BELLEZA IDA

Por Silvia Jarabo

Fuiste la mujer más bella que he conocido. Claro que hay mujeres despampanantes, en las revistas y en las películas, modelos y actrices. Pero tú eras de carne y hueso, tú estabas allí, con nosotras. Yo creo que nos conocimos a los catorce, en nuestros veranos alegres de playa y sol. Fueron años deliciosos en que hicimos mil cosas juntas: cantábamos canciones cursis de Ana Belén con la guitarra, jugábamos al frontón y a las cartas, probábamos nuestros primeros cigarrillos, nuestros primeros mareos con botas de cerveza y nuestros primeros besos en las verbenas pachangueras de la Virgen de agosto. Aunque yo vivía en Madrid y tú en Valencia, esos largos veranos de adolescencia intensa nos unieron. Crecimos juntas. Tú ya eras preciosa cuando te conocí. Los pocos detalles que no eran perfectos en tu aspecto primoroso los fuiste corrigiendo. Aquella nariz aguileña que heredaste de tu padre, desapareció en el quirófano al poco de conocerte. A un diente un poco desajustado hiciste que le pusieran una funda. Modelaste tus cejas castañas con sofisticación y carácter. Y no hizo falta nada más. Solo hubo un aspecto de tu cuerpo que nunca conseguiste dominar, a pesar de las diez mil dietas que salpicaron tu vida. Casi te veo sonreír, porque ya sabes a qué me refiero: tu más que generoso trasero con cierta tendencia a la cartuchera…pero siempre supiste vestirte para optimizar tu figura. Creciste con exuberancia. Desde tu adolescencia ya te diste cuenta de que eras singular. Y cuando estábamos en la carrera, ya eras una diosa. Tú lo sabías y los que te rodeábamos también.

Dentro del grupo de amigas, Rosa, tú y yo formamos un trío más íntimo; teníamos muchísima confianza y nos reíamos mucho. De solteritas hicimos muchas cosas juntas, a pesar de que vosotras vivíais allí. En verano sobre todo: tú venías muchas veces a dormir a mi casa y pasábamos todas las tardes juntas, con confidencias de amigas tiradas en la cama. Entre tú y yo siempre hubo una complicidad especial, ¿verdad, Belita? A mí me gustaba hacerte reír y escuchar tu carcajada sonora, aunque a veces el objeto de mis burlas fueras tú, lo que soportabas con buen humor. A cambio, nos tragábamos tus historias interminables de hombres que contabas con un detalle agotador. En Valencia, yo sabía que Rosa y tú eráis verdaderamente inseparables; parecíais hermanas, y a veces más bien Rosa tu madre, de tantos consejos que te daba y lo que te regañaba si hacías alguna tontería. Siempre fue una relación de amor incondicional, sólida como ninguna.

En aquellos años en que estábamos en la flor de la vida tú eras espectacular. No exagero cuando digo que la gente se daba la vuelta por la calle cuando pasabas tú. Lo vi muchas veces. Salir contigo no tenía precio. Todas las puertas se abrían, todas las cintas se apartaban. Entrábamos en cualquier sitio, sin ni siquiera preguntar. Bastaba con que te vieran los porteros de las discotecas y los relaciones de los bares de copas: tu cara divina de pómulos de Nefertiti, tu nariz fina y perfecta, tu mirada seductora, tu cabellera suelta, larga y rizada, tu cinturita y tus pechos bien moldeados. Los hombres simplemente babeaban. Unos más, otros menos, pero ninguno era inmune. Tú entonces entrabas en acción; yo me reía viendo el espectáculo y me burlaba un ratito también de tu actuación. Bajabas la mirada, esa mirada burlona y confiada. Tus ojos claros de gata, con sus pestañas increíbles de Marilyn, les acariciaban desde la distancia. Con tus manos te ahuecabas la melena ladeando la cabeza, ese pelo de cascada cobriza, de rizos interminables, melena inabarcable e indómita que no se podía coger con las manos. Y entreabrías la boca un poco, dejando atisbar tus dientes blancos perfectos en una condescendiente media sonrisa. Eso era suficiente; ellos se removían inquietos, se pasaban la mano por el cabello, sonreían y decían alguna estupidez. La vista se les iba por tus curvas y tus formas que les llamaban a gritos sin quererlo, de manera natural. Los torpes abandonaban, conscientes de que aquella hembra magnífica no entraba en sus posibilidades. Los más valientes perseveraban. Y tú te reías, aceptando sus tributos y su adoración, seleccionando a tu antojo…

Ahora pienso que ese mar de hombres te perdió. Fueron tantos, tenías tanto en donde escoger… Los había guapos y feos, adinerados y modestos; inteligentes y simples; hombres pérfidos y hombres buenos. Pero nunca aparecía el hombre perfecto para ti. Hubo algunos  novios, pero ninguno cuajó. Ellos te invitaban a copas y con el tiempo, a comer o a cenar; tanto, que tú jamás hacías ademán de buscar la billetera y te parecía un insulto si tenías que pagar tú. Después te empezaron a hacer regalos, algunos caros. Y tú te acostumbraste a que te trataran así. Empezaste a buscar cualidades confusas, empezaste a apreciar lo superficial y demasiado lo material. Desde tu agencia de modelos, entraste en un mundo donde la imagen era lo primordial. Todas las parejas que te conocí fueron hombres guapos y apuestos, como lo eras tú. Pero también eran vanos, en su glamur; superficiales, en su mundo de placeres de lujo; aprovechados, en su afán de posesión de una mujer tan bella.

Por supuesto, también hubo chicos que te quisieron de verdad. Buenas personas, hombres trabajadores y con futuro, que te adoraron incondicionalmente. Pero a ellos tú les ofreciste tu amistad. Belita, ¿qué buscabas tú en los hombres? No sé ni si tú lo sabías. Quizá necesitabas caña, necesitabas a alguien que no estuviera a tus pies, como lo estuvieron todos. Y sin embargo, tú no eras una femme fatal; a pesar de tus berrinches medio ñoños, nosotras que te conocíamos bien sabíamos que eras buena de verdad. Pero sí pecabas de cierta ingenuidad y alguno de estos hombres se aprovechó de ti. Con todo lo que tú sabías, con tu capacidad para manejarlos, con las legiones que se rendían a tus encantos…y uno de esos hombres, un mujeriego lamentable, o un hijo de puta quizás, te entregó una maldición terrible que iba a marcar tu vida.

Esa fue la época en que viniste a vivir a Madrid, cansada de lo que ya conocías en Valencia; dejaste la moda, y te convertiste en agente comercial. Con gran éxito, pues tu imán funcionaba poderosamente también para atraer las ventas. Recuerdo que te compraste una alianza que exhibías en tu trabajo, cansada ya de que en las comidas con clientes los hombres te propusieran planes más allá del trabajo o peores insinuaciones. Nos veíamos con frecuencia, si bien algo menos pues tú seguías sin pareja estable mientras todas nos habíamos casado y criábamos a nuestros hijos. ¡Cuántas veces te quejaste de todas esas conversaciones que te tuviste que tragar!: que si la casa, que si el embarazo, que si los bebés, que si….todo eso te quedaba muy lejos y nunca mostraste interés por esas cosas. Cuando te empezaste a encontrar mal volviste a tu casa con los tuyos y empezó tu sufrimiento de médicos y hospitales. En tu primera operación fuimos todas a verte, la enfermera se sorprendió al entrar en tu habitación y encontrar a ese mar de mujeres. Porque allí acudimos todas, Isabel, Isabelita, a verte y estar contigo, a devolverte ese cariño que tú nos habías dado siempre, porque, ante todo, tú eras amiga de tus amigas, y te desvivías por ellas. Te quitaron una parte íntima de ti que te envejeció prematuramente y te impidió ser madre, un dolor que asumiste estoicamente, a pesar de los múltiples inconvenientes que a tu edad presentaba.

Saliste victoriosa de aquella primera dificultad. Te recuperaste pronto y volviste a tu vida de soltera en Madrid, a tus amigas, a tu trabajo, a las noches de copas, a las clases de baile de la danza del vientre. La vida seguía y tú te encontrabas bien.

Cinco años después aquella maldición volvió a aparecer. Decidiste cerrar una etapa; le diste la patada a Madrid y volviste a Valencia. Aquella operación fue peor y tuvieron que extirparte un riñón; pero te trajo un regalo increíble. Fue en una de tantas citas en las consultas de los médicos, cuando estabas aquejada de una molestia en la rodilla. Él era el traumatólogo que te atendió, y al entrar en tu habitación y verte, se quedó prendado de ti. Tú enseñabas tus largas piernas bajo la raja de la bata azul, recorriendo la carne desde aquellos muslos macizos hasta aquellos pies perfectos, finos y estilizados, terminados en uñas de manicura. ¿Bastó quizá un aleteo de tus pestañas rizadas con aquella sonrisa sensual? Tú no lo sabías entonces, pero habías por fin encontrado a tu hombre.

Tardaste un año: cogiste tus bártulos y te fuiste a vivir con él. Tu hombre, por fin; Miguel, un hombre divorciado de tu misma edad, inteligente, trabajador, profesional de buen prestigio; buena persona, guapo, divertido, con dinero y muy cool. Era perfecto para ti. Aunque tenía un pequeño inconveniente: con su chalet adosado de urbanización de lujo y su Porsche venían empaquetados sus dos hijos pequeños. Ay, la que te cayó encima. Tú, que no ibas a ser madre; tú que no habías cuidado un niño en tu vida. La de tardes que escuchamos todas tus cantinelas sobre lo trasto que eran los niños, que no obedecían nada, que no se comían lo que les preparabas, que cogían rabietas, que…yo te miraba divertida, pero también con pena, Belita qué quieres, así son los niños, pero tú te has enterado a los cuarenta y además con unos que no son los tuyos.

Cuatro años después tuviste que volver al hospital. No tuvieron que extirpar nada a tu ya apaleado, pero todavía maravilloso cuerpo, pero sí te quitaron otro tumor. Y esta vez tuviste que soportar la dureza arrasadora de la quimioterapia. Recuerdo perfectamente cuando fuimos Rosa y yo a cortarte el pelo a tu casa. Nos reímos y lo pasamos bien, y no sé cómo conseguimos hacer bello lo que tendría que haber sido una tristeza: deshacerte de tu pelo maravilloso, símbolo inequívoco de tu belleza. Aún con el pelo corto, seguías siendo preciosa: no recuerdo foto más erótica tuya que aquella que te hice de medio cuerpo, con tu melena cortada en las manos tapándote los senos, mientras mostrabas tu sonrisa seductora y tus hombros descubiertos.

Las sesiones de quimioterapia eran larguísimas, sentada en una silla tras una cortina en una sala del hospital. Cuántas veces tuviste que acudir allí, encadenada a la máquina, con tu libro y tu almohada. Salías devastada, casi derrotada. Se te cayó tu pelo tan precioso, tu melena infinita, desaparecieron tus cejas bien delineadas. Llorabas lo que estabas perdiendo, pero eras optimista, mirando siempre adelante, con aquella inconsciencia de lo terrible que siempre te acompañó. Y así fue: conseguiste salir de aquel hoyo negro y quizás porque Miguel se dio cuenta de lo que significaría perderte, te pidió en matrimonio, tras cinco años de amorosa y agitada convivencia.

¡Por fin, por fin! Tu sueño dorado se hizo realidad. Quizá no lo querías confesar, pero la ilusión de tu vida era casarte, casarte con él. A los niños también los querías muchísimo y ellos a ti. ¡Qué despedida de soltera te organizamos Rosa y yo! Volviste a Madrid una vez más con todas tus amigas para celebrar un fin de semana inolvidable y espléndido donde tú fuiste la reina absoluta. Fuimos quince mujeres, rayanas en los cincuenta, celebrando un acontecimiento extemporáneo y maravilloso. ¡Cómo lo pasamos! Tardes de piscina y pádel, mañanas de spa y relax, noches de risas, limousines, copas y discotecas…nuestro afán fue que disfrutaras, que fueras feliz, que vivieras extasiada tu momento soñado. Tú siempre dijiste después que tu despedida fue la mejor de todas…

Y tu boda, tu glamurosa boda como no merecíais menos Miguel y tú… en una hermosa tarde de verano, fuimos todos vestidos de blanco a celebrar tu unión en una soberbia masía. Tú resplandecías entre todos, con tu laurel de deidad griega sobre tu corta y rizada melena, y tu traje de seda verde esmeralda sin costuras, donde entre tus curvas se adivinaban aquellos pechos aún de jovencita, hermosos y erguidos, que no habían conocido nunca el precio de la maternidad. Tu sonrisa de novia radiante, tus ojos risueños bajo tus largas pestañas y tu cara iluminada eran el mejor regalo para nosotras. Lloramos en los discursos…Rosa dio gracias a Dios por haber permitido esa unión tan esperada. Te hicimos un video con fotos tuyas desde el principio de los tiempos. Te regalamos un cuadro enmarcado con todas las imágenes de la despedida. Y fuiste tan, tan feliz, que me emociona recordarlo.

¡Ay, pero qué poco pudiste disfrutarlo! El verano siguiente, en una de sus visitas de trabajo a Madrid, Rosa me contó que la revisión había ido mal. Que el TAC era demoledor: la metástasis te había invadido completamente. Me relató que Miguel, al ver el resultado de la prueba, tuvo que salir precipitadamente con la cara entre las manos para ahogar su llanto sin que le vieras; tú no sabías qué pasaba…Ay, Isabel, Isabel, Dios mío, la bofetada de saber que te íbamos a perder pronto fue inmensa y brutal. Lloramos Rosa y yo en aquella cafetería, y ni siquiera acerté a llevarla a tiempo al AVE; perdió el tren.

Para ti, la noticia de que tenías que volver a pasar por todo aquello fue también devastadora. El mundo se te vino abajo: de nuevo el quirófano, la convalecencia, las largas sesiones de la quimio, perder tu pelo otra vez, esperar la recuperación…sin embargo, tu ingenuidad y optimismo te salvaron una vez más. Nunca pensaste que el final podría estar cerca, simplemente pensaste que era otro mal trago que tenías que superar. Pero el cáncer es inexorable y poco a poco te fuiste consumiendo; te atrincheraste en el refugio de tu blanca y soleada habitación y dejaste de salir. Dormías tan mal, te dolía tanto la espalda y los huesos, que llorabas desesperada rogando que saliera el sol para poder bajar y echarte en el jardín. Apenas tenías fuerzas para andar y todo te cansaba. Bajo el turbante que usabas para ocultar tu calvicie, los corticoides hincharon tu cara y sufrías por encontrarte así. Miguel te cuidó con amor de esposo y dedicación de médico, protegiéndote cuanto pudo. Rosa iba a verte todos los días; te traía la compra, los medicamentos, te hacía comida que te gustaba porque era de los pocos placeres que podías aún disfrutar. Dejaste de recibir al resto de visitas. Yo me escapaba en el AVE cada vez que podía para ir a verte y te encontraba débil, deformada, pero cariñosa y sonriente, como siempre eras tú. Y aún podía de vez en cuando hacerte reír.

Tu último gesto fue maravilloso, pues quisiste devolverle a Rosa todo el amor que ella te había dado a lo largo de toda una vida. Le organizaste una increíble fiesta sorpresa de los cincuenta, esos que tú no llegarías a cumplir, ocupándote de todo desde tu ordenador y tu móvil, alistándonos a todos en el esfuerzo. Aquella fue tu última aparición en sociedad. Te dio miedo y sufriste, pues no querías enfrentarte a la gente, a sus preguntas, a su pena, a que te vieran hinchada y débil….Miguel y yo te protegimos con celo de perro guardián y tú conseguiste la felicidad de celebrar tan señalada fecha al lado de tu gran amiga.

La última vez que te vi, dormitabas casi todo el tiempo que estuve en tu habitación. Apenas te podías mover ya de lo débil que te encontrabas y del dolor que sentías en la espalda. Me despedí de ti prometiendo volver al fin de la semana, pero no quería llorar delante de ti. Rosa estuvo contigo y Miguel en el momento final en el hospital, del que tú, aún, no te dabas cuenta. Te cogió la mano, te acarició la frente y te dijo que ibas a estar bien. Y en ese momento te fuiste, Belita. Te fuiste para siempre. Nos dejaste a Rosa y a mí, sin tu amistad, sin tu cháchara, sin tu risa, sin nuestro trío. Ay, mi preciosa, mi queridísima, mi adorada amiga Belita…

Unas semanas después Rosa me contó emocionada que había soñado contigo. Andabas hacia ella con tu paso de modelo, sonriendo con tu melena corta y tus ojos felinos y le susurraste tranquila: “Estoy bien. Diles a todos que estoy bien”…

 

A mis amigas Dolores y Marisa.

Madrid, enero de 2018

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