RUTINA
Por Cruz Abelairas
05/12/2019
Otro día más paseo junto a la playa.
A ese paseo lo llamamos El Muro, y se extiende a lo largo de unos dos kilómetros, aunque el camino no acaba ahí, sino que sigue a través de una senda empedrada que recorre varios arenales, hasta la playa de la Ñora. El recorrido a pie, ida y vuelta, es de unas cuatro horas.
Lo hice alguna vez, pero me conformo con llegar hasta la «Lloca del Rinconín», o como se la conoce fuera, por su verdadero nombre, «La madre del emigrante». Es un monumento a las madres que veían partir a sus hijos en busca de una vida mejor.
A pesar de que llevo años contemplándola, aún me sobrecoge su aspecto: una mujer que mira al mar, con gesto de dolor y señalando con una mano hacia el horizonte. Han transcurrido muchos años desde que está ahí y lo más triste es que pasarán muchos más sin que su mensaje se vuelva anacrónico.
A veces bajo a la arena, me acerco a la orilla, me descalzo y dejo que las pequeñas olas rompan a la altura de mis tobillos, pero lo habitual es que, como hoy, camine por la acera, porque me gusta observar a las personas con la que me topo, las que conozco y me paro a saludar, las que nunca vi y las que veo todos los días, pero que no conozco, como el hombre pegado a un paraguas, con el que acabo de cruzarme. Como yo, no falta a su cita. Todo en él me resulta peculiar: su larga barba blanca, la ropa que lleva puesta, siempre la misma, sea invierno o verano: pantalón de pana blanco, jersey azul de cuello redondo y un anorak del mismo color, zapatos negros y como he dicho, el paraguas.
Quizá no pretende llamar la atención y consigue justo el efecto contrario, bueno, por lo menos lo consigue conmigo, porque no me es indiferente, es más, me gustaría conocerle, que me sorprendiera contándome su vida.
Concluyo que es un hombre raro, que vive solo, come a cualquier hora, duerme más de día que de noche, y que no tiene un móvil de los modernos, como mucho uno de los antiguos, solo para llamadas y a lo mejor ni eso.
Lo único seguro es que odia la lluvia.
Veo a una corredora preciosa aunque todavía está lejos. La corredora incansable. ¡Qué cuerpo! Y cómo lo cuida. Es de mediana estatura y morena, tiene la piel muy brillante y el pelo recogido en una coleta alta que la hace parecer más esbelta.
Estará preparándose para algún examen con pruebas físicas, es absurdo esforzarse tanto cuando, además, ella no lo necesita.
Si no fuera porque se sorprendería mucho, la aplaudiría.
Unos metros más allá, donde la marea alta no llega nunca a cubrir todo el arenal, trabaja gran parte del año el escultor hippie, que solo con sus manos es capaz de crear objetos o cuadros con infinidad de personajes. Esa es una parada obligada para mí. Me encanta ir descubriendo algo nuevo de su obra.
Muy cerca se coloca cada día la cantante portuguesa, siempre con el mismo repertorio. Me cansa un poco pero valoro su tesón, ya que no creo que su dedicación se vea compensada económicamente. Algunas veces me quedo apoyada en la barandilla vigilando durante unos minutos y todavía no vi que nadie le diera una moneda.
¡Buafff! A este que se acerca no lo soporto. Es el típico hombre que se resiste a envejecer y reconozco que va consiguiéndolo. Lo veo desde hace muchos años, y aunque nunca hablé con él, tengo referencias por otros. Cuentan que es muy inteligente, que aprobó unas oposiciones a banca con el número uno y que al poco de empezar a currar tuvo un accidente de moto y que ya no volvió a trabajar porque consiguió una invalidez absoluta. ¡Quién lo diría! Ahí lo tenéis: bronceado todo el año, melena al viento, cuerpo de gimnasio, un hombre que nos mira como si fuéramos pulgas al lado de un elefante, perdonándonos la vida. O sea, un impresentable con suerte.
Se me acaban las ganas de caminar, así que doy media vuelta. Aunque siempre esté parado, me gusta mirar el reloj farola de los jardines del muelle mientras cruzo por delante de él, total, me da igual la hora que sea, no tengo prisa.
Ahí van, la viejecita, pegada a la barandilla, deslizando la mano por ella, y el hijo, también bastante mayor, agarrando con una mano la mano libre de su madre, y con la otra, empujando su silla de ruedas.
Así recorren cada día ese trozo de muelle, ida y vuelta.
Me asombra el desinterés con que pasean ambos: ni siquiera se paran a mirar nada, solo caminan y caminan.
Tampoco hablan, quizá la viejecita esté ya un poco sorda, o ya se han dicho, después de tantos años, todo lo que tenían que decirse.
Resulta curioso: no sé si me alegra o me entristece el aspecto de ambos, lo que sí tengo, o creo tener claro, es que yo preferiría morirme y desaparecer sin más si estuviera tan mal como ella.
Supongo que cuando llegue el momento, me apuntaré a vivir de cualquier forma y a cualquier precio; bueno, no sé, nadie lo sabe, y es mejor no pensar en ello.
El bochorno es insoportable, así que me siento en un banco.
Una nube negra anuncia tormenta y me recuerda que dejé la colada tendida; me da igual, tampoco tengo prisa porque se seque.
No me inquieta que empiece a llover y no tener paraguas.
Si de repente se acabara el mundo, seguiría aquí sentada, no movería ni una pestaña.
Recordaría lo más bonito que me hubiera pasado en la vida, y moriría sin gritos, ni súplicas, ni lloriqueos: dócilmente. Sí, sería un buen momento para desaparecer junto al resto del mundo.
Pero, ¿cuál sería mi mejor recuerdo? Yo empecé el juego y debo terminarlo: tengo que escoger.
Ese sobreesfuerzo provoca que rompa a sudar, e incluso un ligero temblor se apodera de mí, pero no quiero darme por vencida.
Intento escoger, sin embargo mi mente se dispersa y no centro mi atención en un solo hecho pasado, en una sola experiencia o vivencia.
Con los deberes sin hacer, me levanto del banco. Iré a refugiarme en el sofá de mi casa.
Según me voy acercando, me convenzo de que mi mejor recuerdo fue el momento en que elegí pasear cada día junto a la playa.
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