TODO O NADA – Antonio López Algaba

Por Antonio López Algaba

A veces, la espera no deja ver más allá el hecho cierto de que las cosas no se concluyen como deberían. Intuyo que las largas horas delante de la pantalla escribiendo y reescribiendo frases ingeniosas, deseos apasionados y el reflejo de unas emociones, marcan un camino, una brecha en la otra persona que abrirá su alma y me mostrará para que entre en él y deje diluirme. Sí, marcamos un listón tan alto, un mundo con tantas gamas de color que parece que las historias se resolverán en una primera mirada y cada uno impregnará de luz la propia sombra. Abro el escaparate y trazo con tinta ilusionante un proyecto sobre una tabla de cera. Ella acariciará la miel y los surcos de unos dedos sensibles recobrarán la firme tersura al instante.

El universo se torna nervioso. La página en blanco y la firmeza de cada palabra escrita desafían la voluntad plena de mostrarme ante ella. La seguridad de no mirar a los ojos mientras pinto el alma será definitivo. No necesitaré ningún aditamento más a las ganas de entendernos y buscaré la esencia en una mirada encontrada.

Se acerca la hora, llego con una antelación premeditada. No permito improvisaciones. Tomo una imagen brumosa en la cabeza para intentar adivinar qué aspecto tendrá. Si seré capaz de descubrir en el primer encuentro que la química dibujada en tantas horas de conversaciones conseguirá cumplir ese objetivo.

La tarde pierde su calor. El cielo huele a naranja e invita a compartir un encuentro deseado, cierto y necesario. En poco tiempo, la incertidumbre se instala y un deseo de pensar en la seguridad de la palabra escrita nos invita a demorar presencias, a abrir la puerta del refugio de la distancia y nos hace pensar dos veces lo que queremos transmitir, lo que queremos pintar de color. Buscamos un deseo, un momento, una afinidad que sirva como un argumento literario para sembrar el crecimiento de algo. No marcamos un término medio de nada. ¿Quién quiere términos medios?

Sabía que era ella, porque intuía una sonrisa nerviosa. Tenía que ser. Sí, aceleró su paso y vino a mi encuentro, ese que tantas veces habíamos programado, pero que no éramos capaces de culminar. Mostrábamos afinidades y en la mayoría de las ocasiones nuestras ganas de agradar o de que no hubiera una diferencia insalvable nos mantenía en ese mundo de ensoñación donde no nos veíamos, nos protegía el misterio o culminaba con una frase para que no se rompiera la fina línea de ilusión que habíamos tejido.

Y allí venía. Así me la había imaginado. Me encantó ese paso firme. Dejé de escuchar el sonido de los coches que nos rodeaban. Se pararon ante el semáforo, yo quise pensar que lo hicieron para sentir mi ánimo. La acera, en su amplitud, sólo encontró su camino.

Y me acerqué. Aparté de su cara un mechón rubio rebelde que le tapaba la frente y me vino a la mente cada mensaje dedicado, cada letra encadenada para expresar una posibilidad. Sus ojos, redondos y oscuros, no evitaron los míos. No perdí el flujo de su mirada, no perdí mi excitación por confirmar un conocimiento mutuo. El todo o la nada mantenía su fuerza, una frente a la otra.

Todo.

Fue tomarla por la cintura y ya comprendí que un todo era posible. Por qué tener la disyuntiva de elegir entre el ser o no ser, entre la vida y la muerte, entre el querer y el no ser amado si mi única pasión se dibujaba en el tacto de mis dedos en sus caderas mientras paseamos.

Eso es, tiene frío y acurruca su cuerpo junto al mío. Nuestras manos se estrechan dentro del bolsillo del abrigo. No hay duda de que es ahí donde quiero estar. El pañuelo de seda de su mano recorre el dorso de la mía. Mi éxtasis es completo. Nuestros pasos en una noche de cristal, en un frágil deambular, acaloran mis ganas de vida, mis ganas de soñar el fuego, mi necesidad de gritar al infinito que huele a jazmín, que sabe a azúcar y se derrama la miel por el manantial de nuestras almas.

Escucho al fondo Oblivión. Sus dedos rozan los míos que se convierten en cuerdas ligeras, casi etéreas. Marcan un compás vibrante de sonidos de guitarra y hacen endiosar los oídos para atrapar el quejido de la cuerda. Aprendemos sobre la marcha un baile de colores que presume una estela de armonía y trato de respirar con fuerza para no perder un solo hilo de color.

Me paro, la abrazo, me responde, me abraza, me para. Sonríe y la curvatura de sus labios me invita a acercar los míos, humedecidos de estrellas dulces, de cantares en silencio, de deseos carnosos. El horno de mi pecho satura el blanco y negro de la calle y un calor de impaciencia invade el halo de la luna.

Mis ojos proyectan su luz sosegada y amante, vierten ríos de pasión por los suyos y los abro más a cada segundo para provocar un desbordamiento de mirada. Aparto, de nuevo, el mechón de su cabello, de seda, tenue, que decide seguir el caprichoso camino de su frente. Se ensortija entre mis dedos y se escapan jugando como los niños traviesos a la hora de la merienda.

Tomo sus manos entre las mías. Frente a frente, como si fuéramos a decidir un baile, como si fuéramos a juntar los caprichos de dos almas que no son gemelas. Respiro hondo y de mi boca fluye una andanada de futuros, una alegría de deseos, unas hojas que florecen. Tallos tiernos que desean crecer para ella.

Me despido. Tardo en besarla, quiero hacerlo, no la beso. Aprieto los dientes mientras la veo marcharse. Gira su cabeza, me mira y sonríe. Casi imperceptiblemente levanta su mano como indicando más tarde, nos veremos, seremos, nos esperaremos… Todo.

Nada

Está pegado a mí, me encanta que ponga su mano en mi cintura. Se ve que está nervioso, paseamos y se le ve grande. Me halaga que se sienta cómodo. Su fuerza, sus ganas de agradar, su honestidad al hablarme me embauca, seguro que podrá ser, que tendremos un futuro de mañana o de pasado, pero futuro al fin.

Tengo frío. Esta noche está muy oscura. Me acoge y me aproximo a su cuerpo, instintivamente dejo caer la mano para que me la entrelace. Manos fuertes con dedos delicados acarician los míos como si se fueran a diluirse entre los suyos. Sí, me siento protegida, veo los anhelos de mi alma que recorren cada gramo de la suya para bailar en una danza sin fin de caricias de terciopelo.

Oblivión marca el compás, juego con mis dedos simulando que toco las cuerdas de una guitarra con los suyos. Divertido, intrigado, entregado. Él cierra los ojos ante mi juego y sonríe. Los abre y me mira buscando el color dentro de los míos. Me inquieto porque tardan en aparecer las pinceladas.

Me para, me abraza, le abrazo, le paro. Le muestro mi sonrisa sosegada, trato de atraer la suya para comprender el pan de azúcar de sus deseos, la viveza de sus ganas de sentir, el misterio no revelado de su inocencia amorosa que desborda calor, mientras la luna me mira de reojo.

Sus ojos se cruzan con los míos. Irradian un deseo incontenible de querer, de buscar un reflejo de vida. Trato de enviarle una señal de cordura que sólo se convierte en una locura pasajera. Una mirada tallada a capricho. Me recoge un mechón que, rebelde, decide vagar por los surcos de mi frente y que se diluye entre sus dedos sin éxito.

Me toma las manos y frente a mí decide dejar caer un aluvión de intenciones, de sueños, de cargas sobrellevadas para cumplir un sueño de amor que recojo como hojas de otoño.

Nos despedimos. Tarda en besarme, quiere hacerlo, no me besa. Trato de dar firmeza a mi paso. Giro la cabeza, le sonrío y apenas levanto mi mano indicando más tarde, Sigo de frente, no puede ser, no nos veremos, no seremos, no nos esperaremos… Nada.

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