DESREENCUENTROS
Por María Flor Valiñas
14/12/2020
Todo sucedió tan deprisa, que sólo los gemidos lejanos de la gente me mantienen despierta y por supuesto, su mirada. Raquel está en el suelo como ausente, pero sus labios aún tiemblan y su cuerpo aún titila manteniendo esa luz que suele irradiar. Parece que quiere seguir bailando e intenta extender su brazo hacia mí como para cogernos en otra de nuestras danzas. Yo estoy a unos metros de ella mas no tengo la suficiente fuerza para llegar. Intento arrastrame, pero mi herida en el abdomen me lo impide.
—Raquel, aguanta que ya viene la ambulancia.—. Ella me mira pero no sé si me escucha.
Con Raquel nos conocimos en la Universidad, las dos éramos delegadas de grupo, aunque yo iba dos cursos por delante. Ella tenía un perfil bajo, pero algunos temas le insuflaban un ardor que hacía que se pusiera en pie y se encendiera como una llama. Hicimos buenas migas y comenzamos a admirarnos mutuamente. Disfrutábamos yendo al teatro, a una exposición de pintura, a un concierto o a un espectáculo de danza. Nos intercambiábamos libros, nuestras largas faldas estilo hindú, nuestras pashminas y fulares o toda suerte de sortilegios que enredaran nuestros cuerpos. Cuando egresamos, las dos decidimos compaginar nuestro arte con la docencia y el tiempo pasó. El ajetreo de la vida nos fue separando y un otoñal día en que cruzaba la Plaza de la Catedral, alfombrada con hojas de plátano, me tentó darles una patada para sentir su suave crujido.
—¡Cómo no me esperas para patearlas juntas!
Me doy vuelta y allí estaba ella, guapísima como siempre, con su enorme sonrisa dispuesta a hacer una de las suyas. Nos dimos un largo abrazo e intentamos ponernos al día. Las dos nos habíamos casado, yo con Héctor, un antiguo compañero de la Universidad que ahora era director de teatro; ella con un compañero de trabajo del Instituto. ¡Qué casualidad! las dos teníamos dos hijos que tenían las mismas edades. Los años y la maternidad nos habían transformado en dos mujeres pero manteníamos nuestro espíritu juvenil. Habíamos cambiado algo nuestro vestuario y ahora los fulares sólo los llevábamos al cuello. Me contó que se había marchado al pueblo porque su madre estaba enferma y debía ocuparse de ella. Intercambiamos nuestros números de teléfono y prometimos llamarnos. Intentamos por un tiempo mantener el contacto telefónico, pero me vi inmersa en una dolorosa separación de Héctor y todas mis fuerzas se centraron en sacar a mis hijos adelante.
—Má, ¿Cuándo vas al Encuentro? Necesito “El amor en los tiempos del cólera” para el Insti.
Estaba segura que lo tenía pero aún me quedaban cajas para desembalar luego de la mudanza. Me dirigí a una de mis librerías preferidas, “El Encuentro”, que está ubicada en una antigua casa de grandes ventanales y muchas estanterías hasta el techo abovedado. Mientras husmeaba entre los estantes y mesas una portada llamó mi atención. Fue verlo y acordarme de Raquel. Era un libro de poesía que hablaba sobre la resiliencia de la mujer desde la voz de un hombre. Al final salí con tres libros: el de mi hijo y dos ejemplares del libro de poesía. La llamé y decidimos vernos, pues había regresado a la capital. Nos encontramos en el mítico Café frente al Teatro, donde nuestros profesores nos enseñaron a amar el arte en todas sus expresiones. Mantenía ese aire bohemio de siempre y sus vetustas sillas vienesas. Tras un capuchino de recuerdos, me contó que su madre había fallecido y ella estaba en pleno proceso de separación, aunque seguía enamorada de su marido. Tenía que dejarlo pues era muy celoso. Le entregué el libro y le gustó tanto que me dio un estrepitoso abrazo que no quebró mis costillas pero sí mi alma. Lo cierto es que nunca la había visto así, tras su sonrisa noté que se escondía una profunda tristeza. Tristeza que me impulsó a ayudarle en esos momentos. Así se inició una nueva etapa de nuestra amistad en la que nos juntábamos con los niños y hacíamos actividades, organizábamos comidas en casa de una u otra, asistíamos a eventos culturales como en nuestra época de estudios (cuando los niños pasaban con sus padres).
—Raquel, ya estoy preparada para reanudar mis clases de danza—le dije emocionada.
Empezó una época frenética para Raquel pues su exmarido no paraba de acosarla, estaba cada día más obsesivo y aparecía en cualquier sitio al que ella acudiera. Intenté ayudarla pero me dijo que lo podría solucionar sola. Dejó de llamarme porque decía que la agobiaba. Renunció a asistir a las clases de danza y a otras innumerables actividades alegando que tenía muchos gastos con sus hijos. Sí permitía que los chicos continuaran viéndose y los dejaba quedarse el fin de semana en mi casa o la de Héctor. El domingo a última hora de la tarde los llevaba a casa de regreso y ella esperaba a las puertas del edificio. Otra vez había vuelto a enrollarse largas pashminas alrededor de su cuerpo e intentaba ofrecernos una sonrisa de despedida. Un día la llamé para que vinieran al cumpleaños de mi hijo menor. Me dijo que irían los chicos pero si Héctor los iba a buscar. Cuando mi exmarido llegó a casa con ellos, me comentó que le había extrañado verla toda envuelta y con gafas de sol. Ese mismo día cuando acabó el cumple, Héctor se llevó a los chicos y yo me fui a lo de Raquel. No se esperaba que yo apareciera, aún llevaba las gafas de sol. Le dije que tenía que hablar con ella. Parecía que le hubieran caído unos cuantos años encima. Encorvada, muy delgada y cuando le pedí que se quitara las gafas descubrí un enorme hematoma que rodeaba su ojo. La abracé y se desenrolló toda su angustia. Su ex la seguía acosando y hacía dos días la había esperado a la entrada del edificio, discutieron y le pegó un puñetazo. A los chicos les dijo que se había caído al tropezar con una baldosa floja.
—María, no es la primera vez que lo hace. Poco después de casarnos ya empezó, pero lo quería tanto que pensaba que podía cambiar— me dijo entre grandes sollozos.
Me sentí tan indignada por todo el daño que había sufrido y dolida por no haber estado junto a ella. Le dije que se viniera a casa y veríamos qué podíamos hacer. Logramos, con la ayuda de un abogado amigo de Héctor, que se apartara de ella con una denuncia y una orden de alejamiento. Raquel estuvo viviendo junto a sus hijos en mi casa y fue reconstruyéndose. Se reencontró con un antiguo compañero de la Universidad en un curso e iniciaron una relación. Los chicos, Héctor y yo los ayudamos en la mudanza cuando se fueron a vivir juntos. Ella volvía a sonreír.
—¡Venga, má, que queremos llegar temprano al premio de pá!
Héctor recibía un importante reconocimiento a su trabajo como director y aunque ya no éramos pareja manteníamos una fraternal amistad. Allí, también por supuesto, estaba Raquel, su compañero y sus hijos. En la fiesta posterior, hablamos mucho de nuevos proyectos de trabajo y en unas semanas comenzamos a sumergirnos de lleno en la fotografía que tanto nos gustaba. Las dos salíamos a inmortalizar ventanas, puertas, patios, azoteas y el tiempo se detenía. Un día, no sé cómo ni por qué, algo nos sucedió. La más asombrada era yo, pues lo de volver a sentir mariposas en el estómago no me lo podía creer. Cuando lo hablamos, ella en un primer momento se puso como en las reuniones de delegados de la Universidad. A la semana me envía un poema de aquél libro que le había regalado y una foto en la que aparecíamos las dos con nuestros hijos. Nos dimos cuenta que siempre volvíamos a buscarnos. Así fue que abandonó a su entrañable compañero y volvimos a compartir casa con nuestros hijos.
Hoy era un gran día pues presentábamos un proyecto docente en los que interaccionaban la danza, la fotografía y la música. Nos dirigíamos a la Sala cuando nos topamos de frente con su exmarido en la calle, que vino hacia mí gritándome:
— ¡Zorra, tú me has quitado a mi mujer!— Sin darme tiempo de reaccionar me clava un cuchillo en el abdomen.
— ¿Qué haces?—aúlla Raquel.
Él la lanza contra una pared de un puñetazo. Su fular sale volando. Ella cae al suelo, golpeándose en la cabeza. Ahora espero escuchar la ambulancia que nos lleve al Hospital. Nos miramos pero no somos capaces de acercarnos. Ya no tiemblan sus labios y una cándida paz la rodea. Oigo voces cada vez más lejanas y pierdo aliento, sólo atino a susurrar:
—Aguanta, cariño, somos fuertes y saldremos de ésta.
—Ha sido duro sobrevivir a no tenerla entre nosotros, pero nos sentimos orgullosos de su recorrido como artista, como amiga, como madre y como compañera. — Héctor lee emocionado el discurso que yo no he sido capaz de pronunciar y los aplausos son intensos.
—¡A qué era muy guapa, mamá!
Rodeada de mis hijos y los de Raquel en la primera fila nos conmovemos al ver un gran retrato con su enorme sonrisa en la inauguración de la Fundación que lleva su nombre. Yo sufro aún las secuelas físicas y psíquicas de aquel día pero milagrosamente la vida me dio otra oportunidad.
Hoy, Raquel, llevo uno de tus fulares, para que estés donde estés sepas que el equipo que formamos sigue desenrollándose en sus encuentros.
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