PÉRDIDAS

Por Mariano Icaza

Nunca recordaré el año, fue a mediados de los años 90.

Nunca olvidaré ese momento, fue el más duro de mi vida.

Nunca imaginé que pudiera ocurrir, por eso sucedió.

Nunca pensé que lo pudiera aceptar, pero lo conseguí.

Lo que sí recuerdo son los despertadores acompañados con los movimientos de las sábanas, los ruidos de las camas moviéndose en nuestro levantar, los bostezos, las primeras palabras, las prisas y los turnos en los cuartos de  baño, la ropa que te pones todavía destemplado, las tazas en los desayunos, los abrigos en invierno y chaquetas en primavera. Entonces la puerta se cierra y empieza un nuevo día en los jesuitas.

Felices recuerdos de la vida en aquella gran casa llena de luz, sonrisas, amistad, juegos, y amor.

El bocadillo de chocolate a la vuelta del colegio, los libros sobre la mesa del comedor, los deberes que nunca se acaban, el humo del tabaco que llegaba del salón de mis padres, el salir por fin a la calle con el temblor de los trenes pasando junto a la casa, esa bolsa de chucherías en la mano que era como acariciar un tesoro, el agua que sueltan las esponjas en aquellas bañeras llenas de agua y vaho, los platos en la cena,  las almohadas que nos tiramos jugando, las carcajadas, los lloros, las peleas, la luz y la oscuridad.

La llegada del verano, los libros a la estantería, los trajes de baño y las toallas siempre a mano, la playa, las olas, las tortillas francesas y los primeros atardeceres junto a nuestra Madre.

Las escarpadas carreteras en su MiniCooper, las curvas, las montañas verdes; siempre verdes; la parada para tomar un helado y otra vez el bocadillo de chocolate, el agua que sueltan las esponjas en aquellas bañeras llenas de agua y vaho, los platos en la cena,  las almohadas que nos tiramos jugando, las carcajadas, los lloros, las peleas, la luz y la oscuridad.

Lejanos recuerdos de una infancia casi olvidada. Creciendo sin darme cuenta, sin que nadie se percatara, con pocos consejos y ejemplos, así llegó la intensa adolescencia.

Patxo y yo, los más próximos en edad éramos más que hermanos, amigos; y disfrutábamos de nuestros primos, bicicletas, patinetes y grandes aventuras. Ibamos a la playa más cercana donde todos nos encontrábamos con nuestros amigos sin mensajes ni llamadas. Saltábamos los bloques de cemento donde rompían las olas, veíamos los atardeceres tras el Monte Serantes, hablábamos de chicas, comprábamos dulces, fumábamos los primeros cigarrillos y hasta tomábamos las primeras cervezas, rodeados siempre de aquellas verdes colinas, esos grandes arboles alineados en los paseos, el crujir de las hojas bajo nuestros pasos, aquel hombre tan grande que nos aterrorizaba, pero al que constantemente burlábamos y hacíamos correr tras nosotros muertos de miedo; y las sinceras despedidas, deseando vernos lo antes posible, más fáciles para mí que iba acompañado de mi adorado hermano.

Y repentinamente, nuestros padres nos reúnen un anochecer en el salón de la casa para comunicarnos su inminente separación. Caras de sorpresa, emoción contenida, la cabeza que da vueltas y piensa en multitud de cosas pero a la vez en ninguna. Ninguno de los hermanos habíamos percibido la llegada de ese momento, éramos ingenuos y felices. Sí, estábamos sorprendidos, la emoción nos superaba e intentábamos que lo que estaba sucediendo no sucediera. Preguntar, llorar, mirarles a través de tus lágrimas sin encontrar la respuesta que sueñas y anhelas. El principio del fin.

Padres que se separan, se pelean, se detestan y te olvidan.

Hermanos que se sienten confusos, solos, buscan su camino y los pierdes.

La ficción que se desmoronó ante mi infantil mirada.

Me encuentro sólo. La vida se vuelve dura, real y cruda.

Ese golpe cambio súbitamente nuestra vida y nos hicimos mayores en aquel salón aquel anochecer. Cada uno tuvo que hacer lo que pensó era más oportuno en su nueva soledad. La vida nos exigió posicionarnos en nuevos bandos marcados por esos padres que ya no estaban juntos.

Tristes recuerdos de la vida en aquella gran casa sin luz, sonrisas, amistad, juegos, y amor.

Acompañé a mi Madre a la puerta con su pequeña maleta, un coche con un hombre dentro la esperaba y arrancaron. Mi Padre seguía en el salón fumando aquellos Habanos de fuerte olor y se convirtió en pocos minutos en un ser desconocido y aterrador. Su cara cambió, su mirada se perdió y sus palabras sonaban distintas. El gran dolor y amargura estaba más presente en él, que en todo lo que dejó atrás mi Madre con su marcha. Aquella noche ambos se marcharon y nos quedamos solos en aquel salón de madera, con el humo del tabaco y los chasquidos de la leña en la gran chimenea, con las fotos familiares en esos marcos plateados, el gran retrato de mi Madre que pronto fue descolgado y con un amargor en la boca y picor en los ojos que hoy en día todavía siento cuando recuerdo aquella gran casa sin luz, sonrisas, amistad, juegos, y amor.

A partir de ese momento decidí vivir sin sentir ese inmenso dolor en compañía de las drogas.

Coqueteos, fiestas, fantasías, adicciones y sin darme cuenta me encontré felizmente en continua compañía de alguna bolsa llena de aquellos polvos blancos, marrones o mezclados que me permitían vivir sin pensar, sin información ninguna de sus consecuencias y con mis Padres  ausentes por sus continuas disputas.

Oscuros recuerdos de una adolescencia intensa. Rotundos recuerdos de una madurez aceptada.

Soledad en el precipicio. Eso es lo que yo recuerdo ahora.

Despierto de todo aquello pasados casi diez años, con mi vida recuperada, con nuevas motivaciones, con ilusiones y muchos planes viviendo en Madrid. Mi querido hermano viene a visitarme. Exposiciones fotográficas en pequeñas galerías escondidas, paseos por el otoño madrileño rodeados de coches envueltos en hojas, frio y luz en nuestros cuerpos al caminar recordando nuestro pasado paso a paso, cervecitas en locales llenos de humo y sonoras conversaciones, museos silenciosos con secos olores, entrañables cenas en lugares oscuros con extraños personajes hablando distintos idiomas, degustando platos alegres, coloridos y de pronto el lunes por la mañana, una llamada a mi trabajo, me comunica que mi hermano ha muerto en su hotel.

Acudo rápidamente convencido de que podré manejar la situación, consigo quedarme a solas con él y le hablo dulcemente al oido para que no siga adelante con semejante situación.

Pasados unos minutos abrazados, me doy cuenta que su cuerpo está frio, que a pesar de su sonrisa la vida le ha abandonado y me vuelvo a encontrar sólo en el abismo.

Unos hombres meten a mi hermano en una bolsa de plástico con del cierre de la cremallera que todavía hoy escucho. El juez se acerca para preguntarme cosas a las que no puedo responder. El director del hotel me presenta la factura. Soledad y confusión. Llanto callado. Lagrimas sinceras. Dolor perpetuo. Futuro negro.

Siempre recordaré el año de la muerte de mi hermano, noviembre de 1996.

Siempre recordaré ese momento, ya que sigue siendo el más duro de mi vida.

Siempre tendría que haber sabido que podía ocurrir.

Siempre hubiera tenido que tener esperanzas para aceptarlo.

Lo que sí recuerdo ahora de  la casa, donde todo comenzó; además de los despertadores, las sábanas, los ruidos, los bostezos, las primeras palabras, las prisas, los turnos, la ropa destemplada, las tazas, los abrigos; son las caras sonrientes de todos los hermanos, los continuos juegos, el movimiento de los arboles rozando las ventanas, los humos de las cacerolas, la chimenea, los cigarros, la dulce colonia de mi Madre y el fuerte olor a tabaco y bebida de mi Padre, los intensos momentos bellos y amargos que he tenido la suerte de experimentar durante mi larga vida en aquella gran casa llena de luz, sonrisas, amistad, juegos, y amor.

Todos los hermanos, menos Patxo, volvemos con nuestros hijos y se vuelve a oír el agua que sueltan las esponjas en las bañeras llenas de agua y vaho, los platos en la cena, las almohadas que se tiran jugando, las carcajadas, los lloros, las peleas, la luz y la oscuridad.

Allí me encuentro escribiendo este relato, ayudado por susurros de las paredes de madera en aquel salón que me dictan lo que voy escribiendo, los ecos en las habitaciones que añaden lineas a esta historia, las frases de Patxo que escucho en cada rincón. Hay algo que me atrapa, resuena, me hace pensar a menudo en todo aquello que sucedió.

Así que me tumbo en el gran sofá para escuchar el final de la historia que allí está esperando a ser contada. Yo soy el narrador elegido para escribirla.

De pronto mi mujer se sienta a mí lado acompañada de mis hijos para comunicarme su deseo de separarse, yo me reincorporo incrédulo e intento convencerla de que esto no puede ocurrir, nuestros hijos sin pronunciar palabra comienzan a llorar porque no habían percibido la llegada de este momento, eran ingenuos y felices. Si están sorprendidos, la emoción les supera e intentan que lo que está sucediendo no suceda. Preguntan, lloran, miran a través de sus lágrimas sin encontrar la respuesta que sueñan y anhelan. Y les imagino reencontrándose en unos años algún otoño con un teléfono sonando un lunes por la mañana comunicándoles la muerte de uno de ellos.

De pronto despierto empapado en sudor, sólo en ese salón de madera, intentando escuchar el final de esta historia.

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