JUFRASOR Y GÜILI

Por Gloria Morales

Érase que se era una tribu muy lejana llamada Jufrasor, que quiere decir “grandes sonrisas”. Era un lugar muy tranquilo donde no había llegado la civilización como nosotros la conocemos, es decir, no tenían ni ordenador, ni teléfono, ni sillones, ni calefacción. Vivían como antiguamente, con chimeneas de leña, camastros, asientos de madera, etc., y sus juguetes estaban hechos de madera, pajas y materiales que encontraban.

Los niños jugaban todos juntos y no regañaban… bueno, alguna regañina pequeña había, pero enseguida se amigaban otra vez.

En la escuela, el primero que terminaba ayudaba a los demás. Ahmú solía terminar siempre el primero y ayudaba muchas veces a Grialsa, una niña rubia y con ojos grandes y verdes que le gustaba mucho.

En Jufrasor no existía el dinero, el panadero le daba el pan al carnicero a cambio de un trozo de carne. El carnicero le daba unas chuletas al carpintero por un mes a cambio de una mesa y entre todos los padres aportaban lo que podían para la maestra.

Un día llegó una familia al pueblo que era de la tribu de los Jaxolufos, es decir, “Bocas-Agrias” en nuestro idioma. Estos eran todo lo contrario, intentaban malmeter a los demás para que todos discutieran y siempre estuvieran de mal humor, regañados y que los niños se pelearan.

Nada más llegar, Púdror, que así se llamaba el padre de la nueva familia, fue a comprar carne.

—Vaquero, necesito media res.

—¿Y qué me darás a cambio?

—¿Qué necesitas?

—Una silla de montar.

—Pues tengo una piel de bisonte que es estupenda para ello, podrás tenerla en un par de semanas —contestó Púdror­.

Jaika, su mujer, fue a por pan y le dijo al panadero que como su mujer estaba embarazada, le pagaría con vestiditos para el bebé. Luego fue a casa de la verdulera para que le diera unas verduras y hortalizas diciéndole que su propio bebé estaba enfermito pero que ya no le quedaba nada que ofrecer y la mujer, de buen corazón, le dio todo lo que tenía.

A Ateco, el hijo mayor, lo mandaron a la escuela, pero no sabía ni leer ni escribir. La maestra le colocó justo delante de Ahmú y Grialsa. A Ateco le gustó Grialsa, pero se dio cuenta enseguida de que entre ella y Ahmú había muy buena amistad, así que no tuvo ningún reparo en malmeter con los dos, contándole a la muchacha que Ahmú iba diciendo que era una inútil que no sabía hacer las tareas y se las hacía todas él.

—¿Qué vas diciendo de mí? —dijo Ahmú— ¡Eso no es cierto! Los chicos se pusieron de parte de su amigo, por lo que Ateco se enfadó y se fue.

Fue pasando el tiempo y ni el carnicero recibió su silla, ni la hija del panadero sus vestiditos y, sobre todo, Ateco, cada vez hacía travesuras más grandes en la escuela.

—Grialsa —decía Ahmú— no te creas nada de lo que dice. A mí me da, que todo lo que cuentan él y su familia es mentira, pero nuestros padres son tan buenos que se lo creen todo. Creo que voy a marchar a la tribu donde estuvieron anteriormente estos embusteros.

Después de decirle a su padre, el jefe Ámantur, que se iba a cazar, éste le dio su bendición y Ahmú se marchó, pero no a cazar, sino a investigar.

Había caminado muchos kilómetros y estaba muy cansado ya cuando empezó a diluviar, pero Ahmú continuó su marcha con rozaduras en sus pies y arañazos por todo su cuerpo de las ramas de los árboles, algunos espinosos. Poco a poco iba dejando de llover y salió el arco-iris y, cuando estaba más brillante, salió bajo su arco un tigre enorme. Ahmú pensó que lo iba a matar y comenzó a rezar alzando los ojos al cielo, pero su sorpresa fue enorme cuando el tigre se acercó lentamente y le dijo:

—Me llamo Llamaradas y creo que vienes con la intención de saber la verdad sobre la familia de Púdror, son lo peor que ha pisado estas tierras en cientos de años.

—Y tú cómo lo sabes —preguntó Ahmú.

—Porque yo soy el Guardián de la Justicia. Te voy a entregar un pelo de mi lomo, de los dorados. Si te ves en problemas grita mi nombre y sopla el pelo hacia el Sol, entonces apareceré.

Ahmú se despertó debajo de un manzano y pensó que la historia del tigre la había soñado. Sonriendo, empezó a andar de nuevo para resolver el asunto que le llevaba.

Después de dos días caminando llegó al último pueblo donde había estado la familia de Púdror, y después de empezar a hacer preguntas, los habitantes de aquella tribu le contaron que eran unos liantes y unos ladrones. Tantas preguntas hizo Ahmú, que pensaron que era un insolente y comenzaron a tirarle piedras y a perseguirlo hasta que consiguieron que saliera de los límites de sus tierras.

El gurú de esta tribu pensó que, si iba a Jufrasor y hacía como suyo todo el descubrimiento, seguramente le nombrarían comandante del jefe que, como era muy mayor, moriría pronto y sería él quien heredaría su puesto.

El gurú, que conocía muy bien la comarca, volvió en una canoa atravesando por una zona pantanosa, previendo la llegada unas horas antes que Ahmú.

Cuando llega el gurú, todos le dan la bienvenida y él, muy agradecido, pide hablar con el jefe, pues tiene algo muy importante que decirle.

—Jefe de los Jufrasor, vengo de Mantria, he sabido que los Púdror estaban aquí y he querido avisarte que intentarán destruir este pueblo como lo intentaron con Mantria.

—Amigos, —dijo el viejo Ámantur —¿alguien quiere decir algo al respecto?

—sí, sí, sí, —dijeron varios al tiempo.

—Os escucho, —dijo muy serio el jefe.

Después de haber escuchado las versiones del vaquero, la panadera, incluso la de Grialsa, el jefe procedió a expulsar a esa mala familia para que no volviera más, obligándoles a dejar todo lo que habían tomado de los vecinos de Jufrasor

Más tarde, como agradecimiento al gurú, apuntó el jefe Ámantur:

—Gurú, has hecho mucho bien a nuestro pueblo, así que te voy a ofrecer un nombramiento que me gustaría que aceptaras.

En ese momento, un muchacho ensangrentado y envuelto en barro intentó parar aquella ceremonia:

—Parad, ¡por todos los Dioses! Este hombre es un embaucador.

—¿Quién eres tú, que vienes con esas pintas a querer evitar un nombramiento bien merecido para este hombre?

—No le creas, padre, soy Ahmú y este hombre es igual de embaucador que los que acabas de desterrar.

—No le hagáis caso, —gritaba el gurú a las gentes— es un impostor.

— ¡Padre, deja que me lave la cara para que me reconozcas!

Ámantur miró a su alrededor y les dijo a unos niños que trajeran un recipiente con agua.

-El gurú se estaba poniendo muy nervioso y, lo primero que se le ocurrió fue coger una antorcha para quemar al chico, dando un salto en el que quedó muy cerca de su cara, pero Ahmú le pudo esquivar y al hacerlo le voló un pelillo que se le quedó en la nariz y casi le hace estornudar. Era dorado. ¡No se lo podía creer, era cierto lo del tigre!

Mientras, el gurú volvió a saltar con la antorcha cerca de Ahmú, chamuscándole un poco el pelo que apagó rápido con sus dedos.

—Maldito gurú, te vas a enterar.

—¡Llamaradas! —gritó— se puso mirando hacia el Sol, sopló fuertemente y, de repente, apareció un tigre de dimensiones enormes que se situó entre el jefe Ámantur, el gurú y Ahmú.

Todos se quedaron pasmados, incluso los niños se escondieron detrás de la falda de sus madres, muy asustados.

—¿Cómo es posible que un padre no reconozca a su hijo? —dijo Llamaradas.

—¿Por qué haces esto, gurú? —rugió el tigre mirándolo fieramente. Y volviéndose de nuevo dijo:

—Jefe, soy el Guardián de la Justicia y creo que, en este caso, lo más justo es que eches de la tribu al fantoche del gurú que no sabe más que mentir.

—Además, pienso que es justo que cedas a tu hijo el mando de tu pueblo, pues ha sabido muy bien cómo cuidarlo y es digno sucesor tuyo, pues ya eres mayor. Vive tranquilo y disfruta.

Al jefe le pareció justo y, rodilla en tierra, le entregó el bastón de mando a su hijo que lo recogió y levantó a su padre dándole un abrazo. El pueblo rompió en un gran aplauso.

Ahmú vio una carita con los ojos llorosos, era Grialsa. Se acercó a ella, le dio un abrazo y dijo:

—Perdona que haya tardado tanto en volver, ya no me volveré a marchar. La joven suspiró.

Todo fue bien en el poblado durante algunos años y un día maravilloso de sol, con arco-iris de fondo, cuando sonaron campanas de boda, eran Ahmú y Grialsa que se casaban. No podía ser de otra manera, estaban hechos el uno para el otro y el final más evidente fue el “sí, quiero” que se produjo delante de todos los amigos y vecinos del pueblo, incluso de Llamaradas, que también aceptó la invitación a la celebración de las nupcias que duró varios días.

De este modo, la vida en el valle de Jufrasor continuó por muchos años, siendo tranquila y amigable.

GÜILI

Un día de primavera Güili se iba de acampada a la montaña con un grupo de cincuentones que ya no estaban para muchos trotes: al que no le fallaba la vista, estaba un poco sordo y si no, tenía la tensión alta, o tenía reuma.

Llegaron a una zona llana donde se dispusieron a montar las tiendas. El cielo tenía un precioso color azul y, de pronto, se empezó a escuchar una música muy bonita.

Luis vio a lo lejos un pueblo pequeño en el que se alzaba un castillo enorme y supusieron que venía de allí. Julia propuso acercarse a eso que parecía una fiesta, pero Manuel sentenció: ¡Pues no faltaba nada más que eso, irnos de fiesta con las tiendas sin montar! ¡De eso, nada! ¡De aquí no se mueve nadie hasta que esté todo bien recogido!

Cuando terminaron, comenzaron a caminar cantando y riendo. Según se iban acercando, cada vez estaban más seguros de que aquello que veían era un reino y en todos los reinos hay un rey y todos los reyes tienen un castillo. Bien, pues aquel castillo estaba solitario, no se escuchaban los pájaros, las risas de los niños, el bullicio de sus gentes. En las afueras, los súbditos del Rey trabajaban duramente, cabizbajos, sin hablar, sin mirarse siquiera.

Iban bailando al son de la música, y así se fueron arrimando a un sembrador al que cogieron de la mano y le hicieron bailar. Al vaquero que estaba ordeñando su vaca, le unieron al grupo. Luego fueron a por el carpintero, el leñador, el herrero, las amas de casa y todos los niños que estaban tirando piedras en el río. Había un grupo de más de trescientas personas danzando y riendo, siguiendo la melodía alegre de la música. Al final, hicieron un corro alrededor del castillo que no pasó desapercibido para el rey y sus cortesanos.

-—¿Quién osa armar ese jolgorio sin permiso del Rey? —dijo el monarca, gritando—

—Majestad, soy Güili, estoy con unos amigos y con los vecinos de su reino, hemos venido a celebrar la fiesta como Su Majestad se merece, para que los reinos colindantes recuerden siempre cómo se divierten en el Reino de la Amistad.

—¿Y quién le ha dicho que este es el Reino de la Amistad? -dijo el rey con muy mal genio-

—Nadie, Señor, pero así es como lo llamarían si tuviera la amabilidad de honrarnos con su presencia. Cuantos más seamos, más nos divertiremos.

— ¡Llevaros a esa “Chuli” o como se llame al calabozo, que no hace más que alterar el orden público! — dijo el rey, gritando—

—¡Esta es la fiesta del cumpleaños del Rey y en ella se divierte quien quiere el Rey! ¡Mis vasallos a lo suyo y los forasteros que se vayan por donde han venido!

El rey continuó comiendo y bebiendo con sus amigos los nobles de la región, mientras miraba por la ventana y veía cómo trabajaban sus vasallos.

Y así fueron pasando los tres días que duraba la fiesta. El grupo de acampada no sabía cómo rescatar a Güili, le mandaron varias cartas al Rey y otras cuantas a la Reina que parecía más comprensiva, pero nada.

Mientras, Güili se hizo amiga del carcelero. Alguna vez, en lugar de llevarle bazofia, le llevaba alguna sobra de lo que comían los cortesanos y ella se ponía muy contenta.

La tercera noche que pasó en el calabozo, el carcelero estaba un poco piripi y Güili le propuso que le dejara probar un poco del pellejo, y le dijo:

— Guardián, este vino está malo — El carcelero volvió a probar e insistió en que el vino estaba excelente—

—Toma y verás.

—Sí, tú dame, pero estará igual de malo — Güili hizo que bebía de nuevo—

— ¡Uf, cada vez está peor! — y así le hizo coger al pobre vigilante una borrachera como un piano. Ya sólo le faltó coger el palo extensible del móvil, acercó las llaves a la puerta y de ese modo pudo salir.

Una vez terminadas las fiestas que celebraba el Rey, éste les daba un día libre a sus gentes para que hicieran lo que quisieran, eran, junto a la Nochebuena, los dos únicos días libres que tenían en todo el año. El Rey se asomaba a la almena más alta y decía:

— Mirad lo generoso que soy, que hasta les doy un día libre a toda esta chusma para que se diviertan ellos también.

A Güili le empezó a salir humo de las orejas de las barbaridades que estaba escuchando, entonces, al ver salir a los trovadores, magos, faquires, bufones, y un montón de artistas más, les preguntó si no harían una función gratis para toda esa gente, aunque fuera un poco más ligera, pero que pudieran disfrutar un rato. Se miraron sin muchas ganas, pero al final dijeron que sí.

Toda aquella gente se juntó en la loma de la montaña con manteles, panes, quesos y vino y empezó la fiesta. Mientras actuaban los caballistas los demás estaban repartidos con las familias, comiendo de lo que había. Si actuaban los faquires los magos se sentaban a comer un corrusco de pan con un trozo de tocineta, pero no faltaron los cantes ni los bailes.

El Rey estaba mirando por uno de sus ventanucos, mordiéndose las uñas de pura envidia por ver lo bien que se lo estaba pasando esa gente que, si lo llegaba a saber, no les daba el día libre… entonces apareció alguien por allí. —¿Qué haces aquí?, ¿por qué te has escapado, maldita “Chuchi”? ¡A mí la guardia! —gritó—

—Nadie le va a oír, están todos en la fiesta y si vos vais, os lo vais a pasar igual o mejor que ellos y os daréis cuenta de la gente tan estupenda que tenéis en vuestro reino.

—Yo no voy a juntarme con esa chusma.

—Pues vos os lo perdéis.

Güili comenzó a caminar hacia la pradera.

—Oye, Güichi, ¿tú crees que si voy me tratarán bien?

—Pues, claro, ¿es que os pensáis que todos son tan antipáticos y tienen tan mal genio como vos?

—Vienes tú conmigo y te pones delante de mí, por si acaso, ¿vale?

—Encima cobardica. ¡Y me llamo Güili!, le contestó alzando la voz. Rápidamente, agregó:

—Ah, una condición os pongo, que alguien vaya a buscar a mis amigos.

—Venga, vale —y el rey dio de inmediato la orden a un guardia—.

Finalmente, con un poco de apuro el rey bajó de sus aposentos con la Reina y los Nobles que quedaban y se dirigieron con Güili a la fiesta.

Sus súbditos, con cierto temor, le invitaron a unirse al corro de baile. La mujer del apicultor le dio una mano que el monarca aceptó (no con cierta grima), porque estaba pringosa de extraer la miel y la otra mano se la dio al hijo del carbonero, que no era negro, pero siempre llevaba la cara sucia. Y así, estuvieron bailando, saltando y brincando hasta altas horas de la madrugada.

Al día siguiente, los vecinos estaban muy cansados, pero muy agradecidos de que su Rey compartiera con ellos una buena parte de la Fiesta del Reino, así que cuando el monarca se despertó, se encontró con los más gustosos regalos para el desayuno: un ramo de flores precioso que habían recogido unas mujeres que iban a segar. Un cesto de frutas, regalo de otro vecino. Unos niños le llevaron una liebre que habían cazado con un tirachinas, el panadero le mandó el pan más grande que había visto nunca y así, hasta el portón del castillo.

Güili y sus amigos se fueron a sus tiendas para seguir con su ruta. El Rey quedó tan enternecido y conmovido que inventó el domingo, para que todos los vecinos tuvieran un día para divertirse y descansar de la dura semana. A veces, él se unía a alguna de las fiestas que organizaban con hogueras en la plaza del pueblo o las comidas en la pradera. Y efectivamente, como Güili predijo, en los alrededores y en los alrededores de los alrededores, ese lugar se llamó el Reino de la Amistad.

A partir de entonces también hubo tres días de fiestas en honor al Rey por ser su cumpleaños, de las que participaba de alguna manera todo el pueblo y se añadió un cuarto día que se llamó el día de Güili, aunque el monarca lo llamaba como primero le venía en gana.

Y así termina la historia de Güili y sus amigos en el castillo de la amistad.

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