LA ENCRUCIJADA

Por Ana Victoria Podadera

La leve vibración del volante le hizo tensar los brazos afianzando su agarre, anticipando escuchar un helador “crack”, el brusco zarandeo de su cuerpo y la repentina aparición de un fogonazo en los confines de su campo de visión antes de la llegada de la nada.

Un testigo luminoso en el panel de control llamó su atención. “Sólo es el dichoso control de estabilidad”, se dijo soltando un suspiro sin fin obligándose a relajarse.

El último año le hizo comprender a qué se refería cuando en ocasiones le oía mencionar: “Los aniversarios duelen. Los primeros, especialmente”, sin que, por aquel entonces, se detuviera a prestarle mucha atención.

Según ella, el almanaque estaba lleno de citas dolorosas repartidas a lo largo del año. Cada fecha marcada era como si una enorme serpiente constrictora aprovechara una exhalación suya para aplastarla un poco más. Un patrón a repetir sin distingos: cumpleaños, santos, esponsales, representaciones, desengaños…, un suceso luctuoso.

En cambio, contrastaba con su modo de disfrutar la Navidad. No había absolutamente nada de las Fiestas que no le gustara, lo que no estaba reñido con añorar de manera desgarradora a sus padres y hermana. Para ello no necesitaba ninguna fecha en especial. Los echaba de menos todos los días de su vida y así sería mientras respirara.

Positividad innata y ganas de vivir inconmensurables, las mismas que la salvaron de ceder a la impotencia, sus mejores bazas para una mujer que seguía creciendo a pesar de la adversidad.

La mujer que él se encargó de desarmar.

  • ¿Me quieres o me amas? –preguntó ella tumbada junto a él sobre el mullido césped del parque.
  • ¿Acaso no es lo mismo? –recordó que le respondió fijándose en el modo que los cálidos rayos del sol incidían sobre su cabello.
  • En absoluto –contestó categórica y, ante el asombro que sin duda él debió mostrar, se apresuró a argumentar-. Quien quiere tiene como fin último apropiarse de algo o de alguien, llegar a poseerlo, hacerlo suyo y esperar lo mismo de la otra parte. Pero, quien ama cede de manera desinteresada una parte de su corazón a la otra persona sin esperar nada a cambio, por siempre.

La incesante lluvia sobre el parabrisas de su coche y el ámbar de las luces parpadeantes del semáforo confundiéndose con los adornos navideños le evocaron aquella conversación. Añoraba hablar con ella, la relajación del sonido de su voz en contraste con la corriente viva de su piel, la complicidad de su mirada y los diálogos mudos que mantenían. Todo lo relativo a ella lo extrañaba.

Ahora la suya era una vida compuesta de ocasiones perdidas y desaprovechadas, de acciones ejecutadas con temor y de omisiones que, no por necesarias, menos cargadas de traición.

Cientos habían sido las veces que se recriminó no haber actuado de otro modo, haber hecho tal o cual cosa de distinta forma. Las mismas que se lamentaba impotente, porque absolutamente nada hubiera cambiado el desenlace. Pero, ¿cómo apartar a una persona de tu vida aun a sabiendas que no eres bueno para ella?

Si algo causaba rabia a Niall, era la certeza de que ni a él ni a Ágata se les acabó el amor. De haber sido así, sus vidas habrían sido más llevaderas. Pero, el sino dispuso que el de ellos fuese un sentimiento predestinado por la tragedia.

Aquel día se cumplía un año desde el aciago descubrimiento. “Los aniversarios duelen”. Trescientos sesenta y cinco días con sus trescientas sesenta y cinco noches de auténtica agonía y ansiedad. Ni tras el prematuro fallecimiento de su querida madre se sintió tan perdido y desamparado.

Resultaba irónico que un simple retrato familiar, enmarcado en la pared de un pasillo que él había atravesado infinidad de veces, tuviera tal poder de tambalear la vida de dos personas. Aquella imagen, grabada en su retina a fuego, lo golpeó con la fuerza de un tsunami. Al igual que la expresión de desconcierto de ella cuando él, descompuesto y sin poder enfrentarla, huyó del apartamento.

  • Niall, ¿qué sucede? –cuatro días después habían quedado a la hora del cierre en la cafetería de su tía abuela, en la que ella trabajaba por las mañanas. El lugar donde se conocieron y el último en que se vieron. Lucía desmejorada y se recriminó por ello dado que él era el culpable de las sombras que rodeaban sus preciosos ojos verdes. Nada comparado con el dolor que estaba a punto de infligirle.
  • ¿Me amas, Ágata? –consiguió preguntarle asiéndola muy fuerte de ambas manos.
  • De sobra sabes que sí. Por favor, dime qué pasa. No puedo más con este sin saber –exigió angustiada.
  • Hay algo que debo contarte y no existe modo de hacerlo sin hacerte daño –habló con voz estrangulada.
  • Ahora me estás asustando, Niall –ella intentó zafarse de su agarre, sin duda espoleada por el instinto animal subyacente de defensa que todos poseemos, cosa que él le impidió. Necesitaba aquel contacto que le insuflaba ánimo para hacer lo correcto.
  • El otro día, en tu casa… -ella le interrumpió
  • Sé que pasó algo y que está relacionado con la foto de mi familia, pero… -esa vez fue él quien la cortó.
  • Fui yo –balbuceó de manera lenta y vacilante.
  • ¿El qué fuiste tú? –preguntó sin entender.
  • El conductor del otro coche.

El modo en que lo miró, como quien se cruza con un fantasma, lo perseguiría por el resto de sus días. No fue su mirada, aquella limpia, candorosa, sensual y cálida que Ágata desplegaba en exclusiva para él. La misma que lo hechizó sin proponérselo el día que se conocieron en la cafetería cuando, tras averiarse su coche, decidió esperar a la grúa tomando un café.

Los caprichos del destino quisieron que, en lugar de entrar a la franquicia de la esquina, escogiera aquella cafetería pequeñita, coqueta y acogedora, de mesas y sillas blancas, ventanas turquesas y un pequeño patio que se vislumbraba al fondo, envuelta con el rico aroma de un buen café cremoso y el dulzor de los pasteles recién horneados.

En la plenitud de su relación, Niall solía referirse a ella como su brujilla y Ágata, enamorada y risueña, le respondía que había caído rendido a su “pócima” del americano con crema.

Nadie habría vaticinado que terminaría encontrando su compañera en una buena muchacha española, regente de la cafetería de su tía abuela y profesora de ballet en una academia para niños de familias de la alta sociedad londinense.

Ágata era lo opuesto al prototipo de fémina de Niall, de haber tenido alguno porque no descartaba ninguno, acostumbrado a entrar y salir con las mujeres más despampanantes colgadas de su brazo por tan solo una noche. La suya era otro tipo de belleza, más natural, desapercibida, sensual, que no carnal, de movimientos gráciles fruto de su pasión por la danza, de carácter dócil como el Mediterráneo, y temible cuando se agitaba con furia.

Su presente y su futuro se convirtieron en pasado un año atrás. Uno al que se resistía cerrar la puerta, ya fuera únicamente por los recuerdos, aunque entre estos se incluyese cómo, sin pretenderlo, destrozó la vida de la persona a la que amaba.

Habían transcurrido cinco años desde la fatídica noche en la que perdió el control del coche de su amigo Trevor y embistió de frente a otro vehículo.

Cuando días después recuperó la consciencia en el hospital, una simple ojeada al gesto contraído de sus padres bastó para saber que esa noche supondría un punto de inflexión en su vida y en la de otros.

Él, junto a otra muchacha, habían sido los únicos supervivientes del brutal choque. Su amigo de la infancia y otras dos mujeres que viajaban en el otro vehículo siniestrado fallecieron en el acto.

Tras la pertinente investigación, quedó probado que el coche que Niall conducía sufrió un fallo en la dirección que truncó las esperanzas e ilusiones de una madre y su hija y las de su amigo.

Sin embargo, que en un documento oficial rezase que él no fuera el culpable de lo ocurrido no le reportó ningún alivio. El carácter de Niall se tornó gélido y cortante como el hielo, actuaba por impulsos sin detenerse a reflexionar, le podían más las ganas de vivir, de no desaprovechar ni un minuto de esta efímera vida. Llegó al extremo de desafiarla practicando deportes de riesgos. Con cada salto en paracaídas o  lanzamiento de puenting equivalía a un grito de desesperación, así como un reto, un desafío a las fuerzas invisibles que nos rigen.

Hasta que conoció a su diosa divina, quien con su paciencia y cariño y sin proponérselo lo fue aplacando.

Entonces asomaron su fea nariz las malditas dudas: ¿debía contarle a Ágata lo que pasó? ¿lo entendería? ¿qué conseguía contándoselo?

Aquel hecho relevante no empañaría la felicidad que sentía junto a aquella muchacha y decidió apartarlo de los dos, ignorante de la realidad que implicaba.

La vida era tan sencilla a su lado, los días discurrían como la seda y cada vez se descubría a sí mismo queriendo más, necesitando más. Sin percatarse de lo, embriagadoramente, cegadora que resultó tanta felicidad.

No vio las señales que le rodeaban. Siempre estuvieron delante de él, a simple vista y, en cambio, no ató cabos.

No lo relacionó cuando Ágata le contó que había perdido a su madre y a su hermana en un accidente automovilístico y que, como consecuencia, su pierna derecha resultó tan gravemente herida que requirió varias cirugías y meses de extenuantes sesiones de rehabilitación enfocadas en recuperar una funcionalidad con las menores secuelas posibles. O cuando le confesó el porqué apenas vestía vestidos y faldas, en su afán por ocultar las horribles cicatrices, un constante recordatorio de su sueño de continuar la carrera como bailarina profesional que quedó desparramado una noche sobre el asfalto de la carretera. Simplemente, creyó que ocurrió en España, antes de que ella se mudara a vivir a Inglaterra con sus tíos abuelos.

Tampoco la ocasión que le narró cómo su padre sumido en la más profunda de las depresiones no pudo superar la ausencia de su esposa y la mayor de sus hijas y se suicidó egoístamente, dejando sola a la menor.

El desmadejado puzle cobró forma cuando reconoció a las dos víctimas mortales del otro coche en la fotografía. Una instantánea en la que los cuatro miembros de la familia sonreían felices y ajenos a lo que les deparaba el futuro.

Fueron cuatro días de tormento. Se debatía entre sincerarse ante Ágata o continuar con sus vidas como hasta entonces, si bien lo último no podría ser. Niall era incapaz de despertarse cada mañana junto a la mujer que amaba y con la que quería compartir su vida consciente de semejante traición. Pero, la conclusión a la que le llevaba ese planteamiento era demasiado dolorosa, de ahí que, cobarde y egoísta, se afanaba por encontrar argumentos en contra que abalaran el mantenimiento de una mentira necesaria. Necesaria para él que no concebía la vida sin Ágata, y para ella, a su vez, porque de ese modo le ahorraba un sufrimiento extra que no iba a devolverle a sus seres queridos.

El claxon de los otros conductores lo sacaron del trance recordatorio, puso primera y se apartó a un lado de la vía donde no obstaculizara, inseguro de poder llegar a su oficina. Pronto reconoció la calle a la cual había ido a parar. A escasos metros más adelante estaba la cafetería. Al otro lado del cristal pudo observar a la tía Tessa atender a un cliente con su sonrisa habitual. En los meses que se trataron había llegado a encariñarse de aquella señora tan peculiar, con su pelo rizado de color rojo y el tintineo de collares alrededor de su cuello otorgándole un aspecto bohemio. Se fijó con más atención, consciente de lo que estaba haciendo y de a quién buscaban sus ojos. No la vio, lo cual le extrañó dada la hora. Allí había sido la última vez que pudo verla y tocarla antes que su mundo se desmoronara en forma de platos, vasos, jarrones rotos y sillas y mesas volcadas. Ocurrió como debió ocurrir. Los eternos instantes previos a la explosión fueron desconcertantes. Niall se quedó aterrorizado ante la falta de reacción por parte de ella después de sincerarse. Se había preparado para arremetidas físicas, insultos, improperios contra él. Para todo, excepto para su silencio atronador y una calma aterradora.

-Por favor, Ágata, no me odies. No, al menos, más de lo que ya lo hago yo –recordó suplicarle.

-¿En qué momento decidiste jugar a ser Dios? ¿Cuándo ocultarme el detalle menor de ser el responsable de matar a mi familia y casi a mí misma? Te miro y no te conozco. Se me escapa cómo de retorcido ha de ser alguien para que los sentimientos ajenos valgan tan poco. ¿Acaso pensaste que nunca me enteraría? No… no respondas. Francamente, ahora, de repente, ni quiero ni me importan tus razones.

Fue testigo de la Ágata valiente, la que no mostraba su debilidad ni en sus momentos más bajos, luchando por mantener sin fisuras su escudo exterior; pero Niall era consciente que, por dentro, sus palabras escarbaban los cimientos de esa fachada. No importaba cuánto se afanara él en jurarle y perjurarle que hasta cuatro días antes no supo quién era ella. Era tal el entumecimiento que la asaltaba ante lo que oía que no discernía entre lo que él contaba y lo que su mente hilvanaba a una velocidad deslumbrante. Para alcanzar una conclusión inalterable: no puede amarte quien es responsable de tus cicatrices.

Él mejor que nadie sabía que lo que la destrozó fue recordar todas las veces que él la hizo sentir especial y bella, no una persona con taras. Porque contra lo último había aprendido a protegerse, pero las falsas expectativas que él le infundió durante su relación fueron demoledoras. Como si al alcanzar el último peldaño cubierto de resbaladizo musgo en la boca del pozo volviera a caer a lo más profundo, y, con cada caída, la misma profundidad ahondase.

Se abrió una brecha imposible de saltar entre ambos.

¿Cómo amar a quien ha matado a toda tu familia y aplastado la ilusión de tu vida? La amarga respuesta a esa cuestión se la había dado la misma Ágata cuando los dos aún eran felices en su ignorancia.

Finalmente, Niall lo había entendido y daría lo que no tenía porque el precio no hubiera sido tan alto.

Dos golpes sordos sonaron en la puerta de su despacho. Se levantó y fue directo a abrirla, ahorrándose gritar al visitante que entrara, la puerta de roble era de tal grosor que casi hacía la estancia insonorizada.

Nunca sabes qué te depara al otro lado de una puerta. Niall encontró la resolución de su encrucijada: la vida te devuelve lo que el destino te arrebata.

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