SECRETOS

Por Juan Manuel Villatoro Jiménez

La  maldad  traspasa  las  almas,  se  apodera  de  las  voluntades,  no  conoce  raza,  credo  ni
frontera.
Me  despertó  la  voz  del  capitán  anunciando  la  llegada  al  aeropuerto  de  Milán-
Malpensa. El tiempo era bueno y aterrizaríamos con diez minutos de adelanto sobre la
hora  prevista.  A  los  pocos  minutos,  recogí  las  maletas  y  me  dirigí  a  la  salida.  Paolo
estaría esperándome.
—Hola Jaime. ¿Cómo ha ido el vuelo?
—Bien, hemos tenido un vuelo placentero.
—¿Un café? Te veo ojos de sueño. —Dijo Paolo—
—Claro, me vendrá bien. Pero rápido, que se nos hace tarde.
Paolo  era  mi  agente  y  mi  socio  desde  hacía  poco  tiempo.  Nuestra  empresa
producía tejidos en fibras nobles y nuestros productos iban destinados a las principales
marcas de alta costura.
En la fábrica nos esperaba Massimo Bianchi, su propietario. Habíamos decidido
centrar la mayor parte de nuestra producción en su empresa. Su capacidad y su dotación
técnica eran perfectas para nuestros intereses.
—Buenos días, Massimo.
—¿Qué tal estas?, Jaime. ¿El vuelo fue bien?
Massimo saludó con un gesto a Paolo.
—Muy bien. Estoy listo para ver lo que nos tienes preparado.
—Vamos allá. Espero que os gusten los nuevos diseños.
Massimo y Paolo se conocían de toda la vida, pero no se llevaban bien. Aunque
no siempre fue así. Guardaban las formas, pero resultaba evidente su animadversión. El
padre  de  Paolo  y  Massimo  fueron  socios  muchos  años  atrás.  Sobre  ellos  cayeron
acusaciones muy graves de estafas y fraude fiscal. Paolo odiaba y culpaba a Massimo de
maniobras  ocultas,  manipulación  y  de  haber  engañado  a  su  padre,  Claudio  Santoro,  de
forma que al final fue el único acusado formalmente. La sentencia de culpabilidad y el
juicio  paralelo  de  la  burguesa  sociedad  transalpina  cayó  sobre  él.  Nunca  superó  la
vergüenza y el descrédito. Fue un golpe durísimo que lo llevó a la muerte.
Fui yo quien decidió trasladar parte de nuestra producción a sus telares. A pesar
de  la  resistencia  de  Paolo.  Su  calidad  era  impecable  y  sus  productos,  los  mejores.  Las
cuestiones personales quedaban fuera de lugar.

Pasamos  el  día  revisando  la  producción.  Al  caer  la  tarde,  Paolo  me  llevó  a  mi
hotel, deshice el equipaje, tomé una ducha y me dispuse a bajar al bar. Estaba cansado,
me  apetecía  tomar  una  copa  antes  de  la  cena.  El  día  había  sido  largo  y  tenía  muchas
cosas en las que pensar.
—Hola, Gianni. Qué tranquilo está esto.
—Ciao, Jaime. Sí, es temprano. ¿De nuevo por aquí?
—Solo un par de días.
—¿Lo de siempre?
—Sí, gracias.
—Pues marchando un negroni.
Tomé mi vaso y me alejé de la barra. Me apetecía estar solo con mis
pensamientos.  Había  pasado  más  de  un  año  de  los  terribles  sucesos  que  cambiaron  mi
vida. Las imágenes de aquellos días volvían a mi mente. Mi llegada a Barcelona tras la
llamada de la policía, las fotografías, la sangre, su cuerpo inerte en el suelo. El veredicto
de la muerte de Marisa Bianchi fue suicidio. Murió al caer desde el tercer piso del hotel
donde se alojaba. Estaba sola en la habitación. En recepción aseguraban que nadie había
subido,  aunque  como  luego  se  constató,  era  fácil  subir  sin  ser  visto.  No  había  huellas
que  no  debían  estar,  todas  reconocibles,  localizadas,  con  sus  coartadas  comprobadas.
Nada fuera de lugar.
¿Qué hacía en el hotel? Era algo que no podía explicar.
Aquel  día  yo  estaba  en  París.  A  mi  regreso  teníamos  planeado  pasar  el  fin  de
semana  en  casa  de  unos  amigos  en  la  montaña.  ¿Por  qué  iba  a  suicidarse?  ¿Qué  razón
podía tener? Su trabajo como diseñadora no podía ir mejor, nuestra relación funcionaba,
o  eso  creía  yo.  Hacía  poco  tiempo  que  se  había  trasladado  a  mi  casa.  La  quería  con
locura.
Marisa era italiana, hablaba muy poco de su tierra y menos aún de su familia. Su
madre había muerto siendo ella muy joven, creció sola con su padre, del que no hablaba
nunca.  La  sola  mención,  si  surgía  en  alguna  conversación,  producía  un  rictus  de
amargura en su cara. Al cumplir la mayoría de edad salió de casa con la promesa de no
volver más.
A su muerte, su cuerpo fue trasladado a su ciudad natal.
Paolo y Marisa eran amigos de la infancia. Fuimos juntos al funeral. Allí conocí
a Massimo, su padre. Me sorprendió saber que él lo sabía todo de mí y yo aún, nada de
él.

Al día siguiente vino a mi hotel. Hablamos de su hija, de sus amigos, de su vida
antes  de  dejar  su  casa.  Me  hizo  preguntas  sobre  su  trabajo,  sobre  cómo  vivía,  sus
actividades… No podíamos creer que se hubiera suicidado. Tenía que haber algo que no
conseguía adivinar. Massimo vivía solo desde que murió su mujer y su hija saliese de su
casa para no volver. No me atreví a preguntar sobre la relación con su hija.
Al  cabo  de  unos  días,  a  mi  vuelta  a  Barcelona,  me  llamó  la  policía.  Habían
cerrado  el  caso.  Me  entregaron  algunas  de  las  pertenencias  que  habían  retenido  como
parte  de  la  investigación.  Al  llegar  a  casa  abrí  la  caja:  reloj,  pulsera,  ordenador…  Un
pequeño  objeto  llamo  mi  atención,  un  precioso  cuentahílos,  una  lupa  textil  destinada  a
examinar  tejidos,  un  objeto  muy  común  entre  los  de  nuestro  oficio.  Pero  esté  era
especial, estaba chapado en oro y un pequeño brillante lucía en la esquina izquierda de
la  montura.  Un  objeto  único,  más  bello  que  práctico.  Lo  había  visto  antes,  estaba
seguro.  ¿Dónde?  Busqué  entre  sus  papeles:  contratos,  diseños,  proyectos…  Entre  ellos
había  una  carpeta  que  no  recordaba  haber  visto.  Al  abrirla  encontré  unas  cartas,  notas
manuscritas, fotografías, todas ellas unidas en orden cronológico con unas finas anillas:
confesiones, hechos, imágenes, certificados… Una realidad desconocida se iba abriendo
paso mientras la rabia crecía en mi interior.
Me sentía cansado. Acabé mi copa, me despedí de Gianni y subí a mi habitación.
Mañana sería el gran día.
Amanecía  cuando  desperté,  las  primeras  luces  entraban  por  la  ventana  de  mi
habitación. Salí temprano del hotel. Tenía un par de hora libres antes de ir a la fábrica y
antes de que Paolo empezara a inquietarse.
Sabía lo que buscaba y estaba a poca distancia del hotel. La Gioielleria Stefano
Mancini se encontraba a solo dos manzanas.
—Buenos  días.  Me  llamo  Jaime  Ortiz.  Estuvimos  hablando  por  teléfono,  ¿lo
recuerda? Le envíe una foto por mail.
—Sí, sí. Aquí la tengo, no ha sido difícil identificar este objeto. Solo se hicieron
dos. Los hizo mi abuelo hace ya treinta años. Guardamos todos los diseños y encargos
especiales. Esta joyería tiene más de cincuenta años y nos enorgullece el trabajo que a lo
largo  de  su  historia  hemos  hecho.  Como  le  decía,  se  realizaron  dos  ejemplares  por
encargo del presidente del gremio de fabricantes de tejido. Se premiaron con ellos a dos
de sus miembros más ilustres por su servicio en favor de la promoción del tejido italiano
en el mundo. Uno fue cedido al museo del gremio textil a la muerte de su propietario. El
segundo quedó en manos del último descendiente de la familia Santoro.

—Muchas gracias por la información, señor Mancini.
—No hay que darlas. ¿Puedo preguntarle por qué le interesa tanto?
—Es una vieja historia, una sorpresa para un amigo.
Tenía que hacer una parada más, un último encuentro antes de encontrarme con
Paolo.  Entré  en  el  Caffé  Napoli.  Andrea  me  saludó  desde  una  de  las  mesas  del  fondo.
Resultaba fácilmente identificable con su uniforme de carabiniere.
—Ciao, Andrea. ¿Cómo estás? Gracias por tu ayuda.
—Ciao, Jaime. No tienes por qué darlas. Paolo, Marisa y yo éramos inseparables
de niños. Al crecer, cada uno siguió caminos diferentes. Marisa cambió mucho después
de la muerte de su madre. Se volvió esquiva, solitaria, taciturna. Al poco tiempo yo me
trasladé  a  Roma  para  seguir  mis  estudios  en  la  academia  militar.  Lo  que  he  podido
averiguar confirma las notas que encontraste: el médico que la atendió, el diagnóstico…
He obtenido esa información usando y abusando de mis contactos. Tienes que tener en
cuenta que todo lo que tenemos es circunstancial, sin contar con el hecho de que sin una
autorización  judicial  las  pruebas  han  sido  recogidas  de  forma  “no  legal”.  Ningún  juez
las admitiría.
—Lo sé. Pronto acabará todo.
La  oficina  de  Massimo  se  encontraba  en  el  piso  superior  de  la  fábrica.  Sus
grandes  ventanales  ofrecían  el  espectáculo  de  las  montañas  permanentemente  nevadas
del Piamonte. Nos trajeron una bandeja con café y pastas. Hablamos de la producción,
de proyectos… pero mi mano acariciaba el cuentahílos en el bolsillo. «Paciencia, pronto
acabaría todo».
Acerqué mi mano a la bandeja para coger el café mientras dejaba con descuido
el cuentahílos en su lugar. La mirada de Massimo se fijó en el objeto. Paolo palideció.
Sus  manos  se  aferraban  con  fuerza  a  la  silla.  Su  mirada  iba  del  objeto  a  Massimo,  y
después a mí.
—¿Qué significa esto? ¿De dónde lo has obtenido?—Dijo Paolo—
—Es fácil de adivinar, estaba entre los objetos que la policía me entregó tras la
muerte de Marisa. Lo que quiero saber es por qué estaba allí.
Massimo explotó, estaba fuera de sí.
—¿Qué has hecho! ¿Estabas con ella? ¡Nos has engañado! ¡Tú fuiste el
culpable!
—Calma, Massimo. Paolo, solo quiero saber la verdad. Tu verdad.

—Jaime,  te  lo  juro.  No  tuve  nada  que  ver  con  su  muerte.  Sí  estaba  en  contacto
con Marisa, eso es cierto. Se ocultaba de su padre. Nunca supe porqué ni me importaba,
solo  quería  ayudarla,  protegerla.  La  ayudé  a  salir  de  casa,  a  establecerse,  la  ayudé
económicamente,  me  estaba  agradecida  y…Sí,  es  verdad,  estaba  enamorado  de  ella,
pero  para  ella  siempre  fui  su  mejor  amigo.  El  cuenta  hilos  era  de  mi  padre,  un  tesoro
sentimental  que  le  regalé  como  prueba  de  que  siempre  podría  contar  conmigo.  Con
Marisa murió una parte importante de mí.
—¡Mentira! —gritó Massimo.
La tensión era máxima. Había que dar el golpe final.
—Te creo Paolo, lo sé desde hace tiempo, todo ello estaba reflejado en las notas
que dejo en mi casa. Marisa quería morir, su vida era puro teatro, ocultaba al mundo la
terrible  realidad  que  la  iba  destruyendo  por  dentro.  Una  infancia  rota  por  el  dolor  y  la
vergüenza.
Massimo me miró indignado.
—¿De qué estás hablando? Eso son solo patrañas.
—No,  Massimo.  Es  la  verdad,  una  terrible  verdad  que  conoces  bien,  que
provocaste.
—¡Te has vuelto loco!
—No,  Massimo,  no  me  he  vuelto  loco.  Abusaste  de  tu  hija  cuando  murió  su
madre  y  no  podía  protegerla.  Cada  noche  te  acercabas  a  su  cama.  Primero  fueron
inocentes caricias, pero no te paraste allí. Te aprovechaste de su inocencia, de su miedo,
de su vergüenza, y le destrozaste la infancia. Rompiste su resistencia, forzándola una y
otra vez. Imagina cómo se sintió cuando quedó embarazada de su padre. No se atrevía a
hablar con nadie y huía de todos los conocidos. Qué gran alivio sentiste cuando tuvo un
aborto espontáneo al mes de embarazo. ¿Qué explicación diste al médico privado que la
atendió?  ¿Que  tu  hija  tuvo  un  desliz  con  algún  amigo?  Una  realidad  oculta  tras  el
secreto profesional y la ley de privacidad.
—¡Mentira!
—Aquí tienes pruebas médicas, certificados, declaraciones, su propia confesión
firmada poco antes de saltar. Todo está aquí.
—Eso no demuestra nada. Son todo mentiras. Ningún juez lo creerá.
—Massimo, tienes dos opciones: entregarte a la policía y confesar, o enfrentarte
al juicio público. Toda esta documentación será entregada a la prensa local.
Pero estaba equivocado. Tenía una tercera opción.

Al  cabo  de  unos  días,  Massimo  apareció  colgado  de  la  lámpara  del  techo  de  su
oficina.

 

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