POR SIEMPRE Y PARA SIEMPRE
Por Consuelo Catala
01/03/2018
Tenía 14 años cuándo lo vio por primera vez. Sus padres le dejaron asistir a la fiesta de Fin de Año al Casino de su ciudad, también por primera vez. Ella iba hecha un repollo, era la moda de aquellos años, en las que los cardados en el pelo y los lazos en los vestidos hacían que las jóvenes parecieran abuelas. El, quince años mayor, iba guapísimo con un smoking que le sentaba como un guante, oliendo a hombre. Era el alma de la fiesta, su padre, arquitecto prestigioso, no dejaba de comentar lo orgulloso que estaba que siguiera sus pasos y que ese año ya sería arquitecto como él. Se le olvidada decir, aunque todos lo sabían, que había necesitado 10 años para acabar la carrera, porque le gustaban tanto las juergas que había tenido que cambiar de una ciudad a otra, para poder ir aprobando las asignaturas que le quedaban colgadas por agotar las convocatorias.
Todas las familias bien de esa ciudad de provincias veraneaban en la misma zona de playa. Y se reproducía prácticamente la misma pandilla que en invierno. Pero como a ella sus padres la enviaban cada verano a un colegio en el extranjero, a aprender francés, nunca formo parte de ella. Pero también por primera vez, ese verano se quedó en casa.
Un verano de fiesta permanente para él, porque ese curso terminó por fin la carrera.
Y lo veía todos los días y a todas horas.
La casa de él era una de las mejores. Su padre, haciendo honor a su profesión, había construido una casa de dos pisos con un porche inmenso, piscina con bar y vestuario para cambiarse y una pérgola en donde la pandilla organizaba bailes al caer la tarde o por la noche con cenas veraniegas a la luz de la luna o de bombillas de colores que colgaban de rosales y arbustos.
Ella no tenía ojos más que para él, pero él ni la miraba. Solo reparaba en ella cuando se organizaban los bailes en la pérgola y le pedía que se quedara a cargo de poner los discos, en el orden que le daba, en el pik up a cambio de un TriNaranjus.
Ella para poder estar cerca de él, siempre estaba dispuesta a ayudar a la madre o a las sirvientas a llevar la comida a la piscina, las bebidas, las toallas que faltaban…. Y eso a él le empezó a hacer gracia. Y así un día en plan de broma, la sacó a bailar una canción “agarrada” …. y para ella fue el momento más feliz de su vida. Y entendió que el olor que le perseguía desde la fiesta de Fin de Año era la suma de los cigarrillos Marlboro y la colonia Atkinson. Y ya no pudo dejar de pensar en él, en ellos. Sí ahora, pidiéndole que trajera cualquier cosa, solo con escuchar su voz, ya le temblaban las piernas, no podía ni imaginar lo que sería que él la estrechara entre sus brazos y le susurrara al oído que le quería. No podía ni imaginárselo y por eso lo quería cada vez más.
Sin darse apenas cuenta, con unos padres cómplices y encantados de lo que suponía para las dos familias, en el mes de diciembre anunciaron su compromiso de bodas. Se casaron en mayo, el mes de las flores, ella con 15 años y el con 30 años. El arquitecto y ella Dama de la Cruz Roja.
Les construyeron una casa fabulosa, donde veraneaban, entre los pinos con vistas al mar, comunicado con la de los padres de él, y al lado de los padres de ella a pocos kilómetros de la ciudad.
Era todo perfecto, él trabajaba en el Estudio de arquitectura de su padre y ella como buena Dama iba dos veces a la semana a ayudar en el pabellón de los niños de la Casa de Caridad que, si daba biberones, si ponía inyecciones…
Con la cabeza puesta en quedarse embarazada y tener sus propios hijos. Unos niños que también eran la esperanza de los abuelos y no tanto de él. Pero no llegaban. Y así, sin apenas pasar un año, empezó el calvario de tratamientos y reconocimientos médicos. Que sí quedarse acostada después del coito, que sí poner las piernas para arriba… y mientras él ya empezaba a llegar tarde a casa, a tener discusiones con su padre en el trabajo, a beber nada más llegar, apenas le echaba cuenta. Le parecía un horror toda la parafernalia para conseguir el deseado embarazo.
Ella lo disculpaba pensando que era culpa suya la dificultades para quedarse embarazada y por eso lo disculpaba, pensaba que le agobiaba tanto estar pendiente, tanto protocolo para hacer el amor…Y por fin, se quedó embarazada y tras un parto complicado dio a luz, con 17 años, a un varón para alegría y jubilo de todos, especialmente del abuelo paterno ¡se mantenía la estirpe familiar!.
Ella creyó que la llegada del bebé iba a suponer el inicio de una nueva vida, pero aun acertando en lo de nueva, no lo fue por ese motivo. A partir de ese momento, el dejó de ir a dormir a casa por las noches. Cuando llegaba por las mañanas se cambiaba de ropa y se volvía a ir. Las discusiones eran diarias y los portazos una forma de comunicación.
En los inviernos, cuando no habitaban los padres de ninguno las casas colindantes, podía ella disimular la situación, pero en verano era imposible. Además, él dejó de trabajar con su padre y montó otro Estudio con otros compañeros.
En una ciudad tan pequeña era imposible no saber lo que pasaba. Todos conocían la vida que él llevaba, pero nadie decía nada. Ella por amor. Creía que era pasajero, aunque ya duraba más de un año. Y el resto porque eso era una complicación social y personal ¡si ni siquiera había divorcio!
Ella también sabía, aunque no lo quisiera pensar, que la complicidad de las familias en el momento de la boda se convertía en un obstáculo para contar la realidad de su vida con él, la pena y el dolor que arrastraba y que estaba haciéndola envejecer a marchas forzadas, ni siquiera su propia madre, cuando ella insinuaba algo, le permitía seguir hablando y cortaba la conversación para hablar del bebé y de lo precioso que se estaba poniendo.
Al año quedo nuevamente embarazada. No daba crédito. Sin hacer ningún tratamiento ni nada especial. ¡Con lo que le había costado el primer embarazo! Y tuvo que oír de todo, al principio que era mentira para hacerle sentir culpable, que si no era de él… con grandes broncas que empezaron a pasar a las manos. Y en medio de todo esto, tuvo a una niña. Una niña monísima que cuando la miraba, se le olvidada el calvario que estaba viviendo.
El ya no vivía en la casa, toda la ciudad conocía de la existencia de una amante fija, la secretaría del Estudio.
De vez en cuando, y sin previo aviso, aparecía por casa para ver a los niños. Un horror, porque siempre llegaba borracho y en unas condiciones lamentables. Eso casi era lo de menos, porque lo peor era que el no resistía el comportamiento de ella: siempre atenta, sin levantar la voz, haciendo como si no pasara nada, contándole las cosas de los niños. Y eso lo enervaba y acaba iniciando una discusión por cualquier motivo para acabar dándole unas palizas de órdago. Hasta el punto que una vez tuvo, el mismo, que llamar a sus padres, para que vinieran a socorrerla.
Ese fue el momento en el que decidió separarse, por los niños y por ella. No divorciarse, porque era muy religiosa y además hacía poco que se había aprobado el divorcio y aún no estaba bien visto.
Se lo dijo a sus padres, a sus suegros y, aunque a regañadientes, accedieron. Incluso ayudaron a mantenerla hasta que pudiera empezar a trabajar porque él se negó en redondo a pasarle dinero, consideraba que estaba vengándose dejándolo en ridículo públicamente. Los niños eran los únicos nietos de los padres de él, y se volcaron en ellos. Ella, que no tenía ni el título de ATS, se lo sacó y empezó a trabajar como enfermera en una consulta médica.
Él llevaba una doble vida que apenas podía mantener. Se fue a vivir con su amante, pero a los pocos meses empezó la rutina de salir y beber, repitiendo el mismo círculo vicioso de siempre.
Apenas podía cumplir con sus obligaciones laborales, empezó a faltar al trabajo y ya no había diferencia entre la noche y el día. Las borracheras eran diarias y descomunales y las drogas, que hasta ese momento estaban al margen de su vida, entraron a formar parte de ella.
Sus padres se negaban a ver la realidad y lo disculpaban con cualquier excusa. Ella, no. Cada vez que iba a ver a los niños, que ya empezaban a darse cuenta de las cosas, intentaba hablar con él. Y él, algunas veces se desahogaba con ella. Siempre le dejó claro que la puerta de su casa estaría abierta para lo que necesitara. Que era el padre de sus hijos y seguía siendo el amor de su vida.
Una noche de madrugada, su suegro le llamó para que acudiera a un antro de mala muerte, en el que, tras una pelea descomunal por no servirle más bebida, había roto el local y habían llamado a la policía, encontrándoselo en el suelo inconsciente en estado de coma. Y ya no lo pudieron negar, su primogénito, en el que habían puesto todas sus esperanzas había caído en un infierno, su suegro sobretodo, era incapaz de afrontar la situación y destrozado por el dolor le pidió que se hiciera cargo de todo. Y así lo hizo. Mando a su suegro a casa y ella lo llevo directamente al hospital.
Lo acompañó todo esa noche y cuando los médicos, al día siguiente dieron un diagnostico que ella ya conocía, reunió a las familias y les planteó que ya no podían seguir escondiendo la cabeza como los avestruces. Porque él estaba muy enfermo y había que poner remedio. Un remedio que pasaba por ingresarlo en un centro psiquiátrico. Un remedio que suponía socialmente destapar y asumir públicamente la realidad.
Aceptaron sin dejar de protestar y entonces se inició la búsqueda del mejor Centro para tratar las adicciones, que resultó estar a más de 200 km de la ciudad al que ella trasladó en su coche, con la única compañía de la hermana de él. Iba a visitarlo todos los fines de semana, la mayoría de las veces sola. En uno de sus muchos viajes al llegar al Centro ¡cuál no sería su sorpresa! le dijeron que él no se encontraba allí desde hacía una semana porque había pedido el alta voluntaria.
Se volvió sin dar crédito, de que ni él ni nadie de su familia le hubieran avisado sabiendo, cuando sabían, que cada semana lo visitaba y cuán de largo era el viaje. Eso solo podía significar que otra vez, con la connivencia familiar, comenzaba de nuevo el espejismo de obviar la realidad, dándose por superada una enfermedad cuando no era verdad. Como así fue.
Reapareció en la vida social como si nunca hubiera pasado nada. Sus suegros decían que todo había vuelto a la normalidad e incluso verbalizaban que, dado que ya estaba curado, ella podía pensar en la reconciliación. Él, como muestra de ese cambio, se fue a vivir solo. Compró un ático en los primeros rascacielos que se construyeron a pie de playa en la ciudad.
Ella sabía que eso era imposible como también sabía que había vuelto a las andadas, pero eso sí, con muchísimo cuidado en guardar las apariencias ante sus padres, sus compañeros de trabajo y sobretodo con sus hijos.
Y sin más, una mañana soleada en donde el horizonte se confundía con el mar desde el balcón del ático, él, apoyó una silla, se puso de pie en la barandilla y emprendió el vuelo que finalmente le llevo de verdad a una nueva no vida.
Y cómo siempre, la llamaron a ella.
Y cómo siempre fue la primera en acudir, esta vez a reconocerle y a llorar al amor de su vida, ahora hecho un muñeco imposible de reconstruir.
Y cómo siempre ella fue la encargada de dar la triste noticia a sus suegros y hacer malabarismos para decírselo a sus hijos.
Y cuando iba, en el cementerio, caminado detrás del féretro, entre cipreses y palmeras se acordó de cómo era su gran amor. De lo joven y alegre muchacho que era, del verano, de los bailes en la pérgola de la piscina y de cómo la abrazaba. Y lloró por el tiempo vivido y por el tiempo perdido. Pero sobre todo por el tiempo que nunca más tendrían.
Por siempre y para siempre.
RELATO DEL TALLER DE:
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