JAYA EN EL REINO DEL OESTE

Por Laura Molero Palacios

Nací con el mundo, de la magia más pura y, por tanto, estoy ligado a ella hasta que todo
desaparezca. Sin embargo, el mundo ha ido cambiando a lo largo de las distintas épocas,
apareciendo y desapareciendo multitud de seres. Y de todos aprendí algo. Mi papel aquí
es la de ser un observador interesado, un ayudante solícito y un maestro si se da el caso.
Es  mi  don  y  mi  gran  maldición,  condenado  a  vivir  eternamente  con  todo  lo  que  ello
conlleva. Historias en mi vida no faltan, tengo tantas como edades tiene el mundo, pero
la que hoy voy a contarte es la que hizo que me lo replanteara todo.
En  ese  momento,  la  humanidad  era  una  raza  que  aún  buscaba  su  lugar  en  el
mundo,  donde  abundaba  la  codicia,  el  egoísmo  y  la  envidia  hacía  los  que,  a  diferencia
de  ellos,  poseían  algún  don.  Sin  embargo,  en  ellos  descubrí  también  un  gran  potencial
pues,  pese  a  que  carecían  de  magia,  muchos  tenían  una  fuerza  de  voluntad  que  les
permitía  realizar  grandes  proezas.  Es  por  eso  que  decidí  observarlos  y  guiarlos  para
encontrar su sitio.
Una  noche  de  lluvia  especialmente  intensa,  de  vuelta  a  la  cueva  que  se  había
convertido en mi hogar, me encontré con una humana tendida en el lecho de un río seco,
con su ropa hecha jirones y manchada de sangre. La cogí en brazos y la llevé conmigo.
El  aroma  de  la  sangre,  la  tierra  y  la  lluvia,  se  mezclaban  con  el  de  la  lavanda  y  la
madreselva. Sané sus heridas con mi magia, le procuré ropa y un baño caliente, la cuidé
durante  semanas,  pero  ella  no  pronunció  una  sola  palabra.  Durante  casi  dos  meses  ella
se levantaba, se aseaba en el río y me seguía en mis quehaceres. Apartando cada cierto
tiempo su negro y rizado cabello de sus intensos ojos verdes, los cuales observaban cada
uno de mis movimientos. Yo agradecía la compañía, así que comentaba en voz alta cada
planta que recogía y por qué. Observábamos los animales y a los humanos que pasaban
cerca, aunque no interactuábamos con ellos.
Podría  haber  usado  mi  magia  para  saberlo  todo  de  ella.  Ahora  que  lo  pienso,
podría  haber  hecho  multitud  de  cosas.  Sin  embargo,  fui  incapaz  de  invadir  su  mente.
Fue  casi  dos  meses  después  cuando  por  fin  se  decidió  a  hablar,  y  he  de  reconocer  que
para  mí  fue  un  día  de  intensa  felicidad.  Ni  siquiera  puedes  imaginar  la  alegría  y  la
satisfacción que sentí.
—Gracias por ayudarme.
Su voz sonaba dulce pero distante. Tenía imbuida una tristeza que me
sobrecogió.
—Es mi deber.
—¿Eres aquel al que llaman El Ermitaño?
—Sí, ese es el nombre y la forma que adopto ahora.
Por  un  instante  solo  escuchaba  el  viento  jugando  con  las  hojas  de  árboles,
trayéndonos  los  olores  del  jazmín  y  el  azahar,  y  a  los  asustadizos  animales  tras  los
arbustos.

—¿Te importa si me quedo un poco más?
—¿No tienes a nadie que te espere?
—No.
Una lágrima rodó por su bronceada mejilla y sus ojos esmeralda se oscurecieron
por un momento.
—Hay  una  guerra  —prosiguió  apesadumbrada—  y  cogieron  a  mi  familia  como
esclavos. A mi padre y a mis hermanos para luchar y a mi madre y a mí para mantener
la  casa  del  señor.  Pero  el  hijo  del  señor  se  encaprichó  de  mí,  quería  hacerme  suya.  Mi
madre se negó y por ello la mataron. Así que me escapé.
—¿De dónde vienes?
—Del  reino  que  se  está  creando  en  el  oeste.  Planean  invadir  el  sur,  ya  que  está
cobrando fuerza, y para ello recurrirán a lo que haga falta.
—¿Cómo te llamas?
—Verlia.
—A  mí  puedes  llamarme  Jaya,  en  el  idioma  de  los  elfos  significa  principio.
Puedes quedarte tanto como desees.
Durante los meses siguientes la joven Verlia y yo compartimos cada instante. Le
enseñé todo sobre las plantas que habitaban por la zona y resultó ser una gran aprendiz.
En  poco  tiempo  ya  podía  diferenciar  con  rapidez  aquellas  que  eran  venenosas  de  las
comestibles y cómo utilizarlas para tratar diferentes enfermedades. Hacía preguntas y no
se  daba  por  satisfecha  hasta  que  comprendía  lo  que  le  explicaba.  También  le  enseñé
algo de anatomía y fisiología de las diferentes especies que poblaban el mundo, le hablé
de los elfos y los dragones. Su ansia por aprender resultaba contagiosa. Aprendió a leer,
algo  que  muy  pocos  de  su  especie  sabían  hacer,  y  pronto  había  devorado  los  pocos
libros que tenía conmigo. Durante dos años viajamos y conocimos la situación de los de
su  raza.  Paramos  en  los  distintos  poblados  y  en  los  emergentes  reinos,  aunque  nos
manteníamos a distancia. Vi su transformación de una joven guapa y tímida a una mujer
hermosa e inteligente. Las conversaciones con ella eran interesantes. Su mirada
resplandecía  con  cada  nuevo  descubrimiento  y  sus  carnosos  labios  dibujaban  una
sonrisa con cada nuevo lugar que visitábamos.
—¿Sabes magia? —preguntó en una de nuestras charlas.
—Soy magia.
—¿Eso qué quiere decir?
—Que es tan parte de mí como lo es la sangre.
—¿Puedes enseñarme?
—No,  la  raza  humana  no  tiene  vínculos  con  la  magia,  está  unida  a  ella  como
todos los seres del mundo, pero no es capaz de usarla. Es un don que no poseéis.

—No es justo —concluyó mientras se mordía el labio inferior.
Tres años después de haberla conocido, regresamos al mismo lugar en el que nos
vimos por primera vez. Como tantas veces, paseamos, recolectamos hierbas e
indagamos sobre lo que había acontecido en ese lugar durante el tiempo que habíamos
estado ausentes. El reino del oeste había crecido y el hijo del señor pronto se convertiría
en  rey,  uno  de  los  primeros  de  la  historia  humana.  Esa  tarde,  Verlia  decidió  salir  a
pasear sola. Lo había hecho otras veces. Al principio pasaba unas horas alejada de mí,
pero,  durante  ese  último  año,  a  veces  pasaba  un  par  de  días  sin  saber  nada  de  ella.
Aunque  siempre  volvía,  con  una  sonrisa  de  satisfacción  y  una  mirada  que  derretía  mi
corazón.  Me  sentía  como  un  padre  que  ve  cómo  sus  hijos  comienzan  a  hacer  su  vida,
pero  confiaba  tanto  en  ella,  que  nunca  la  interrogué  ni  usé  mi  magia  para  conocer  sus
pensamientos. Y créeme cuando te digo que ahora haría las cosas de otro modo.
Sus  salidas  en  solitario  cada  vez  se  hicieron  más  frecuentes  y  nuestras  charlas
más  triviales.  Dejó  de  hablarme  de  sus  descubrimientos  y  de  hacerme  preguntas  para
satisfacer  su  curiosidad.  Durante  meses  callé,  hasta  que  un  día  regresó  con  la  cara
enrojecida, el sudor cayendo por su frente y sus ropas arrugadas.
—¿Te ocurre algo?
—No, querido amigo. Este lugar me perturba, eso es todo —contestó
mordiéndose el labio.
—Podemos irnos si quieres. Aún no has conocido los lugares más recónditos del
mundo,  ni  has  visitado  los  bosques  élficos.  Solo  conoces  el  mundo  humano.  Aún  hay
mucho que ver.
—¡No! Deseo permanecer aquí, donde todo empezó.
Su mirada se encendió con algo que nunca había visto hasta entonces en ella. No
sabía si era rabia o emoción.
Al  día  siguiente  se  marchó.  La  esperé  durante  una  semana,  pero  no  volvió.  Así
pues,  decidí  buscarla.  Me  sumergí  en  la  magia  que  todo  lo  conecta,  un  don  que  ella
desconocía,  pues  siempre  pensé  que  la  asustaría.  Seguí  los  susurros  hasta  que  la
encontré.  No  podía  creer  lo  engañado  que  me  había  tenido.  Cambié  mi  forma  hasta  el
punto de resultar irreconocible para ella, convirtiéndome en una joven de cabello rubio
y piel blanca.
Pero cuando llegué a ella, ya era tarde.
Su ambición había sido tal que durante este tiempo había aprendido las artes de
la  seducción  y  el  engaño.  Las  había  puesto  a  prueba  no  solo  conmigo,  sino  con  los
hombres  y  mujeres  que  había  ido  conociendo  en  sus  excursiones.  Hasta  poder  llegar  a
aquel  que  se  convertiría  en  rey,  al  cual  sedujo  durante  días,  envenenó  a  su  padre  y
después  lo  salvó,  ganándose  su  confianza  y  logrando  su  objetivo:  casarse  con  él.  Fue
entonces cuando supe que la última noche que nos vimos había sido su noche de bodas.
La  había  consumado  y  cuando  el  rey  se  hubo  dormido,  volvió  para  verme.  ¿Con  qué
intención?  Había  evitado  durante  años  conocer  sus  pensamientos  y  ahora  necesitaba
saberlo todo. ¿Qué había de verdad en lo que vivimos? ¿Desde cuándo lo planeaba?

Me  escabullí  entre  el  servicio  y  llegué  hasta  su  alcoba.  Allí  estaba  ella  tan
hermosa  como  siempre,  tumbada  en  la  suntuosa  cama,  dormida.  Y  por  primera  vez
desde que la conocí, usé mi magia y entré en su mente. ¡Pero qué ingenuo fui! Hacerse
la víctima fue su forma de hacer que confiara en ella. Me había usado desde el principio
para  tener  más  conocimientos  y  planear  su  venganza.  Había  escondido  sus  intenciones
en  un  halo  de  verdad  y  había  manipulado  mis  sentimientos.  Tras  haber  vivido  tanto
pensé  que  sería  más  sabio,  pero  me  equivoqué.  Sin  embargo,  no  podía  matarla.  Me
había herido profundamente pero aun así la quería.
Esa noche juré que nunca volvería a confiar en nadie y juré que jamás volvería a
dejar  que  influyeran  en  mí.  Así  que  recogí  mis  cosas  y  abandoné  mi  cueva  para  no
volver.  Me  marché  hacia  el  sur,  encontré  una  casucha  de  madera  medio  destruida,  la
arreglé y comencé una nueva vida como herbolaria. De vez en cuando llegaban a mí los
rumores de cómo la reina del oeste había hecho crecer sus dominios, de cómo su marido
había muerto de una extraña enfermedad y de la crueldad con la que la reina trataba a la
gente bajo su mando. Ya no era mi dulce Verlia. Arrasaba todo lo que se encontraba a
su  paso.  Su  avaricia  no  tenía  fin,  parecía  querer  el  mundo.  Yo  lo  sabía,  pero  en  mi
ingenuidad, no la creí capaz.
Durante años hizo cuanto quiso y cada muerte o sufrimiento que causó, lo sentí
como  mío.  Su  reino  siguió  creciendo,  su  nombre  se  hizo  conocido  en  todas  las  razas.
Pero, como es bien sabido, todos los reinados caen, más tarde o más temprano, y todos
los  déspotas  y  tiranos  obtienen  su  merecido.  Ella  no  sería  la  excepción.  Yo  no  la
mataría, pero sería quien movería los hilos para provocar su caída muchos años después.
Pero esa es una historia que te contaré en otro momento.

 

RELATO DEL TALLER DE:
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Esta entrada tiene un comentario

  1. María José Sanjaume Arasanz

    Un relato diferente, me gustó por su originalidad. Felicidades.

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