el frío. No se dio cuenta de los movimientos de Benigno quien, de espaldas a ella, sujetaba un hacha que mostraba una trayectoria directa hacia ella. Le bastó un golpe seco, como el que asestó años atrás.

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