EL AUTOBÚS

Por Bárbara Alonso

Si me preguntas por qué te escribo ahora, después de tantos años, la respuesta es que voy a suicidarme. No te asustes, solo voy a quitarme la vida que no me gusta. Quizás con otra vida me vaya mejor.

—Señora, el autobús va a salir ya ¿sube usted? —El señor conductor parece algo irritado, nos va detrás como si fuéramos gallinas que meter en un corral, en otra época de mi vida seguro que le hubiera contestado de mala manera pero ya te he dicho que voy a terminar con esa vida.

—Disculpe, enseguida subo, últimamente ando algo confusa.

—Esa maleta es demasiado grande señora, no cabe en los

compartimentos de arriba, tendrá que dejarla en el maletero.

—En eso sí tiene razón el señor conductor, he llenado mi vida de codicia, de cosas superfluas, de conflictos no resueltos y de orgullo innecesario.

—Lo sé señor, soy consciente de que debería empezar a viajar más ligera de equipaje.

—No se apure señora, le pasa a mucha gente. Arriba pues, la

Compañía me penaliza si llegamos con retraso. —Ahora entiendo porque nos metía tanta prisa, al pobre conductor le penalizan si llegamos con retraso; la Compañía te abona el importe del billete si el autobús llega con más de 15 minutos de retraso, y resulta que al final ¿quién lo paga? pues el conductor a costa de su sueldo. Y pensar que yo también he sido así, dispuesta a todo para conseguir lo que quería, qué asco de ambición desmedida y de obsesión por el dinero. Te lo prometo papá, estoy decidida a acabar con la persona que fui.

Tú no me enseñaste a ser así. En eso me convertí yo solita. Tú eras mi puente, siempre que la angustia me sofocaba estabas ahí, sólido, imperturbable, en exclusiva. Escuchabas pacientemente a que yo vomitara mi juventud y luego, luego no decías nada, solo escuchabas.

Tu silencio era lo que me reconfortaba. Volvía a mi orilla, pletórica y renovada dispuesta a librar más batallas. ¡Qué orgulloso estabas de mí!

Nunca me lo dijiste con palabras pero yo lo sabía. Recuerdo uno de nuestros largos paseos por el pueblo, a ti se te escapó una lágrima, fue diminuta, casi imperceptible pero yo la vi, te apresuraste a secarla con tu pañuelo, ese que llevas con tus iniciales bordadas. —Se me habrá metido algo en el ojo— dijiste. Yo me hice la loca, te sonreí y seguimos paseando como si nada.

—Jovencita ¿es usted escritora? —Qué gracia papá, alguien me ha llamado jovencita, hacía muchos años que no me pasaba eso, la señora debe tener más de ochenta, así que no me extraña que una mujer de casi cuarenta le parezca una jovencita. Ahora tengo que dejarte.

—Disculpe, ¿cómo dice?

—Le preguntaba si es usted escritora, como no ha parado de escribir desde que salimos.

—La verdad es que no, me falta talento y actitud para eso. Solo estoy escribiendo una carta.

—Eso es muy bonito, ya nadie escribe cartas, ahora todos se mandan mensajes y monigotes por el móvil.

 —Hay algo en esta señora que me hace empatizar con ella, pero no acabo de entender qué es; extraño ¿verdad?, yo que siempre he tenido una cierta aversión a relacionarme

con personas ancianas, ya sabes que no soporto el olor a viejo.

—Lo cierto señora es que yo no soy mucho de móviles.

—A mí tampoco me gustan esos aparatos infernales, mi nieta me compró éste —abuela, es para estar conectadas— me dijo. Y luego se fue a Cambridge con una beca de investigación; es muy lista mi nieta, pero aquí, ya sabe, la cosa está fatal para los listos.

—Vaya, debe estar usted muy orgullosa de su nieta ¿qué tal le va allí?

—Pues desde que se marchó no sé nada de ella pero es normal, está investigando cosas importantes, y no tiene tiempo para abuelas sensiblonas. —La soledad papá, eso es lo que me hace empatizar con la vieja.

Te escribo estas líneas sentada en el autobús que me lleva de nuevo al pueblo. No se me ha ocurrido un sitio mejor adonde ir. Allí pasamos intensas horas conociéndonos. Tú me hablabas de cuando eras alocado y aventurero, de todos los negocios que habías montado y todo el dinero que perdiste. Me contabas cómo lograste escapar de aquel incendio que te dejó en calzoncillos en medio de la calle, y presumías de cicatrices. De las otras, las que no se ven, nunca me hablabas. Yo tampoco me atrevía a preguntar. Y así pasábamos las horas. ¡Cuánto adoraba que me contaras todas esas historias! siempre las mismas, con el mismo tono, en el mismo orden, granítico, firme, yo me hacía musgo en esa roca, y crecía a tu sombra.

Esos momentos eran siempre únicos y fugaces. Y cuando llegaba la hora de despedirse, yo subía de nuevo al autobús con cara triste y taciturna, tú intentabas consolarme siempre con las mismas palabras:

—Hay cosas en el mundo que son bellas porque no perduran, y por eso, son aún más bellas

— Volvía a la ciudad, con mamá, pensando en esas palabras, en nuestros paseos, y otra vez encontraba el consuelo y la serenidad para todo lo que tuviera que llegar.

—Oye, ¿es tuyo este móvil?—te vuelvo a dejar, hay un tipo con barba y  gordinflón que no para de mirarme.

—Que si es tuyo este móvil, estaba tirado en el pasillo.

—Vaya, se le debe haber caído a la señora mayor que iba sentada a mi lado. Aunque creo que en realidad se lo ha dejado olvidado a propósito, la entiendo, no debe ser muy agradable que haya un aparato infernal que te recuerde constantemente que nadie piensa en llamarte.

 —El tipo con barba y gordinflón acaba de poner esa cara de no entender- un–carajo-de-lo-que-he-dicho.

 Esta vez me ha tocado ventana, como viajo entre semana no hay casi gente y he podido elegir sitio. ¿Los lunes al sol? Qué chistoso te has vuelto. Fuera está todo helado, no son ni las seis y la tarde ya se ha hecho oscuridad. Empaño el cristal con el vaho de mi respiración y dibujo un corazón que parece un culo. Mejor lo borro y dibujo una carita sonriente. Ojalá fuera todo así de fácil. Ojalá pudieras borrar con la manga de la chaqueta las decisiones equivocadas, esas que causan

un dolor permanente, como la gota china, que va taladrando tu frente lentamente. Después de algunos años, te das cuenta de que ese goteo te ha provocado daños irreparables.

Lo sé, no debería compadecerme, pero deja que lo haga durante un rato, fuera se ha vuelto todo tan gélido. Además, tú también te subiste a un autobús y no volviste jamás. Ni siquiera te despediste. Yo era tan joven, solo tenía diecinueve años y te necesitaba tanto. Dinamitaste el puente y me abandonaste en aquella orilla. Ahora soy una mujer adulta, de hecho, he sido capaz de subirme a este autobús yo sola. Ya estoy llegando, casi puedo tocar la otra orilla con las yemas de mis dedos, casi puedo oler los bollos recién hechos. ¿Recuerdas?, ¡cuánto nos gustaban aquellos bollos! y el olor que salía de la panadería del pueblo.

¡Qué dulces, qué tiernos! podría deleitarme horas con ese olor y no  despertar jamás. Pero ningún olor a bollo dura para siempre. Lo siento, no he sido justa contigo. Ya sé que tú no decidiste tener ese infarto pero es que hay tanto ruido en mi cabeza que no consigo escucharme. No sé qué respuestas busco porque ya no sé qué preguntas hacerme. El otro día desperté en un charco de rabia al descubrir que yo también empezaba a hacerme trampas al solitario, como toda esa gente a la que tanto habíamos criticado. Pobres infelices, nosotros, ahora entiendo muchas cosas.

—Oye, ha dicho el conductor que tenemos que bajar del autobús; parada técnica para echar un meo y esas cosas. Y no te olvides el cuaderno, aquí hay mucho chorizo. —Después de todo, el tipo con barba y gordinflón parece un buen tipo, cuántas cosas nos perdemos por juzgar antes de tiempo.

—Gracias, lo tendré en cuenta. Me vendrá bien un poco de aire. Siento el sofoco acercarse como un tornado. Qué destino más incierto el de esa cucaracha casi muerta, que pelea patas arriba por su vida, dando vueltas en el remolino de agua que se forma en el váter cuando tiras de la cadena. No sabes a donde irá pero te alivia pensar que ya no la volverás a ver pululando por ahí. Hasta que un día, descubres que tú eres la cucaracha que se ahoga y no la mano que tira de la cadena.

—Señora, el autobús va a salir. ¿Se encuentra bien? parece agotada.

—Dígame, señor conductor ¿cree usted que Dios nos diseñó para vivir como hombres y mujeres de propósito? —Otra vez esa cara-de-no entender-un-carajo-de-lo-que-he-dicho.

La gota china cae impasible al dolor que causa. Cada vez, con más frecuencia, me asalta una pregunta: ¿para qué seguir? Hay días que me levanto rebosante. Pero otros días, como hoy, me dan arcadas, no encuentro sentido a nada. Llevo una bolsa de plástico en la cabeza que no me deja respirar. Cada vez la tengo más pegada a mi cara, abro la boca pero no entra aire, solo la bolsa. Corro a ciegas hacia la puerta y mientras intento no ahogarme, ahí está otra vez, esa angustia recurrente e insoportable: toda la maldad del mundo se me echa encima y me devora, como Saturno a su hijo. Después, me inunda una

amarga tristeza y me quedo seca de tanto llorar. En estos momentos, el mundo me parece abrumador. La maldad humana lo asfixia todo, yo he sido maldad, y la que se asfixia ahora soy yo. No se puede perseverar en la equivocación, eso sería de estúpidos, y yo no soy estúpida.

—Señoras y señores pasajeros, final de trayecto. Recuerden recoger todas sus pertenencias, esperamos que hayan tenido un viaje agradable y deseamos verles de nuevo en nuestros autobuses. Estoy exhausta, creo que iré directa a la cama. No pongas esa cara. El sueño lo anestesia todo. Ya no quiero seguir pensando en todo el daño que he causado. Te he dicho que no me mires así. ¿Coraje?, claro papá, de eso se trata, de tener coraje porque el coraje supone poner el corazón por delante. A mí me ha faltado precisamente eso, corazón. He

empezado esta carta diciéndote que voy a quitarme la vida que no me gusta, y eso es lo que voy a hacer, me voy a quitar de encima a esa persona ávida de poder, que creía que la codicia era buena en todas  sus formas, voy a acabar con el monstruo manipulador y sin escrúpulos que hizo que cientos de familias perdieran sus ahorros, que acabaran desahuciadas de sus casas y cosas peores de las que prefiero no hablarte. Lo siento, no quería ponerte triste pero el dolor es agotador.

Lo intentaré papá, intentaré que con otra vida me vaya mejor.

FIN

RELATO DEL TALLER DE:
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Esta entrada tiene un comentario

  1. carlos leon

    desnuda el alma, trágica y renaciente

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