JAQUE MATE A JACOBO
Por Julio Manuel Pérez
05/12/2018
Jaque mate a Jacob.
Y Jacob respondió: Véndeme en este día tu primogenitura. Y dio pan y lentejas a su hermano mayor, Esaú. Libro de Génesis 25.
Conocí a Jacob jugándome contra él orgullo y dignidad, respeto y vanidad. Era solo una parte, la más importante, de lo que había en juego en cada partida de ajedrez.
Compartimos mucho tiempo intentando conquistarnos nuestro amor propio en cada movimiento, cada enroque y cada jaque.
Y apostábamos en nuestras contiendas todo nuestro tiempo, el disponible y el que sisábamos a otros menesteres.
En eso del tiempo él era mucho más rico que yo, la obediencia a su silla de ruedas tenía esas ventajas. No hacíamos mucho más, solo paseábamos, hablábamos, fumábamos, bromeábamos y compartíamos todo lo que teníamos, que no era mucho, pero era todo.
Jacob sucumbió a su silla de ruedas por méritos ajenos a la temprana edad de un año, en tiempos en que la poliomielitis se curaba en proporción directa al tamaño de la cartera. Mejor suerte tuvo su hermano, el que le contagió la enfermedad, porque sus síntomas fueron detectados a tiempo. No fue así con Jacob. Entonces los llantos no eran suficiente argumento.
Y cuando su padre murió, Pepa, su madre, se convirtió en la única persona en quien desahogar sus desdichas.
Creció Jacob, y vivió sentado, con una movilidad muy reducida en una de sus manos. Ese era todo el aparato motor con el que contaba; y con una personalidad forjada a cincel, como Miguel Ángel hubiera forjado sobre mármol, con arte, fuerza y belleza. Mucho motor para tan poca rueda.
Hablábamos sin mirarnos. Él sentado, abriendo camino, yo empujando su silla de ruedas, conduciendo a veces de forma civilizada y otras no tanto. En tiempos en que la calle aún no había pensado anchuras para Jacob suplíamos estas carencias con grandes dosis de habilidad y de imprudencia, y sobre todo de descaro.
El ajedrez fue siempre nuestro refugio, nuestra coartada, nuestra gran pasión.
Así, perfeccionando nuestra afición, estudiamos los libros de los maestros, las aperturas y los finales, conocimos las historias y leyendas de las grandes figuras rusas.
Utilizábamos los relojes de ajedrez, apuntábamos los movimientos de nuestras partidas; luego las reproducíamos, las volvíamos a estudiar analizando nuestros errores. Competimos contra otros, ganamos y nos ganaron; pero juntos nunca perdimos.
Y Jacob se afanó tanto en el estudio del ajedrez y de sus secretos que descubrió los atajos que permiten llegar de una casilla a otra más alejada sin atravesar al descubierto todo el campo de batalla; advirtió los movimientos acompasados de caballos y alfiles, dispuestos en sabia coreografía, alcanzando a entender los secretos de sus danzas; interpretó las habilidades de la Reina para ganar las contiendas ante todo aquel que osara violentar sus dominios; analizó cual alarife de catedral los cimientos de las torres que custodiaban el tablero, e instruyó con precisión militar al ejército de peones que ansiosos esperaban sus órdenes.
Observó con perspectiva quirúrgica los rasgos del Rey, el orden que presidía todas y cada una de sus acciones, y entendió que el Rey era él mismo.
Tal era su dominio de las artes del ajedrez, que los libros de los grandes maestros ya no tuvieron misterios para él, descubrió en ellos errores que él mismo rectificó, discutió las tesis de los eruditos y perfeccionó las artes escritas y aceptadas hasta entonces por todo el mundillo del ajedrez como la palabra de Dios.
Pronto no tuvo rivales en el entorno doméstico, su fama llegó a las Federaciones, le invitaron y le visitaron para hacerle entrevistas, para que jugara partidas simultáneas y para que se enfrentara a otros grandes jugadores, a Maestros y a Grandes Maestros.
Al principio aceptó algunas invitaciones para jugar partidas, con expectación creciente de la prensa especializada y la curiosidad y el escepticismo de algunos maestros internacionales. Todos se preguntaban: -¿Quién es y de dónde ha salido este chico?-
Nadie lo conocía, nadie había escuchado hablar de él.
Su puntuación ELO no apareció en las clasificaciones hasta el año anterior, su primera puntuación conocida fue 1810, y eso corresponde simplemente a la de un buen jugador de club, no más, y desde entonces no se conoció a nadie que le hubiera podido ganar una partida.
Solo aceptó 3 tablas de entre cientos de partidas jugadas, todas ellas en partidas simultáneas y todas ellas en situaciones favorables para ganar y contra contrincantes infantiles. Y todas ofrecidas por él mismo.
Pero Jacob rechazaba ser centro de atención todo el día, todos los días. Sabía que ese no era su camino, ni lo deseaba. Tenía otros planes, luego me confesó que sabía que era otro su destino.
Me buscaba y me pedía que lo sacara de incógnito de su casa y buscábamos refugio en casa de su cuñado, en el barrio del Perchel.
Entonces el Perchel era un barrio nada recomendable para los extraños, para adentrarse en aquella selva urbana o incluso para cruzarla había que tener una especie de salvoconducto, un santo y seña que evitara tener que pagar un peaje o ser víctima de un atraco o una paliza.
Además, salir de su casa sin ser vistos, identificados y seguidos no era tarea fácil, la única salida era por el portal, empujando su silla de ruedas, y mientras íbamos andando hasta el barrio del Perchel, en cuyo trayecto caminábamos casi una hora, éramos abordados por periodistas, miembros de la Federación, personajes de empresas que pretendían ofrecerle un patrocinio, y muchos curiosos.
Llegar al Perchel llegó a ser un alivio, una vez entrábamos por calle Cerrojo, los que nos seguían iban desapareciendo, se rezagaban o simplemente desaparecían. Con el tiempo llegué a la convicción de que los guardianes del santo y seña nos hacían el trabajo de ahuyentar a esa bandada de moscardones.
Ya en la casa de Navas, el cuñado de Jacob, en un segundo piso al que accedíamos a través de una angosta escalera por la que subíamos a Jacob en brazos porque la silla de ruedas no merecía semejantes estrecheces, Jacob se acomodaba en una silla de anea, junto a una mesa camilla, y allí cambiaba su semblanza.
Aunque ahora que lo pienso detenidamente, creo que no era un acto voluntario, el rictus se tensionaba, se mostraba más serio de lo habitual, ordenaba lenta y sosegadamente las piezas de ajedrez sobre el tablero que ya tenía preparado en la mesa. A veces, cuando encontraba las piezas ordenadas, las retiraba educadamente y las volvía a colocar él mismo en el mismo sitio, lentamente, usando su mano derecha, la única que podía usar. Era un ritual.
De fondo sonaba, como siempre, la música de James Brown, Miles Davis o Duke Ellington. La casa de Navas estaba presidida por un poster de B. B. King donde rezaba: “El jazz es la capacidad de la raza negra de soportar la adversidad” La primera vez que lo vi instintivamente miré a Jacob y corroboré que era de raza blanca.
Todo empezó un día de fiesta. Aquel día, como todos los días en que no tenía que trabajar, me dirigí a su casa para diseñar el programa de actividades del día, con todo el margen del mundo a la improvisación.
Ese día, no obstante, me dijo:
-Mi madre está otra vez en el hospital, y esta vez es la última. Vamos a verla.
Lo dijo de una forma serena, no hubo alteración ni muestra de sentimiento alguno en su voz, no fue una petición, tampoco una orden o súplica. Simplemente se limitó a decirme lo que habría de suceder.
En el hospital nos entrevistamos de nuevo con el médico que solía atender a Pepa, que nos informó que el final estaba cerca. Ya nos tenía informados de forma puntual en las semanas anteriores que la evolución del cáncer de Pepa era irreversible y que era cuestión de tiempo, de poco tiempo, esperar su muerte.
Jacob me dijo que se quedaría esa noche en el hospital, hasta el final. La conocida tozudez de Jacob me hizo desistir de intentar convencerlo de lo contrario.
La mañana siguiente amaneció lluviosa, como pocas veces, así que se me hizo difícil desplazarme en mi motocicleta. A pesar de ello, venciendo la pereza desvié mi camino habitual y paré en el hospital. En la entrada, al resguardo de la lluvia pero a la intemperie estaba Jacob; fumando un Ducados, con el rostro sereno y sospechosamente azorado.
En el tiempo que tardé en subir los escalones su mirada me avisó del desenlace. Inexorable y feliz desenlace. Luego me dijo: – Ya ha muerto – Mientras Jacob me consolaba, entre lágrimas casi histéricas me pregunté: -¿Quién lo ha consolado a él?-
Después de aquello, Jacob envejeció repentinamente. Un poco en lo físico, al poco tiempo empezó a peinar algunas canas y las ojeras de los últimos días nunca desaparecieron del todo. En lo anímico parecía otra persona, portaba un halo de serenidad que nos contagiaba a todos los que le rodeábamos.
El Perchel, Calle Cerrojo, 32, 2º piso, se convirtió en un cuartel, un centro de operaciones, la consulta de un médico especialista.
Más allá de las fronteras que marcaban los límites del barrio, la fama de Jacob se propagó como una epidemia. En los mercados, en los bares, en la calle, se hablaba de los milagros de Jacob. Se susurraban las historias que de boca en boca se difundían. Nadie podía guardarse para sí la historia que escuchaba, se veía obligado a volverla a contar y así descansar de la insoportable carga de un secreto a voces interrumpido.
Jacob recibía visitas. Las escaleras que separaban la calle de la casa de Navas se habían convertido en una improvisada recepción de viandantes desconocidos, que con el nuevo santo y seña – Tengo que hablar con Jacob- o – Necesito ver a Jacob – lograban atravesar las murallas ficticias y adentrase en el laberinto de intrincadas calles hasta llegar al nº 32 de la calle Cerrojo.
Los visitantes siempre venían acompañados por los que se habían autoproclamado vigilantes del templo de Jacob, soldados de la ciudadela que la custodiaban con sus vidas ante cualquier intruso que pretendiera violentar el orden no escrito establecido alrededor de Jacob y su oráculo.
Jacob esperaba pacientemente que alguno de los improvisados recepcionistas hiciera pasar al paciente y le hiciera sentar frente a la mesa camilla que ocupaba. El visitante, que eludía cruzar su mirada con la de Jacob, aturdido y abrumado por la solemnidad de su interlocutor, se presentaba con su nombre, cuando Jacob, como en trance disimulado, comenzaba a mover piezas del tablero, ahora un peón blanco, ahora un alfil negro, y así durante unos pocos movimientos, unos cuantos minutos, a veces más. Conforme su mano, deforme e inhábil trasladaba las piezas de casilla en casilla, iba recitando pormenores de la vida y costumbres del visitante y sus allegados, ante la inagotable admiración de los cotidianos y el entusiasmado temor del recién llegado. Seguidamente ofrecía sus consejos sobre alimentación y sugerencias de actitud, y alertaba sobre emboscadas al espíritu.
Luego se detenía, saciaba su sed con ansia como quien acaba de volver del desierto y se despedía de su paciente. No era un vidente ni ofrecía vaticinios. Jacob era un sanador, un curandero, a través de la sabiduría que el manejo del ajedrez le había proporcionado, era capaz de infundir sanación a males, soluciones a complejos problemas y paz a espíritus atormentados.
El visitante se marchaba, turbado y emocionado, temeroso ante la duda de que aquello hubiera sido todo, de que todo estuviera curado, arreglado a partir de entonces, y a la vez iluminado por el diagnóstico y la receta.
Entretanto, por el camino, bajando las escaleras, pagaba el dispendio voluntario. No había cobrador, no había interventor de finanzas, no había necesidad. La recaudación no generaba riquezas, servía para un sustento sencillo, sin carencias. Los únicos lujos que Jacob se permitía eran los nuevos vinilos de Louis Armstrong y Betty Carter.
Y así se servía Jacob del ajedrez y sus infinitos misterios para sembrar paz y bienestar entre los que lo necesitaban y se lo pedían.
Jacob, Jacob. –Llamó la enfermera-. A Jacob le costó moverse después de haber estado dormido en su silla de ruedas toda la noche en una mala posición, junto a la cama de su madre.
Jacob, tu madre ha muerto. Lo siento.
Y Jacob sonrió en el momento en que una lágrima eterna resbaló por su mejilla.
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