SOLA – Mª Pilar Cuasante González
Por Mª Pilar Cuasante González
Amaneció un día precioso: el cielo de un azul intenso, el sol brillando con todo su esplendor… Decidió que tenía que aprovechar una mañana así para tomar el sol en el jardín de su casa. Se recostó sobre la hamaca y cerró los ojos.
Comenzó a recordar los años en que casi fue feliz allí: flores de todos los colores y formas, su hijo jugando en el césped, su marido arreglando el pequeño huerto en que había convertido un rincón de su jardín: tomates, lechugas,… todo para las ensaladas que la familia consumía durante el verano. Pero también recordó cómo le perdió… Aquella fría noche de diciembre ella fue a dormir y enseguida descubrió que el cuerpo de su marido estaba helado, inerte… Después la llamada a emergencias, el personal de la funeraria llevándoselo en una bolsa blanca. Lo más duro fue llamar a su hijo y decirle que tomara un avión y que volviera a casa porque su padre había muerto. Organizar el funeral no fue fácil porque aún no podía creer que el amor de su vida ya no estaba con ella: sería al día siguiente a las 13,15 y luego le incinerarían. Llegado este punto, abrió los ojos y bebió un poco de agua fría. De nuevo los cerró y siguió recordando.
Cuando le conoció era un tipo estupendo: alto, guapo, educado, amable…, vamos, un regalo del cielo. Los primeros años casi fueron felices, pero pronto él comenzó a presentar los primeros síntomas del monstruo en que se convertiría. Comenzaron los desprecios, las palabras dañinas… Lo más triste es que todo esto en parte fue propiciado por la familia de él: tenían un negocio y pretendían que, además de trabajar todos los fines de semana en el negocio familiar, pusieran dinero para pagar a alguien que les relevara en el trabajo. Nunca entendieron, ni quisieron entender, que su trabajo y el de su esposa eran otros y que ellos, al fin y al cabo, tenían allí un todo gratis estupendo que les reportó grandes beneficios. Las llamadas de su madre para que fueran a trabajar le hacían ser cada vez más y más dañino con su mujer porque ella se negaba: los dos trabajaban durante la semana y necesitaban descansar pero ella no quería entenderlo.
Por aquella época empezó a aparecer la enfermedad que le fue afectando poco a poco, primero al cuerpo y, posteriormente, a la cabeza. Pero lo que ella llevaba realmente mal y se le hacía insoportable era el trato hacia su hijo. Era un niño bueno, educado, responsable, cariñoso, respetuoso, nunca dio un solo problema quizá por miedo a su padre; él afeaba en público a su hijo su manera de jugar al baloncesto, o, en visitas de la familia, le castigaba sin motivos para demostrar quién mandaba en casa… El niño no merecía ese trato. Ella siempre estuvo convencida de que lo que realmente buscaba haciendo eso al niño era hacerla daño. Las lágrimas comenzaron a aparecer, se levantó de la hamaca y permaneció un rato en pie, mirando al cielo azul, como peguntándole porqué las cosas fueron así. Habían tenido todo en sus manos para ser felices pero él no supo cómo utilizarlo.
Volvió a tumbarse al sol, cerró los ojos y recordó aquella tarde de diciembre, la del día en que encontró muerto a su amor. Al tanatorio comenzó a llegar gente: amigos, familiares, compañeros… Fue una locura… había tanta gente que les apreciaba (o al menos eso creía ella); besos, abrazos, consejos. Ella se juró que no la verían llorar y lo consiguió, no derramó una sola lágrima delante de aquellas personas, ella quería que honraran la memoria de su marido no que sintiesen lástima por ella. A media tarde llegó su hijo. Los dos se fundieron en un largo, intenso y tierno abrazo, dándose fuerzas el uno al otro. Su hijo estaba muy afectado pero la compañía de todos sus amigos,que lo eran desde la época del colegio, le ayudaron a sobrellevar el momento y se sintió reconfortado.
Llegó la mañana del día siguiente. Aun más gente les acompañó. Pero lo peor estaba por llegar. Unos minutos antes de acudir a la capilla para la celebración del funeral abrieron el ataúd para despedirse de él. Ella comenzaba a derrumbarse pero se contuvo y se hizo la fuerte cuando su hijo se vino abajo: no había consuelo para él. Le costó Dios y ayuda conseguir que se recompusiera pues había unos horarios que cumplir.
Una vez terminado el funeral, de nuevo los que creyó que eran sus amigos, aquellos con los que su marido y ella pasaron buenos ratos, con los que él practicaba la pesca, algunos de ellos compañeros de trabajo de él, volvieron a despedirse y a ponerse a su disposición y a decir que la llamarían para ver qué tal seguían. Todo terminó al día siguiente cuando llevaron la urna con las cenizas al columbario donde descansan. No hace falta decir que, por supuesto, nadie cumplió la promesa de las llamadas ni de la ayuda. Nunca más supo de aquellos supuestos amigos que la dejaron totalmente sola, sin un hombro sobre el que llorar ni nadie a quien pedir ayuda.
A partir de ese momento comenzó su vida en soledad. Su hijo regresó a su lugar de residencia y trabajo y ella volvió a su vida diaria pero sin su marido al que, a pesar de que los últimos años de su vida se dedicó casi exclusivamente a amargarle la existencia, echaba muchísimo de menos, habían pasado juntos más de treinta años. Pasó el tiempo y ella cada vez estaba más afectada, más sola, se sentía abandonada por todos.
Poco tiempo después, encontró en su barrio nuevos y maravillosos amigos con quienes compartir momentos. Ellos y su querida y fiel amiga, que la acogía cuando las cosas se ponían feas en casa, fueron los únicos que velaron por ella. Pasaron los meses y su corazón cada vez estaba más triste, cada vez el vacío en su mente y en su cuerpo era más difícil de comprender y de llenar, la paradoja de seguir amando a la persona que más le hizo sufrir en su vida le hacía sentirse perdida, pero no podía olvidarle.
Todo fue a peor hasta el día en que ella tocó fondo y, sin pensar en su querido hijo, decidió que ya bastaba, que esta vida no podía darle nada bueno ni positivo. Cerró las puertas y ventanas de la casa, y tomó un puñado de pastillas. Cuando despertó no sabía dónde estaba. Cuando su cabeza se iba despejando descubrió que se encontraba en una cama de hospital con un suero en la vena de su brazo, separada por unas cortinas de otros pacientes: estaba en observación de urgencias del hospital de su ciudad. Estaba triste porque no había conseguido su propósito. Cuando vino el médico consiguió convencerle de que iba a ser buena chica porque tenía miedo de que la dejaran ingresada en el hospital. Con tal de irse a su casa habría prometido la luna a cualquiera que se le hubiese acercado. Y lo consiguió: a casa con un tratamiento para estar tranquila y una cita con la psiquiatra en unos días.
Comenzó a seguir viviendo porque era lo que tocaba, pero sin interés ninguno, solo porque Dios no se apiadaba de ella llevándosela. Ni siquiera cayó en la cuenta del sufrimiento que todo ésto provocaba en su hijo. Él la llamó un día muy enfadado y le dijo que si volvía a intentarlo no la perdonaría nunca porque le dejaría solo y le parecía que a ella no le importaba. Eso la hizo reflexionar y pensar y las palabras de su hijo la sacaron del letargo en el que se encontraba, sin ganas de nada, sin ilusiones. Esas palabras le hicieron ponerse en marcha solo por él, por su hijo, porque ella no estaba dispuesta a soportar que no la perdonara. Y ahí comenzó su lucha, comenzó a intentar seguir viviendo aunque estaba muerta en vida. Entonces cayó en la cuenta de que su familia, que hacían ver que se preocupaban por ella, en realidad la sometían a un acoso continuo, hasta le habían impuesto la hora del funeral de su marido, incluso no le dejaron llorar aquella noche en que él murió. Se juró que nunca lo perdonaría.
Poco a poco, y con mucha ayuda profesional, consiguió empezar a sobreponerse e iniciar una nueva vida, pero siempre se topaba con quienes, lejos de interesarse por ella, aspiraban a controlarla y no la dejaban tranquila nunca con llamadas de teléfono. Ninguno de ellos entendía que necesitaba su espacio, no dar explicaciones y ser ella quien organizara su vida, pues ella era quien iba a vivirla.
Y… siguió siendo la mujer triste y solitaria que, a pesar de tener nuevos amigos, deseaba estar sola todo el tiempo posible porque su corazón era incapaz de vencer la pena que lo ahogaba ni podía llenar el vacío que sentía dentro de sí.
RELATO DEL TALLER DE:
Taller de Escritura CreativaDeja una respuesta
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Carolina Rincón Florez
04/11/2024
En algunos momentos de tu relato me vi reflejada. Con uno o dos amistades sinceras es suficiente para inventarte una nueva vida , aunque surja de la antigua
Me encanta tu relato
Gracias