VERÓNICA
Por Marta Guerras Casado
19/10/2021
Unos meses antes de la boda
La familia Aguirre había recibido la invitación de boda de su sobrina Alba, para el mes de mayo. Verónica, la hija de Emilio Aguirre y Magda Larrañaga, se puso histérica. Sin pensarlo se metió una pastilla y la tragó. —Tranquila, Verónica, porque vamos a ir —apuntó Magda, con mucha serenidad. —Gracias, mamá, creía que a lo mejor decíais que no —respondió asustada. Aparentaban ser una familia feliz y unida, pero nada más lejos de la realidad. Emilio trabajaba de neurólogo en el Hospital Universitario de Donostia y hacía unas jornadas intensas, así que la relación que mantenía con Magda y Verónica era bastante rutinaria y distante, porque él evadía sus responsabilidades como padre desde que la niña llegó. Magda era la propietaria de una farmacia en el casco antiguo de San Sebastián, pero solo trabajaba unas horas, tenía empleados que la cubrían. Lo hacía para estar pendiente de Verónica. La chica era especial. El gran amor de madre se volcaba en ella y le prestaba toda su atención. El matrimonio funcionaba por inercia y Emilio en muchas ocasiones hacía esas largas jornadas y faltaba de casa, porque tenía una amante en el hospital. Se decía a sí mismo que era lo mejor que le había pasado porque su matrimonio ya no funcionaba. El nombre de ella era Lola, traumatóloga y una mujer «interesante» para casi toda la plantilla del hospital. Pero era de Emilio, como él le decía. —Cielo, tenemos que hablar, tengo que proponerte algo —se dirigió Emilio muy contento a Lola. —Y, ¿De qué se trata?¡No me dejes con la intriga! —dijo ella entusiasmada. —Tengo, dentro de poco, una boda fuera de Donostia y quiero tener contigo una sorpresa — ¿Quieres, cielo? —¿Tú qué crees, cariño? —Pues que estás contenta de que te dé sorpresas —le respondió sonriente Emilio. —¡Exacto, ese es mi chico! Lola estaba soltera y había venido de Castellón hacía nueve meses. Nada más conocerse, Emilio le invitó a cenar y a una copa. Se propuso no dejarla en paz por el resto de su vida. La relación de ambos iba viento en popa y Emilio ya se planteaba el divorcio. Lola no quiso que tomara la decisión tan pronto y le pidió que pensara y aceptara con calma su relación. Ella no le presionaba, en absoluto. —Las precipitaciones no son buenas, Emilio. Deseo ver cómo va nuestra relación con el paso del tiempo, cielo —le dijo Lola. —Aunque reconoce que estás muy pillada por mí, ¿Eh? —decía con sorna él. —Sí, y mucho, pero soy cerebral. —Mi divorcio no tiene nada que ver con nuestra relación. Tú has sido el detonante porque con Magda y la niña no tengo nada. Tan siquiera las veo y apenas hablo con ellas. Son dos completas desconocidas para mí desde hace años. Por mi culpa, sí. Pero lo son —se despachó a gusto con Lola. Pasaban algún fin de semana fuera, fingiendo congresos o formaciones en Madrid desde que se conocieron. Ya habían visitado algunos rincones espectaculares de la cornisa Cantábrica. Habían ido a San Juan de Gaztelugatxe y al bosque de Oma en el País Vasco, viajaron un fin de semana a Cantabria y recorrieron Comillas y Santillana del Mar. El viernes antes de la boda Ese día, Emilio y Lola se lo tomaron para ellos, ¡Era la sorpresa! Se quedaron en San Sebastián visitando la Isla de Santa Clara y disfrutando del balneario de La Perla, donde hicieron un circuito de relax y cogieron una habitación para todo el día. Se amaron. El champán y las fresas que les trajeron amenizaron el día. El placer y la pasión inundaban aquella habitación. Iban a estar separados una semana. A las nueve se despidieron y los besos y abrazos en el coche no cesaban a la puerta del chalé de Lola. ¿Se estaban enamorando? ¿O era el morbo de los secretos y las mentiras? —Lola, te llamaré cuando pueda, no lo dudes —le dijo Emilio, triste por tener que dejarla. —No espero menos, pero ten precaución. ¡Diviértete! Viernes de noche en casa de los Aguirre Eran ya las diez de la noche en San Sebastián, cuando la familia Aguirre se preparaba para ir a la boda de su sobrina Alba a Barcelona. Tenían un vuelo a primera hora de la mañana para llegar con tiempo, porque el matrimonio se celebraba por la tarde. Verónica, su hija, había llegado a las nueve del internado al que asistía todos los días: «Nuestra Sra. de la Virgen Blanca». La chiquilla llegó corriendo y empapada por la lluvia. Tenía que coger dos trasbordos de autobuses y caminar un trecho bueno hasta llegar a la zona de casas de alto standing en la que vivían. Nunca llevaba paraguas ni chubasqueros y mira que se lo repetía Magda, su madre: —Hoy dan lluvias, Verónica, recuerda llevarte algo para no mojarte, cariño —le insistía, pero sin enfadarse, solo intentando que lo comprendiera—. Aunque siempre salía sin protección. En el fondo le gustaba la lluvia del Norte, por eso no quería guardarse de ella. Empaparse le subía los niveles de felicidad. Cuando Verónica llegó a casa fue directamente al dormitorio, se duchó y se secó con varias toallas. Se cambió de ropa rápidamente para no resfriarse, como le dijo Magda. Y puso a lavar todo lo que traía. Sus padres estaban haciendo las maletas con premura, sin hablarse a penas (después de una jornada dura de trabajo solo para algunos) mientras que Verónica llevaba una hora en su dormitorio. Sacó toda la ropa del armario y la metió en su maleta doblada con un orden extremo. Pero, de repente, volcó todo sobre su cama y lo colgó de nuevo en el armario. Se quedó pensativa un buen rato y volvió a rehacerla. Esta vez, respiró profundamente y cogió solo algunas prendas, pero más ordenadas aún. Primero su ropa interior, un camisón y vaqueros con camisetas básicas. Después calcetines, medias y el vestido azul que llevaría en la boda de su prima Alba. Su madre se lo había comprado y era de seda, corte años cincuenta. Estaba hermosa con él. Para terminar, introdujo el calzado, un bolso de boda drapeado en azul también, un neceser y aquella caja blanca llena de pastillas. —¡Mamá, ya tengo todo listo! —gritó sonriente. —Perfecto, Verónica. Ponte el pijama y vete a la cama. Papá y yo aún no hemos terminado, hija. La familia, voló el sábado temprano desde el aeropuerto de Fuenterrabía dirección Barcelona. En el avión Verónica vomitó y puso a su padre perdido. Él se enfureció y Magda tuvo una fuerte discusión con él. Las azafatas se encargaron de todo. Aterrizaje en Barcelona Cuando llegaron al Hotel Marriot Bonvoy de Barcelona, deshicieron sus maletas y las chicas, fueron a darse un baño a la piscina cubierta. A la hora fueron con Emilio a disfrutar de una comida buffet. Eran ya cerca de las cuatro y la boda sería a las seis de la tarde. Así que se vistieron de tiros largos y se dispusieron a coger un taxi hacia la finca que sus primos tenían a las afueras. Antes de salir de la habitación 512, Verónica cogió la tarjeta, la miró y se cercioró de cómo se utilizaba. La introdujo en la rejilla, abrió la puerta, cerró de un portazo y repitió tres veces el mismo procedimiento. Todo para comprobar que la puerta funcionaba correctamente. ¡Y claro que funcionaba! Sus padres la vieron por el pasillo caminar, dando dos pasos adelante y uno para atrás. Dos adelante y uno atrás, hasta que llegó a la habitación 510 donde la esperaban. —¿Verónica, estás lista? —refunfuñó Emilio. —Eh …sí, creo, papá —le contestó sin tenerlas todas consigo. —¡Vámonos, el taxi nos espera y tenemos que llegar antes de las seis en punto! —le contestó su padre. 17:30 horas. La gran boda. A Alba y a Santiago les casaba el padre Ildefonso en la finca y el convite se celebraría allí. Cuando los Aguirre entraron por la puerta principal olieron a flores y escucharon de fondo música de violines. Corría agua de fuentes derrochando frescura y para el ágape posterior ya estaban preparados los camareros, vestidos de punta en blanco y quietos como figuras de cera. Verónica entró en la habitación de Alba y se tiró encima de ella abrazándola, porque se querían como hermanas —Alba, ¡Qué guapa estás! —le miró fijamente a los ojos sin darse cuenta de lo que acababa de hacer. Había destrozado los bajos delanteros del vestido de novia, ante los chillidos de su tía Merche que no paraba de repetir: —¡Joder, joder, joder! Pero ¿Quién ha dejado entrar a esta chalada en mi habitación? —le chillaba clavándole la mirada a Verónica, pensando en cogerla del cuello, como poco. Verónica se refugió muy triste en la habitación de su prima Alba. Se sentó en su cómoda y observó su rostro en el espejo. Se quitó una a una las espinillas de la cara, que no existían. La chica tenía un color dorado precioso, pero no se veía lo suficientemente morena así que necesitaba tomar mucho más sol. Abrió armarios y se puso uno de los bikinis de su prima. Cuando bajó, todos los invitados estaban de punta en blanco y se asombraron de cómo iba vestida. La finca era grande y sus padres no la observaron hasta más tarde. Se tumbó cerca de la piscina al sol. Luego nadó en lo profundo de ella sin salir, intencionalmente. Aquel día lo que se celebró no fue una gran boda sino un tristísimo funeral. Dos días después Magda entró en casa y recogió el correo. Tenía una gran cantidad de facturas y una carta dirigida a Emilio sin remitente. Al principio dudó si abrirla o no porque nunca le controlaba la correspondencia, pero la vencieron la intriga y la intuición. Cuando empezó a leer no daba crédito y se dejó caer mientras releía: «Querido Emilio, No diré que te acompaño en el sentimiento por la muerte de Verónica porque me temo que no hay sentimiento alguno por tu parte. Cuando nos despedimos en mi chalé tenía que habértelo dicho, pero al irte a Barcelona no quise darte disgustos. Y, además, así dejaba pasar algunos días de reflexión. Me ha gustado ser tu amante estos últimos meses, pero no creo que pudiera construir una familia contigo cuando no has sido capaz de conducir la tuya. Creo que lo nuestro se acabó. Me voy de Donostia a Bilbao la semana próxima y espero que no intentes ponerte en contacto conmigo. Un abrazo, Lola.» Magda, ese mismo día hizo las maletas a su marido y mandó cambiar la cerradura de su casa. Se dirigió a un abogado de la familia para que empezara a tramitar los papeles del divorcio.
Fin
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