ANDORRA

Por Fátima Velazquez de Castro González

Después de tanto tiempo había llegado por fin el gran momento. Cuatro maravillosos días de vacaciones que prometían, pero mucho, mucho. No es que nos fuéramos muy lejos, ¡qué va!  tan sólo íbamos a 650 kilómetros de Madrid, Andorra nos esperaba, una vez más. Pero, a diferencia de otras personas, aun siendo noviembre, esquiar era lo que menos nos importaba. De hecho, no sabíamos ni esquiar.

Con mi hermano pequeño había ido ya muchas veces, en mayo, en junio, salíamos un sábado y volvíamos el domingo. Sólo hacíamos allí algunas compras y cenábamos donde siempre. Sin embargo, esta vez no íbamos solos, venía con nosotros Mariwilliams, cariñosamente llamada –“lamariwilliams”-, amiga mía de siempre, desde la carrera, tan íntima que la consideraba como parte de la familia.

De esos cuatro días, teníamos sólo dos completos para hacer excursiones. Decidimos que una fuera para conocer los pueblecillos de la zona y la otra, más aventurera, consistiría en cruzar la frontera francesa hacia Perpiñán; para poder pasear al lado del mar y volver a Andorra por la noche. El día de nuestra excursión a Francia amaneció con un espléndido sol que nos cargó de energía e ilusión para poder llevar a cabo nuestro plan. Como chicos previsores, llevábamos jerséis, paraguas e incluso, las cadenas para la nieve. Nos montamos en el coche dirección a Perpiñán, no es que el camino fuera muy bueno, pero, todo nos parecía bonito y no parábamos de hablar. Llegamos allí a buena hora para poder comer en algún sitio, los llamados snack-bar. Esta vez contábamos con ventaja pues la Mariwilliams sabía francés.

Después de comer esas frugales baguettes francesas, paseamos por las calles hasta acercarnos al mar. Pasamos una tarde muy agradable, aunque hacia algo de frio, el tiempo, de momento, nos acompañaba. Así, fueron pasando las horas y ya casi de noche optamos por volver hacia Andorra, pues realmente estábamos lejos, a varias horas de distancia de allí. José Francisco se puso al volante, le tocaba a él, pues entre nosotros siempre manteníamos ese punto de equidad en todas las cosas que hacíamos.

Empezamos el viaje de vuelta con un poco de pena, pero con el dulce sabor de que todavía nos quedaban vacaciones. Nos marchamos de Perpiñán de regreso a Andorra. Tras encontrar la salida, recorrimos un tramo del camino oyendo la radio y cambiando impresiones sobre el día.  La carretera no era muy buena, pero se conducía bien y no había muchos coches. El tiempo fue pasando, hasta que se hizo de noche y, cuando nos dimos cuenta, estaba empezando a nevar. Nos agradó ver caer los copos de nieve, que, le daban al paisaje un aspecto singular. Paró de nevar y nos apesadumbró que hubiera sido algo tan fugaz y rápido ¡Qué cosas pueden pensarse cuando no sabes lo que unas horas después el destino tiene preparado para ti!

Seguimos avanzando por esa carretera, cantando canciones de la Credence; de repente empezó de nuevo a nevar, pero esta vez no lo hacía de una manera perezosa, sino con mayor firmeza, convirtiendo la carretera en un infinito manto blanco. Debía hacer más frio del que pensábamos, porque el coche súbitamente empezó a deslizarse sobre el gélido suelo, cruzó diagonalmente la carretera y finalmente chocó lateralmente contra un muro. No había sido mucho, sólo un golpe en la chapa y un susto.  Arrancó mi hermano el coche, con cuidado y volvimos a situarnos en nuestro carril. Pero nos dimos cuenta que no podíamos avanzar más porque el Megane se nos iba para los lados. Paramos para sacar las cadenas -recién compradas-. Hacía un frío intenso en medio de la ventisca de nieve y empecé a perder ese punto romántico que sentía por ella. Intentamos poner una cadena en la rueda y aquello se convirtió en una hazaña imposible. Pensé que para qué tanto estudiar y estudiar para al final no saber cómo poner una simple cadena ¡parecía surrealista!

Estábamos ateridos, ocho grados bajo cero marcaba en el termómetro del coche y además nos estábamos empapando. Casi nadie pasaba por allí, tomé conciencia que la situación estaba tomando un cariz bastante feo. Intenté llamar a Emergencias para que nos ayudaran pero que difícil resultó porque no llegábamos a entendernos y además no sabíamos con exactitud dónde estábamos. Cuando todo parecía perdido, un coche que venía en dirección contraria se paró. Se bajó un chico joven – un francés- y atentamente, él nos preguntó que nos pasaba, Mariwilliams le dijo que no sabíamos poner las cadenas. Con una disposición inusual, en medio del frio y la nevada que estaba cayendo, comenzó a poner la cadena a la rueda derecha del coche. ¡Qué alivio sentí!, me preguntaba cómo podíamos decirle que, por favor, nos pusiera la otra cadena en la otra rueda. Cuando terminó, y se ofreció amablemente a ponernos la otra, no podía dar crédito a sus palabras, ¡vi el cielo abierto! Debimos decir el sí con mayor firmeza y contundencia que pudo escucharse alguna vez delante de un altar. Un sí, en francés – ¡por supuesto! Fue una gran suerte que Mariwiliams pudiera hablarle con fluidez. Cuando terminó, le dije que le preguntara que como se llamaba, y él contestó, Antoine. Nos miramos los tres en silencio y ya no me pareció tanta la casualidad. Quien no cree no se plantea nada, pero yo, en ese momento, dada la situación, sí lo hice. Mi padre -Antonio- había muerto meses atrás. Y pensé que bien podría parecer que un ángel nos acaba de salvar de morir congelados en medio de la nada.

Después de darle mil gracias, -mil mercies-, nos subimos en el coche, arrancamos despacito y, aunque este se movía un poco, José Francisco lo controló bastante bien. Empezamos a hablar de lo que había pasado, descargando la tensión que habíamos sufrido. Hasta nos reímos cuando la Mariwilliams comentó que, viendo que iba a morir helada, había pensado beberse la colonia, porque eso frenaba la congelación. Íbamos acercándonos a Andorra y llegamos al túnel de Envalira. Nos la prometíamos felices, como se suele decir, pero un negro panorama, un serio dilema se mostraba ante nosotros. Y era así de sencillo: no podíamos pasar el túnel con las cadenas, pero si las quitábamos al salir del túnel no podríamos continuar hacia Andorra porque no sabíamos ponerlas. Y quedarnos allí era impensable porque hacía muchísimo frio y seguía nevando. Sólo había una solución, una terrible solución, subir con el coche el puerto de Envalira, con unas condiciones atmosféricas nefastas.

Y así lo hicimos, empezamos a subir. No había nadie en la carretera, estábamos completamente solos. Notábamos que el coche, aunque se deslizaba un poco, se mantenía en su carril. Por lo menos, no nos cubría una completa oscuridad, pues había una blanquecina luz espectral encima de nosotros que nos permitía ver algo más que lo que iluminaban los faros del coche. Seguimos subiendo, el Megane ya no se mantenía en el suelo con firmeza, se movía hacia los lados, como si siguiera los compases de una danza sepulcral al borde del precipicio que se atisbaba en cada curva. Entonces sentí que la posibilidad de morir estaba ahí.  Me di cuenta que la muerte estaba tan cerca, que eso no era una pesadilla, que no me iba a despertar, que lo que estaba viviendo era absolutamente real y horrible. Observe la cara de los demás y sabía que pensaban lo mismo que yo, pero nos manteníamos firmes, intentando controlar la situación, ahogando el miedo que nos invadía.

Empecé a acordarme de las personas que quería, incluso se me ocurrió enviar un mensaje de despedida. Esbocé una sonrisa, era absurdo hacerlo, vaya susto se hubieran llevado al recibir “un te quiero mucho y estoy a punto de morirme”. Cuando se enfrenta uno a la muerte, se da cuenta de que es solo una cuestión de segundos pasar de un estado a otro. Es sorprendente lo que uno puede pensar, me pregunté sobre el sentido de mi vida, sí lo que había hecho, lo había hecho bien, si tenía algo pendiente.  En resumen, un cúmulo de pensamientos que iban y venían sin cesar. Desde luego, puedo decir que cuando uno cree que se va a morir la mente no se queda en absoluto en blanco. Y realmente, pensando sobre ello, no sé sí es algo bueno.

Pero a pesar de lo que podría ocurrir, sabía que, por lo menos, íbamos a luchar hasta el final para poder salir de eso. Estábamos ya en la cima, sólo nos quedaba la bajada, sólo la bajada. El coche se movía aún más, mi hermano se agarraba al freno de mano como si fuera su última carta para nuestra salvación. Mariwilliams, atenta, permanecía en silencio, la gravedad de la situación se reflejaba en su cara.  Teníamos conciencia de que los tres éramos un equipo con un solo objetivo, bajar con la mayor templanza ese maldito puerto. Y conseguimos bajarlo, sí ¡lo habíamos conseguido! Todavía nos quedaban unos kilómetros para llegar a Andorra, ya estábamos en la carretera, aunque aún estuviera nevada. Cuando llegamos, por fin, mi corazón latía con fuerza. Pensé, ¡Dios mío estamos aquí!, y se lo agradecí. Continuamos con las cadenas hasta un poco más allá de la entrada del pueblo, pues ya no había mucha nieve ¡Cómo me agradó pisar tierra firme cuando bajamos!, quitamos las cadenas y nos fuimos a cenar algo, era casi la una de la noche, pero conocíamos un sitio al que todavía podíamos ir.

Mientras cenamos recordamos todo; sabíamos, con absoluta certeza, que la muerte nos había pasado rozando, pero no debía ser nuestro momento.  Algo nos quedaría pendiente por hacer. Llamamos a mamá contándole lo bien que lo habíamos pasado y que el tiempo que teníamos era estupendo, ¿para qué explicarle la verdad? Todo se había quedado en una anécdota que nos enseñó mucho de nuestras vidas y de la que aprendimos bastante. Sobre todo, una cosa: saber poner las cadenas a un coche si vas a un sitio con nieve.

 

 

 

 

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Esta entrada tiene 3 comentarios

  1. Valeria

    Precioso relato, me encanto!

  2. Merche

    Jo,¡Qué miedo!.
    Pensé que si hibiese ido a ese viaje yo también sería protagonista en tu relato pero prefiero haberme ahorrado ese trago y que el final feliz siga haciendo posible que pueda disfrutar de vuestra amistad. ¡Ah! y que no hace falta tener a la muerte tam cerca para decir que os quiero. Mucho.
    Fátima, sigue escribiendo. Me ha gustado muchísimo.

  3. María Pilar Tortosa

    !Me ha encantado! Sugiere muchas cosas dejando libertad al lector para decidir sobre ellas ellas.

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