ÁNGEL

Por M Francisca Ortiz

Se llamaría María de los Ángeles como su madre quien ya le había visto en sueños: rubia con una mirada verde como el agua que corre en los arroyos. Pero apareció un crío moreno, peludo y según el padre más feo que un sapo. Los espíritus pobres siempre ven en los demás las imperfecciones más repelentes y las más absurdas. El matrimonio ya tenía dos hijos: Jorge y Antonio bastante parecidos a sus progenitores, ordinarios y anodinos.  La niña que tan seguros estaban de tener satisfaría todos sus deseos.   Ángel usurpó su lugar.

Desde su nacimiento nunca se cansaron de “elogiar” sus defectos ayudándole   a desarrollar una personalidad insólita e inestable: inquieto, respondón, desgarbado y con unos ojos tan negros que según su madre descubrían el diablo que llevaba dentro.  Constantemente le vigilaba, le observaba sin adivinar que esa mirada tantas veces menospreciada desprendía, en su ausencia, calidez, inteligencia y al mismo tiempo una malicia propia del niño que era. Sólo en los momentos de absoluta soledad y dolor y en el rincón más oscuro que podía encontrar, Ángel dejaba asomar tristeza y lágrimas.  Ella nunca se agotaba   de repetir   a quien quisiera oírlo que ese demonio era la vergüenza de la familia. Era tal su insistencia que todos los vecinos y familiares hasta le tenían compasión por tener a esa venenosa serpiente en su casa. Sus hermanos, malcriados y orgullosos de saberse protegidos por el poder, aprovechaban a menudo la insatisfacción de su madre para complacerla en todos sus intereses.  Cuando su hermano aún yacía en la cuna le pellizcaban y le silbaban en los oídos sabiendo que el crío no tenía la oportunidad de defenderse:  ellos ya tenían uso de razón y el otro sólo era un desprotegido renacuajo. La criatura volviéndose loca de dolor y de desazón empezaba a bramar. Los culpables nunca recibieron una reprimenda: “Qué molesto es este crío.  Si crees que voy a cogerte en brazos, vas apañado… No fastidies la tarde.  Cállate ya.”  La mujer salía a la puerta de casa para contar a alguna vecina chismosa y ávida de dudosas novedades su desdicha…y hasta se le llenaban los ojos de lágrimas “de cocodrilo”. Hizo un papel excelente, un gran trabajo de actriz. Jamás nadie del vecindario sospechó las atrocidades que sufría Ángel. Si alguien alguna vez tuvo dudas acerca de ellas, cerró los ojos o miró cobardemente hacia el lado contrario. Lo que pasa en casa ajena no interesa y la mayoría de la gente, segura de su buen hacer, cierra la puerta a lo que no se quiere saber, aunque eso implique ignorar a sabiendas los   daños más que crueles que sufren otros.

Al crecer pronto descubrió que los suyos le   aborrecían. Pero a pesar de los desprecios, de los insultos y de los golpes su adolescencia no fue tan desgraciada como lo hubiera deseado su madre. En la calle era jovial, sociable y al aire libre casi olvidaba las amarguras y los odios.  Dentro, todo giraba alrededor de las fechorías, de sus canalladas, incluso sin haberlas urdido.  Excesivas fueron las veces que, al oír las quejas de su mujer, el padre dejaba caer sus pesadas y rápidas manos sobre alguna parte del cuerpo del niño dejándole la huella durante varios días. “Es que el chaval es torpe y se cae mucho” declaraba su madre ante la pregunta de un conocido. No le costaba nada pegar a su retoño, era como una costumbre muy antigua. Pensaba que mejor tener satisfecha a su mujer que ejercer su verdadero rol de buen padre. Una tarde sorprendieron al chiquillo robando unas chucherías en el quiosco del sr. Rico.  La paliza que le propinaron le dejó tan dolorido y marcado que no pudo comer en dos días; además le encerraron en el cuarto de los trastos compartiendo su dolor con la oscuridad. No hubo piedad. Su madre, cuando le liberó, le advirtió: “Espero que esta vez te sirva, porque a la próxima, irás directamente al calabozo con tu verdadera familia, las ratas.” Ángel la miró con indiferencia y sonrió para sus adentros: “pronto verás de lo que soy capaz, esto no ha terminado, soy malo… Y te arrepentirás de lo que me haces, ya verás vieja bruja de mierda”.

Con trece años era rebelde con causa, pero merced a los lamentos adulterados de la mujer que se llamaba su madre, su carácter se endureció aún más.  Se juntó con la pandilla más subversiva del barrio, una de esas tribus dichas urbanas, aunque en este caso mejor llamarla pueblerina, que sin muchos escrúpulos pasaba sus largos ratos ociosos con actividades más que sospechosas: pintando en las paredes inmundicias, rayando coches con piedras afiladas o atemorizando a las chicas por el mero hecho de pasar un buen rato y disfrutar de la cara de terror que ponía la víctima. Aún no se atrevían a más. Esos actos eran el principio de una larga lista de acciones que demasiadas veces rozaban la ilegalidad. Se atrevían a robar en pequeños comercios distrayendo al tendero o intentando timarle   con conversaciones incoherentes.  Al caer la tarde acostumbraban a recogerse en algún lugar apartado y tenebroso. Era su terreno, su guarida. Infinidad de veces proyectaban y dibujaban un futuro a su medida, los bolsillos llenos de billetes, rodeados de chicas guapas y por único objetivo el disfrute de una vida soñada. Eran unas bonitas utopías con unas teorías erróneas y violentas: “familias fuera, se pueden meter sus órdenes por cul…, que no lo paguen con nosotros, que se maten ellos si quieren, no les echaremos a faltar.” Parte de razón no les faltaba porque todos procedían de unos hogares desafortunados, sin ninguna quietud y ningún tipo de cariño. Bebían y fumaban y no precisamente tabaco sino alguna de esas hierbas que les hacían huir de la realidad y refugiarse en “un paraíso” donde todo estaba permitido. Borrachos de alcohol y de rebeldía reafirmaban con fuerza que la sociedad era una puta mierda, que no había justicia. Trataban de apartarse de su pobre existencia y de adentrarse en un universo ficticio maravilloso.

Una noche la mecha de la furia que roía sus cerebros se incendió y surgió a la luz mortecina de la farola que tenían en frente. Era tiempo de empezar a ejecutar las teorías tantas veces imaginadas.  Prepararon el atraco minuciosamente con un plano de acción muy estudiado en las manos. “Mañana, lo haremos mañana.” Y lo celebraron con unas cuantas botellas de cerveza que infundía en todos ellos el valor que deben detentar los hombres. Desafortunadamente para ellos, la dueña de la mercería se enfrentó a los cuatro chavales que entre ellos no reunían   su edad.  Ángel tenía un poco más de dieciséis años y los demás no serían mucho mayores. Vino la policía y… todos al cuartel. Al cabo de dos días les soltaron. El padre de Ángel tardó unos días más en preocuparse por él. El agente de guardia le dijo con una ojeada de reproche que le habían liberado. Añadió: “una vez más, y todos irán directamente al reformatorio. Gamberros con mucha suerte ya que la mujer no ha puesto ninguna denuncia.  Cuide un poco más de su hijo Señor.”  El padre no contestó. ¿Acaso tenía algo que decir?

Pasaron casi dos semanas y el mozo seguía sin mostrarse. Nadie notó su ausencia, era como si nunca hubiera existido. Si alguno de ellos le nombraba, la madre respondía: “ya volverá… Ya lo decía yo, no vale nada…sólo problemas y dolores de cabeza.” Si por acaso se   acordaba de él, no era para añorarle sino para preguntarse otra vez cómo había podido salir de su vientre un animal tan salvaje. Cuando pensaba en la hija que hubiera podido tener, le maldecía y se llenaba la cabeza de razones de lo infeliz que era:  vago, infame, mal hijo. Ni tristeza, ni remordimientos, sólo la obsesión por una hija sin existencia. Pero también encontraba alguna gota de placer que le alegraba el momento: el demonio había desaparecido.

Nunca sintió ni arrepentimientos ni pesadumbres con respecto a   los maltratos y a las vejaciones que ella y su marido habían cometido.  Desde el primer golpe de ojos cuando vio por primera vez   a su hijo cayó su sentencia.  Su corazón, si es que tenía uno, se volvió duro como el hielo para poder arrojar todo su odio. Nadie la paró.  Todos los demás prefirieron ser sordos, mudos y ciegos.  Arrastró al rencor y a la crueldad a toda la familia. El horrible satanás no reapareció. Lo olvidaron o eso parecía. Rechazado al nacer, lo enterraron en vida.

El padre murió primero. Al hijo mayor se lo tragó el mar un día de tempestad por temerario y por saltarse las prohibiciones. Antonio, el segundo, se mudó al extranjero como si hubiera querido apartarse y olvidar unas vivencias que nunca fue capaz de comprender ni de comentar. La madre, María de los Ángeles continuó una vida solitaria y miserable alejada de la realidad y sólo acompañada por la locura y una obsesión que nunca le abandonaría.  La encontraron una noche de invierno sentada en la hierba de un jardín, gritando que había perdido a su hijita. No encontraron a nadie que se hiciera cargo de la mujer y la trasladaron a una residencia. Los primeros días fueron espeluznantes:  gritaba sin cesar, llamando a su hija perdida hasta que un empleado tuvo el ingenio de poner en sus brazos un pequeño fardo del cual aparecía la cabeza sin vida de una muñeca rubia con los ojos del color del cielo. Volvió al momento del parto tan lejano ya, y sonrió:  Ahora podía ser feliz.

Ese mismo año un coche se paró a la salida del pueblo. Un hombre alto, moreno y desgarbado salió con el semblante sobrio. Se notaba   nervioso: apretó los puños y al mismo tiempo cerró los ojos con fuerza. Se acercó a un olmo, lo acarició, miró unos segundos la calle recta que llevaba al centro. Levantó un pie, pero el movimiento se quedó en el aire. Se mantuvo quieto un instante: “no, dijo para sí, quieto. No vale la pena…”  Entró en el coche: apretó la mano de su mujer, volvió la cabeza hacia atrás y casi gritando anunció: “el mar nos espera niños, no perdamos más tiempo” Arrancó el vehículo mientras a dos manzanas de donde se encontraba Ángel, en ese mismo instante, una anciana seguía    acunando a la hija que nunca tuvo.

 

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