DE MIS VIVENCIAS EN LA ATALAYA
Por Beatriz Ros
09/05/2021
Fue a primera hora de la tarde de un domingo cualquiera, en un remoto lugar y lejos de toda civilización. Era una zona rural, agrícola y ganadera, regenteada por mis abuelos paternos y posteriormente por mis padres. La Atalaya, que así se llamaba la finca; había sido testigo de las alegrías y tristezas de mis antepasados, del dolor de mis abuelos al perder tres de sus seis hijos en la contienda de 1936-1939 y del desasosiego de los agricultores de la época ante las constantes amenazas de perder las cosechas por las inclemencias del tiempo.
También del problema de adaptación que sufrió mi madre y de la soledad de una niña que no tenía la posibilidad de formarse en un colegio, ni de interactuar con niños de su misma edad. Aún así tuve la oportunidad de relacionarme con toda una serie de animales y esto me ha servido mucho en esta vida.
Ese día no había trasiego en la casa, ya que los empleados de las tareas agrícolas y los pastores estaban de libranza. Sólo el susurro del fuego en la chimenea y el cántico de algún pajarillo perturbaban aquel silencio sepulcral. Dicha casa no era una zona de paso, estaba rodeada de bosque mediterráneo, viñedos y de grandes cañadas para el cultivo de cereales. Lo más relevante de su entorno era una gran encina milenaria cuyas bellotas deleitaban nuestros paladares.
Ese día estábamos sentados al calor de la lumbre mis padres y yo, cuando un estruendoso sonido hizo eco desde la nada al interior de la casa. Mi padre se apresuró a salir a la calle a la vez que gritaba, – ¿quién anda ahí? -al no ver a nadie, pensó que habría sido un sobrino que estaría escondido detrás de la casa para visitarnos y de paso gastarnos alguna de sus asiduas bromas. Pero de nuevo sonó el misterioso timbre similar al de una bicicleta, aunque mucho más potente, y esta vez desestabilizó totalmente nuestra estancia. La niña comenzó a llorar, mi madre se frotaba las manos a la vez que consolaba a mi hermana y se esforzaba para mantener la compostura y mi padre salió de nuevo a la calle armado con una escopeta, para buscar por los alrededores de la casa.
Todo era en vano, allí no había nadie. ¡Pero que puede ser Dios mío!, se preguntaban atónitos mis padres…Los vecinos más cercanos estaban a dos kilómetros y por la enfermedad terminal que padecía Juan, habían dejado de visitarnos. Al final, mi madre rompió su silencio y dijo: Alfonso, mi intuición me dice que es un aviso del más allá y que algo malo va a suceder. Esto es lo mismo que cuando se escucha el tic-tac de un reloj dentro de un baúl o de algún otro mueble…Mi padre no creía en esas cosas, era católico practicante y se guiaba por el evangelio. Sin embargo, mi madre no practicaba ninguna religión, pero en ocasiones rezaba el mal de ojo…
Al poco rato llamaron a la puerta con las palmas de las manos y gritaron el nombre de mi padre. ¡Señor Alfonso, abra la puerta, por Dios, es muy urgente! Y al abrir dicha puerta, apareció un joven desaliñado y bastante asustado. Con la voz entrecortada nos relató que desde la cordillera que dividía ambas fincas, había visto a nuestro vecino Juan caer al suelo en la puerta de su casa del Malancón y que allí yacía inerte todavía. Que se encontraba solo, puesto que la mujer y las hijas habían tenido que ir al pueblo a buscar medicinas y alimentos. Y que él no podía dejar solo al rebaño, por el peligro de ser atacado por una manada de perros lobos que se habían escapado del sanatorio en Sierra Espuña.
Mis padres con el rostro desencajado, escuchaban con atención dicho relato y seguidamente mi padre se puso en camino, tras advertir a mi madre que cerrara bien las puertas y que no saliera de la casa llegada la noche. Regresó a la mañana siguiente dando muestras de abatimiento.
Mi madre aceptó para siempre esa vivencia como algo paranormal y mi padre se limitaba a escuchar con semblante triste al recordar a su gran amigo. Ellos habían practicado el trueque con las frutas y hortalizas con mucha complicidad y los domingos se reunían para charlar ya que tenían mucha afinidad. Eran otros tiempos y las personas conservaban muchos valores hoy perdidos.
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