TRAZOS – Mª Teresa Fuentes Afonso
Por M. Teresa Fuentes Afonso
Se dirigía hacia donde pensó que jamás regresaría. Desde que se marchó hace ya veinte años, a toda prisa, no imaginó volver a verse en ese lugar. Desde pequeña se sentía diferente a todos, su sensibilidad le permitía ver las cosas como nadie las veía. Su ingenuidad no le dejaba comprender el gran poder que en ella se ocultaba. Pero ahora, sin más y sin querer, volvía a ese lugar que un día la vio huir. ¿ Por qué se encontraba tan mal? ¿Por qué había cedido a volver?
Allí estaba, frente a la casa de nuevo. Todo le parecía más pequeño, como si el tiempo hubiera encogido cada rincón de lo que fue su hogar. Se sentía más sola que nunca pero a la vez feliz por estar de nuevo en aquel lugar que la vio crecer. La casa estaba en perfecto estado, el jardín estaba más frondoso de como ella lo recordaba pero todo lo demás permanecía intacto.
Ahora, ya dentro, sentada en el hueco entre la escalera y la cocina, su lugar preferido de cuando vivía allí, empezaron a llegarle imágenes de cómo empezó todo.
-María Fátima, ¿qué haces ahí?-le decía siempre su madre. Ella no contestaba, simplemente porque tampoco lo sabía. Su madre susurraba¨garota estranha¨. Siempre pensó por qué su madre lo pronunciaba en portugués cuando siempre hablaba en español. Ya de mayor lo entendió: Niña extraña como la llamaba su madre, tal vez para no hacerle daño, tal vez para amortiguar su dolor, escondido en otra lengua. Sus padres de origen español se fueron a empezar una nueva vida allí, al sur de Portugal.
Sus hermanas y hermano jugaban todo el rato, corrían sin cesar, pero ella no. Ella se dejaba acompañar de sus dibujos. Su padre no veía nada raro en ello, decía siempre en voz alta: -¡Esta niña será una gran pintora!
Cuando tenía doce años, pintó a su perro Zeus, dentro de una caja, como si estuviera dormido, fue lo que creyeron, pero Zeus apareció muerto dos semanas después. Nadie se percató de la coincidencia, pero ella, ahora intentaba dominar lo que pintaba.
Un gran ruido la sacó de sus recuerdos y de su escondrijo. Salió a la puerta y vio como en la casa de al lado estaban talando árboles, que habían crecido hacia su jardín.
-¡Marifá, Marifá!- escuchó. Era su vecino y amigo de la infancia, Duarte. Siempre le gustó ese chico porque era muy tranquilo y no le hacía preguntas.
Ella sin ganas ni júbilo lo saludó. Él con una lectura equivocada del saludo, se acercó y muy efusivo le hizo señas para que le abriera la puerta del jardín.
Se dieron un efímero abrazo y a continuación, le dijo:- Me enteré de lo sucedido, ¿cómo te encuentras?
Sin muchas palabras le contestó intentando no hablar del tema. En realidad no le apetecía hablar ahora con él. Le dijo que ya hablarían más adelante, aún sabiendo que no lo haría.
Volvió a entrar en su casa y en sus recuerdos, porque a eso es a lo que había venido.
Esa noche durmió en el sofá, no tenía fuerzas de encararse con más recuerdos. Su habitación estaría llena de ellos.
Se levantó con el propósito de encontrar lo que años atrás había escondido en el jardín, aquel que tantos secretos le había guardado. Salió antes de que el sol se levantara, para que nadie la viese y la molestara con sus preguntas inquisitivas o absurdas.
Llegó hasta su árbol preferido, le llamaba Pipo, como si de un amigo se tratara. Tal vez fue su mejor amigo de la infancia, capaz de guardarle todos los secretos y de entenderla, no en vano, eso es lo que se supone que es un amigo. A él le confesaba todos sus temores, a él era capaz de hablarle de sus miedos, que fueron muchos. A él corría cuando su cabeza le obligaba a que pintara esos dibujos tan reveladores de desgracias y a él recurría a llorar por no poder hacer nada.
Ahora estaba frente a Pipo para recuperar lo que un día, escondió con la esperanza que nadie lo encontrara. Se ayudó de una pequeña excavadera que su padre siempre usaba los domingos para distraerse del mundo del derecho y escarbaba la tierra del jardín, como si supiera de jardinería.
Después de varios minutos, lo encontró. Una bolsa pequeña que contenía muchos dibujos, dibujos con imágenes ya borrosas, pero que ella reconocía perfectamente. Tapó el agujero con apremio y volvió a su casa.
Abrió la bolsa cuando estaba a salvo de la curiosidad de los vecinos y allí estaban, todas sus creaciones que nunca quiso crear.
La primera que miró, ocurrió cuando tenía trece años, su hermano pequeño Joao, le encantaban los nidos de los pájaros. Se pasaba horas escudriñando las ramas de los árboles para encontrarlos y cogerlos. Esa lámina la llevó al primer acontecimiento de desgracia de su familia. Ella se acababa de despertar de su siesta diaria y a su lado estaba su última creación, ella no la recordaba, siempre le ocurría igual, después de pintar su cuerpo caía derrotado y se dormía. Al despertar, descubría el desastre. Esta vez le tocaba a su hermano y como bien reflejaba el dibujo, se lo encontraron en la rama de un árbol con su cuerpo lleno de golpes. Uno de ellos mortal. Ella aterrorizada, escondió el dibujo y deambulaba sin saber qué hacer ni decir.
Su secreto la delataba, su carácter cada vez más raro, a los ojos de su madre que tenía un radar especial. Sentía sus ojos siempre detrás de su sombra, vigilante.
El siguiente dibujo, ya casi ni lo recordaba, no porque no le doliera, sino porque el dolor de los otros acontecimientos, desvanecían algunos recuerdos.
Cada verano les visitaba su tía Carmen, venía de España, cargada con jamón y aceite, decía que como en España ninguno. Ese año, no volvió a su casa. Su cuerpo lo encontraron en la cama, asfixia nocturna, fue el diagnóstico. Ya ella lo había dibujado.
Se fue acostumbrando en silencio a los acontecimientos fúnebres.
Según iba pasando las hojas, también pasaban los fotogramas en su cabeza, cada sensación que vivió, cada llanto en silencio, cada conversación donde se sospechaba de ella.
Recordó que estuvo un tiempo obligándose a dibujar solo flores donde no pudiera ver ningún horror, ni muertes repentinas. Pero enfermó. Ningún médico supo dar con lo que tenía, pero ella sí lo sabía. Debía darle la libertad a su cerebro y pintar lo que él quisiera.
Cuando la tranquilidad parecía reinar en la casa, ocurrió el episodio que la hizo huir de allí. Tenía ya veintitrés años. Trabajaba como recepcionista en un pequeño hotel cerca de su casa y también realizaba ilustraciones para una editorial de cuentos infantiles.
Ese día regresaba de una fiesta de despedida de una compañera. No tenía sueño, tal vez demasiado café. Se puso a pintar cosas atrasadas de su trabajo, un cuento de aventuras. Pero como si de una máquina se tratase, sus manos se volvieron locas y como si tuvieran prisa por acabar, creaban trazos, arriba, abajo, finos, gruesos y por fin lo acabó, pero se durmió encima de él. La despertaron unos gritos, no sabía muy bien de quién eran, pero acabó por despertarse del todo y escuchó a su madre.-¡No,no,noooooo!, un grito desgarrador.
Sus tres hermanas que venían de una fiesta encontraron la muerte cerca de su casa, su coche se salió de la carretera y cayeron ladera abajo.
Esta vez, no se percató del dibujo. Lo dejó todo en la mesa y salió corriendo a abrazar a su madre que lloraba sin control. Su padre apareció con el dibujo en la mano y ella quiso morir también.
Las siguientes semanas fueron un infierno, dio todas las versiones posibles de lo que llevaba años sufriendo en soledad. No sabía dar una explicación certera, todo eran suposiciones. Sus padres la miraban con desprecio. Y se fue de allí.
Llevaba veinte años en Madrid, alejada de sus padres, de la gente que la vio crecer.
Le quedaban por ver dos últimas hojas. Ya no las recordaba.
Cuando sus ojos vieron lo que años atrás había pintado, se quedó aterrada. Sus padres yacían dados de la mano en su cama, como exactamente los encontraron hace una semana.
No aguantaron el peso de tanta desgracia.
Desde que se fue, no había vuelto. Su miedo a ser la protagonista de tanta desgracia, a que pudiera ser ella la creadora de los acontecimientos a través de sus dibujos.
Ella en todos estos años intentó olvidar, se prohibió seguir pintando, aunque su cuerpo se resistió. Dedicó su vida a trabajar en un hostal de tantos que había en el centro de la ciudad.
Hace dos semanas mientras atendía las llamadas en su trabajo, recibió una que le informaba de la muerte de sus padres y toda la película de su vida, volvió. El abogado de la familia le informaba que tenía que volver a firmar todos los documentos como única heredera. Y así lo hizo.
Decidió volver y enfrentarse a lo que le quedaba de su pasado y cerrar por fin ese capítulo y seguir con su vida. Ella no sentía culpa por nada, no era la culpable de nada, tal vez fueron coincidencias, llevaba veinte años trabajando su interior para poder aceptarse, para eliminar cualquier sentimiento de responsabilidad.
Se dirigía a abrir la última de sus láminas pero el timbre la sacó de sus pensamientos. Con el dibujo en la mano fue a ver quién era. Duarte estaba en la puerta de su casa, había saltado la valla como cuando era niño y no quería disculpas por parte de ella, para no abrirle la puerta. Le miró con cara de terror. En una milésima de segundo recordó un dibujo hecho hace mucho tiempo, el que ahora mismo sostenía en su mano izquierda. Su propia muerte -pensó. Sin darle tiempo a nada, se desplomó, cayendo en los brazos de Duarte.
El círculo se cerró, todo estaba ya dibujado.
RELATO DEL TALLER DE:
Taller de Escritura CreativaDeja una respuesta
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Carolina Rincón Florez
04/11/2024
Muy interesante y que engancha solo con las primera s frases. Magnifico trabajo
Me gustaría felicitar a la autora de Trazos por crear un espacio imaginario donde la palabra escrita es la guía que nos ha permitido viajar, soñar y emocionarnos.
Felicidades, por haberlo conseguido.
Mis felicitaciones a María Teresa Pérez Afonso la autora de » Trazos» porque a través de la palabra escrita nos traslada a un espacio imaginario repleto de vivencias, sueños y emociones de los que participamos dándoles vida gracias a ella y a su forma directa, sencilla y clara de narrar. Gracias y felicidades.