ERNESTO – Xabier Oyanguren Zubizarreta
Por Xabier Oyanguren Zubizarreta
Ernesto Halford había cumplido 45 años el día de Nochebuena de 2014. Celebró su cumpleaños en su casa, junto a todos los amigos de cuando no era más que un estudiante de primaria. Desde que a principios de las vacaciones de Navidad de 2012 murieran sus padres y su hermana María Elena se fuese a vivir a Roma junto a sus hijos y a su marido vivía solo. Su única compañía era un gato.
La casa la habían adquirido sus antepasados a principio del siglo XVIII. Antes de morir, su abuelo le dejó en herencia todos los periódicos que había amontonado en el piso de arriba desde que no era más que un adolescente a principios de la Primera Guerra Mundial. En toda su casa rezumaba el aroma de la antigüedad y lo único que rompía con ello era una televisión de hacía cuarenta años y el ordenador que Ernesto usaba para su trabajo como columnista en el diario regional de Liguria La Piazza.
Ernesto no solía salir mucho, salvo para celebrar los cumpleaños de sus amigos, siendo la única actividad que reconocía llevar a cabo fuera de casa.
Aquel miércoles 14 de enero de 2015 parecía un día como otro cualquiera. Por la mañana, tras desayunar, encendió el ordenador y empezó a trabajar en su columna dominical. Aunque más bien se podría decir que lo que realmente hacía era aporrear las teclas de su ordenador. Lo que no era nada raro en él puesto que era alguien muy perfeccionista y exigente en su trabajo.
Cuando solamente iba por la mitad de lo que tenía que escribir se levantó de su silla y se dirigió hacia la puerta principal.
—¡Aaaargh! —refunfuñó Ernesto como cada miércoles.
Se sentó en el tercer escalón de la escalera que había que subir para ir al segundo piso. Se quedó mirando a la puerta, como si sintiera que pronto fuese a llegar alguien. Poco después sonó el timbre. Abrió y vio a su hermana, que había ido a visitarlo por primera vez desde que se mudara a la capital.
—Malena! —dijo Ernesto sorprendido.
—¿No esperabas que viniese, verdad?
—La verdad es que no.
—¿Puedo entrar?
—Por supuesto. Adelante.
Malena y Ernesto se sentaron en un enorme sofá que había cerca de la mesa donde éste trabajaba. Ella dejó su bolso colgando de uno de los brazos del mueble.
—¿A qué se debe tu visita, hermanita?
—Hace tiempo que nos es conocido que tú, durante unos cuantos años, continuaste la colección de periódicos que nuestro abuelo había empezado hace un siglo.
—¿Adónde quieres ir a parar?
—Creo que deberías leer la noticia que aparece en el diario del día de tu cumpleaños.
Ernesto empezó a preocuparse y a inquietarse por lo que le dijo su hermana. Él dirigió su mirada hacia el techo, como queriendo ver la habitación donde estaba toda aquella colección. Se levantó de aquel sofá y por un momento parecía moverse por una fuerza externa. Subió las escaleras, abrió la puerta de la habitación y vio las pilas de periódicos. De la que había a su derecha cogió el diario correspondiente al veinticuatro de diciembre de 2014. Bajó de nuevo, se sentó junto a su hermana y abrió aquel diario más o menos por la mitad.
—¿Esto es cierto? ¿Se han descubierto dos bombas de la Segunda Guerra Mundial en Santaraggia?
Las manos y también su voz empezaron a notarse temblorosas. Siguió leyendo el cuerpo de la noticia. Antes de terminar de leer miró a María Elena.
—Esa es la noticia a la que me refería, Ernesto.
—Pero…
—Si lo que me quieres decir es si esas bombas aún podrían explotar, realmente me preocupa que así pueda ser. Debemos salir de aquí lo antes posible. Y avisar a toda la población de la ciudad para evacuarla, no sea que alguien pase por encima de esas bombas y acabe muerto por la explosión.
—Creo que lo primero que debemos hacer es avisar a la policía. Aunque es posible que siendo una noticia que se publicó hace tres semanas, ya esté enterada. Lo que se me hace raro es que desde que se descubrieran tales bombas aún no haya pasado nada.
—Quizá simplemente la gente no pasa cerca de donde están esas bombas. De todas maneras, no perdamos más tiempo, porque un día de estos sí que podría ocurrir alguna desgracia.
María Elena y Ernesto salieron corriendo. La comisaría de policía de la ciudad estaba bastante cerca, pese a lo cual llegaron sin resuello.
—¿En qué les puedo ayudar? —les preguntó la única agente que había en ese momento en la recepción mientras ellos aún estaban recobrando el aliento.
—¡Rápido, agente! ¡Hay que evacuar la ciudad!
—Cálmese, señor. Está muy agitado. ¿Quiere un café? ¿O agua?
—Lo que quiero es que la ciudad sea evacuada lo antes posible. ¡Está en juego nuestra propia existencia!
—¡Oh, no! ¿Ustedes también?
—¿Cómo que nosotros también? ¿A qué se refiere con eso? Si aún no le hemos contado a qué venimos —replicó María Elena.
—De acuerdo. Cuéntenme a que se debe esa urgencia y esa necesidad inminente de evacuar la ciudad.
—En el periódico La Piazza del día veinticuatro de diciembre se publicó una noticia que mencionaba que se habían encontrado dos bombas de la Segunda Guerra Mundial. Podría existir un grave riesgo de explosión. ¡Hay que evacuar la ciudad ya! No podemos perder más tiempo —explicó Ernesto.
—¿Ven por qué he dicho que ustedes también?
—¿Es que acaso ya ha venido más gente con la misma cuestión? —preguntó María Elena desconcertada.
—De hecho, contándoles a ustedes ya es la decimoquinta vez que alguien viene a esta comisaría con la cuestión de las bombas de la Segunda Guerra Mundial.
—Pues la verdad es que no habla muy bien de ustedes si ya ha venido más gente con esa cuestión y no han hecho nada. Le recuerdo, agente, que cobran su sueldo de los impuestos que pagamos todos los trabajadores. Lo mínimo que deberían hacer es hacernos caso de este tipo de preocupaciones. La vida de mucha gente estaría en peligro en caso de que estas bombas explotaran —dijo enfadado Ernesto.
—Teniendo en cuenta que ya han pasado tres semanas desde la publicación de esa noticia y al parecer no ha pasado nada, podríamos decir que esas bombas estarían inactivas desde hace tiempo, por lo que no habría ningún riesgo de que explotaran.
—¿Se da cuenta de que podría estar poniendo en peligro la vida de muchas personas? —le reprochó Ernesto.
—Mire, señor. Le voy a decir algo que usted aún no sabe de mí. Aunque usted ahora me está viendo hacer labores de administración en esta comisaría, hace ya tiempo pasé diez años, con sus días y sus noches, trabajando en el cuerpo de artificieros. De aquella época soy la única que aún no se ha jubilado. Por lo que no me hable como si no supiera de lo que hablo.
—¿Pero acaso usted ha visto esas bombas con sus propios ojos? —le dijo desesperada María Elena.
—Ni yo ni nadie que trabaje en esta comisaría.
—A mi hermana y a mí nos tiene ya desesperados. ¿Se da cuenta del comportamiento tan irresponsable que está teniendo con este asunto?
—Le garantizo que no va a pasar lo que usted tanto teme, señor. Váyanse ambos a casa y dejen de pensar en una tragedia que, si no ha ocurrido ya, no va a ocurrir.
—Por el bien de toda la gente que vive en esta ciudad espero que su vaticinio se cumpla. Porque como se equivoque mucha gente podría morir. Y más teniendo en cuenta que esas bombas están en una zona de mucho tráfico. Mi hermana y yo nos vamos, agente, como usted nos ha pedido. Pero que sepa que no nos vamos a quedar sin hacer nada. A nosotros nos importa la gente de Santaraggia, al contrario de lo que en esta comisaría han demostrado.
—¿Qué es lo que pasa aquí? —dijo el comisario Fabio Velini cuando entró en la comisaría con un delincuente al que acababa de detener.
—Estos dos ya se iban, señor comisario.
—¿Pero a qué han venido ustedes dos, si se puede saber?
—¿Recuerda la noticia de las dos bombas de la Segunda Guerra Mundial, señor comisario? —le preguntó Ernesto.
—La recuerdo, señor. Es una noticia de hace tres semanas.
—Pues consideramos que hay un riesgo real de que esas bombas exploten. Por eso hemos venido a avisar de que habría que evacuar la ciudad. De no hacerlo mucha gente podría morir.
—¡Váyanse los dos de aquí! Ya hemos perdido mucho tiempo con este asunto desde que esa noticia fuera publicada en Nochebuena. Tenemos cosas más importantes que atender.
Los hermanos Halford salieron corriendo de aquella comisaría en la que sintieron que los policías no habían hecho otra cosa que reírse de ellos. En poco tiempo llegaron a la plaza mayor. Allí había mucha gente. Entre otros, los amigos de Ernesto. María Elena y su hermano subieron al escenario que había sido preparado para las fiestas patronales.
—¡Atiéndannos, vecinos de Santaraggia! —dijo Ernesto en voz alta, atrayendo la atención de toda la gente que estaba en la plaza—. Si recuerdan la noticia que se publicó el día de Nochebuena, dos bombas de la Segunda Guerra Mundial han sido descubiertas aquí. ¡Hay que evacuar la ciudad de inmediato!
Todo el mundo salió de allí corriendo. Aquella plaza quedó vacía. Ernesto volvió a su casa. Cogió una cartulina blanca y un rotulador y en ella escribió “SE VENDE” junto a su número de teléfono móvil. Colgó el cartel en la puerta principal y se dirigió al aparcamiento subterráneo que había delante de la fachada norte de su casa. Salió de allí en su coche mientras algunos policías lo seguían. Pisó el acelerador y pasó encima de las bombas mencionadas en la noticia de tres semanas antes. Éstas explotaron, matando a Ernesto y a los policías que iban persiguiéndolo.
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