Una de las preguntas que se le hace con más frecuencia a un escritor es esta: ¿Qué haría para lograr que los niños y jóvenes lean más? Por mi parte, yo contesto siempre lo mismo: no aburrirles como hongos. Todo el mundo parece estar de acuerdo en que un niño que lee adquiere más dominio del lenguaje, desarrolla más capacidad de discernir y agilidad mental, aumenta su imaginación y su curiosidad.
Sin embargo, las medidas para alcanzar metas tan deseables no distan mucho de las que se tomaban en el siglo XIX, con aquello de la letra con sangre entra. A esto hay que sumar que en el siglo XIX y en buena parte del XX, leer era un placer prohibido, un acto de rebeldía. Muchos fueron los que se convirtieron en lectores solo por descubrir qué había de pecaminoso en Madame Bovary o qué se escondía entre las páginas de D.H. Lawrence, Henry Miller o Colette.
Ahora, en cambio, sin pecado ni rebeldía por medio, para un niño, y no digamos para un joven, leer es sinónimo de aburrimiento, de pestiño sublime. A ello contribuyen y no poco muchos padres y educadores. Ignoro quién diseña los planes de lectura en los colegios, pero quien sea necesita unas buenas dosis de sentido común.
Me he tomado la molestia de buscar la lista de libros recomendados en diversos centros y he aquí el “top cinco” de los autores y títulos considerados ideales para un adolescente: San Manuel Bueno, mártir y Niebla, de Miguel de Unamuno; Viaje a la Alcarria, de Camino José Cela; Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez y La Celestina, de Fernando de Rojas. De esta lista, los dos últimos los he padecido en mis carnes, y puedo hablar por experiencia propia.
En lo que se refiere al primero, he tardado casi cuarenta años en disfrutar del maestro de Moguer. Peor aún, a pesar de que ahora admiro otras obras suyas, cada vez que oigo eso de “Platero es pequeño, peludo, suave” me brota una urticaria. En cuanto a La Celestina, solo he superado el trauma al verla representada en teatro por Nuria Espert. Y eso que en mis oídos aún retumba la voz de la señorita Lola, nuestra profesora de Literatura, cuando intentaba introducirnos en las delicias de su lectura con un contundente: “Niños, para el jueves, setenta páginas más de La Celestina. ¿Me he explicado con claridad?”.
El argumento que suele darse para incluir dichas lecturas en los programas educativos es que es hay que acercar los jóvenes a los clásicos y que, si no los leen en el colegio, difícilmente lo harán más adelante. A esto se puede argumentar que es cierto, que la escuela es el sitio ideal para conocer a Cervantes, Homero o Shakespeare, pero de otro modo.
Los ingleses, por ejemplo, tienen un sistema más eficaz de hacerlo. Un niño con trece o catorce años probablemente ya ha leído varias obras de Shakespeare. Sin embargo el mandato nunca es: “Niños, para el jueves El mercader de Venecia”. Las obras del genio de Stratford no solo son explicadas primero en clase por el profesor sino que luego se reparten los papeles de modo que uno hace de Shylock, otra de Porcia, un tercero de Mercader.
En cuanto a novelas, se eligen obras maestras, pero que puedan gustar a un joven. ¿Acaso se puede decir que La isla del tesoro, o El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde tengan menor calidad literaria que Niebla o San Manuel Bueno? Y por supuesto ese tipo de lectura debe comenzar en el colegio, nunca en casa, para ayudar al niño a «entrar” en el libro.
Realmente no hace falta ser Freud para darse cuenta de cuál es la diferencia entre un método y otro en el fomento de la lectura. Con “Niños, para el jueves La Celestina” estamos convirtiendo la lectura en un deber, en una obligación, mientras que hacerlo en clase puede asociarse con algo divertido como disfrutar de un buen libro. Y leer no solo sirve para conocer a grandes maestros. Es, además, una magnífica gimnasia mental así como la mejor manera de utilizar la herramienta más extraordinaria con la que cuenta el ser humano, la palabra.
En el mercado hay multitud de cursos que enseñan a hablar en público, a comunicar, a defender y a “vender” una idea del modo más eficaz. En un mundo hiper conectado como el nuestro, la comunicación lo es todo y, sin embargo, tampoco se enseña en los colegios. Del estudio de nuestro idioma se presta atención primordial al análisis gramatical, a los tiempos verbales, a la función del complemento… No se enseña en cambio el manejo de la oralidad ni se ofrecen recursos para defender una idea con elocuencia.
Es como si a un aprendiz de carpintero le obligaran a aprenderse todas y cada una las piezas que forman una silla pero no le enseñaran luego cómo se arma y tampoco le permitieran sentarse en ella. Precisamente a eso, a hablar de la forma más rica y sobre todo más eficaz, también enseñan los libros. No solo porque se adquiere vocabulario y cultura sino porque, tras la lectura, se pueden organizar debates o jugar a defender las ideas de uno de los personajes frente a las de otro.
También se puede polemizar, discutir o, simplemente, representar la obra en clase. Hay quien piensa que el teatro es una actividad lúdica y por tanto extraescolar. Sin embargo se sabe que los jóvenes que lo tienen como asignatura no solo son más elocuentes sino que manejan mejor el lenguaje corporal y sufren menos de timidez.
Newton dijo una vez que si había conseguido ver más lejos era porque supo subirse a hombros de gigantes. Lo mismo se puede decir de quien decide valerse de los grandes de la literatura para defender o vender una idea. También para comunicar, conmover, deslumbrar, estremecer, inspirar, enamorar, seducir. ¿Porque qué mejor maestro que quien ha logrado convertir la palabra en arte?
Por Carmen Posadas, Directora de los Talleres de Escritura de Yoquieroescribir.com