SANCHO Y LOS CANÍBALES – Consuelo Mª Muñoz Lendínez
Por Consuelo Mª Muñoz Lendínez
Me llamo Sancho. Estoy cerca de cumplir los 12 años, pero no sé si llegaré a cumplirlos, porque en medio de la selva, unos caníbales nos están persiguiendo.
Yo vivía con mis padrinos Aldonza y Alonso en Cuzco, una ciudad importante de Perú. Hasta que hace un año, él pensó que ya tenía edad para marchar con los exploradores e ir haciéndome un hombre fuerte.
¡Con lo a gusto que estaba yo jugando a exploradores, tenía que ser uno de verdad! Os aseguro que no es lo mismo.
Era el año 1542, salimos en una expedición comandada por Gonzalo de Pizarro y Francisco de Orellana, queríamos gloria y dinero y por eso nos fuimos en busca de El País de la Canela o Del Dorado, un poblado que decían que tenía tanto oro, que los suelos los asfaltaban con él.
Después de muchas vicisitudes en la selva y de pasar mucha hambre, sin encontrar ni oro ni canela, algunos hombres partimos con Orellana en busca de comida, en un barco que habíamos construido entre todos. Hacía dos meses de aquello y la corriente del río no nos dejaba volver.
Llevábamos un bergantín y once canoas en las que los hombres se turnaban para remar.
Una mañana en que me tocó ir en una de ellas, junto a Iñigo, Juan, Alonso, Francisco y Gonzalo, vimos unas islas en medio de aquel gran río.
Nos adelantamos para inspeccionarlas, y descubrimos una playa llena de árboles frutales, de los que ya habíamos probado los ricos frutos de algunos.
—¡Mirad a la derecha! -¡Comida!- Dije con lágrimas en los ojos, ¡hacía días que no masticaba! Hambrientos, no dudamos en darnos un festín sin dejar de lado los frutos que no conocíamos.
—Sancho, ¿No quieres probar esto? -me preguntó Juan
—No —le contesté, —no me había gustado, y no comerlo fue lo que hizo que mi suerte fuera diferente a la de los demás.
Comimos hasta que nos dolió la barriga, cuando de pronto, oímos tambores. Agachados, andando despacito, empezamos a investigar de dónde venía aquella música. Asombrados, a lo lejos vimos un palacio dorado.
Seducidos por los sueños de riquezas, echamos a correr y encontramos una calzada hecha de oro.
—¡Hemos encontrado El Dorado!
—¡Somos ricos! —Gritábamos sin cuidado. Decidimos quitarnos las camisas y anudándolas, hacer sacos con ellas para cargarlas con los trozos del pavimento que pudiéramos arrancar.
Y entonces, un fuerte brazo me agarró de la cintura y me subió por los aires.
—¡Aaaaaahhhh! ¡Socoooorro! ¡Ayuda! —Supliqué, pero uno tras otro, mis compañeros empezaron a volar como yo.
Unos indios fornidos nos fueron pasando de rama en rama, de árbol en árbol, hasta llevarnos a un poblado en el que los guerreros nos esperaban para meternos en una jaula bajo tierra. Habíamos oído hablar de los indios Caníbales. Metían a los prisioneros en jaulas para engordarlos como al ganado, y todo apuntaba a que a nosotros nos había llegado la hora.
Las jaulas eran profundas y húmedas, un calor pesado inundaba nuestros cuerpos de sudor, el aire denso solo entraba por el agujero por donde habíamos entrado.
Unos lloraban, otros golpeaban con sus puños la cueva.
Cuando estuvimos más calmados, Francisco nos propuso hacer una torre humana, para ver si la trampilla se podía abrir. Afortunadamente, la reja estaba pegada a la pared y nos podíamos apoyar en ella.
¿Y cómo no? Al que le tocó arriba fue a mí, que era el más chico de todos. Trepé por Francisco, que era el más fuerte, por Iñigo y por Gonzalo, que estaba muy canijo, y cuando estaba a punto de llegar a la reja mis compañeros empezaron a temblar, y yo allí balanceándome, agarrado de los pelos de Gonzalo, pensé que iba a caer, así que me impulsé en sus hombros y me agarré a los barrotes, mandando a toda la escalera humana al suelo.
-¡Callaos! que voy a —Les dije con voz potente, mientras los oía lamentarse. Debí asustarles con mi vozarrón, porque se hizo el silencio.
Entonces arrimé el oído. Los indígenas hablaban entre ellos, solo se oía un murmullo, hasta que una voz más autoritaria, fuerte y clara, dijo:
-¡Los hombres del mar nunca deben conocer nuestra existencia! ¡Son unos bárbaros; lo arrasan todo! ¡Vamos a hacerlo
¿Qué iban a hacer? Busqué a uno y otro lado de la reja, no llegaba al cerrojo para abrir, así que mirando hacia abajo grité — ¡Cogedme! Cuando Alonso y Juan se prepararon, me encomendé al cielo y me dejé caer. Los seis que habíamos salido, aquella mañana, en canoa por fuertes, ahora estábamos contusionados y muertos de miedo.
- ¡Tenemos que escapar! — supliqué mientras conseguía a duras penas ponerme de
pie.
- ¿Qué has oído? —me preguntaron
- ¡Quieren acabar con nosotros! Dicen que lo arrasamos todo, que somos unos bárbaros.
—¿Eso dicen? ¿Bárbaro yo? Don Iñigo de Montiel y Alhucema, hijo de…
- ¡Calla Iñigo, calla, que ya sabemos que eres muy importante, no nos lo digas más! – le cortó Juan. —vamos a pensar. Que bastante hay con que nos hayan atrapado hombres voladores.
—O hemos tomado algo que nos ha hecho alucinar—Dijo Alonso sonriendo.
- ¡Pues eso va a ser! Que hemos debido tomar algún alucinógeno y ni había oro ni nos capturaron volando— dijo Francisco, contento con esta opción.
- A lo mejor tampoco estamos aquí —dijo Gonzalo.
- Pero yo me veo, luego estoy—Dijo Iñigo.
- No, eres una alucinación. No estás —Dijo Alonso, sosteniendo a duras penas los párpados, mientras Iñigo empezaba a
- ¡Sí está! ¡sí está, es un pesado! – Protestó Gonzalo.
- Pues yo me voy a dormir —dijo Juan, bostezando.
- Buena idea — Dijo Alonso, buscando ya la
Y sin decir ninguna palabra más se fueron tumbando los demás.
—¡Pardiez! —exclamé, aquellos hombres estaban totalmente borrachos, había oído que algunos frutos comidos en exceso producían borracheras. Todos estaban roncando, y yo, tenía que ingeniármelas o no llegaría a mi cumpleaños. Tenía que urdir un plan.
Un rato después, cuando había ideado cien planes fallidos en mi mente, mientras mis compañeros dormían, un hombre abrió la trampilla, echó una escalera de cuerda y dijo:
—¡Que salga el jefe del grupo!
Yo los miré a todos, ¿Quién podía llamarse jefe allí? Cogí la escalera y temblando subí.
- ¿Tú eres el jefe? —Me preguntó el indio, extrañado.
—¿Qué iba a decir? Saqué pecho, me estiré y con orgullo, y sentí.
El indio volvió a mirar dentro, vio como mis compañeros dormían y encogiendo los hombros, dijo:
—Bueno, pues a ti te voy a atar.
. – ¡Vaya! —Pensé,- ¡La he pifiado!
Y así, me llevó al centro de un círculo, y me hizo sentar en un pedrusco de oro pulido.
—Alrededor de él estaban sentados los indios—Una de las mujeres más viejas comenzó a hablar.
—Los hombres del mar, habéis demostrados que lo estropeáis todo, nada más llegar habéis empezado a romper la calzada que hemos hecho con nuestro trabajo, os queréis llevar esas piedras porque brillan, sin pensar si hacéis daño a alguien. ¡Siempre estáis destruyendo! Os creéis dueños de la tierra y la tierra no es de nadie. Si os dejamos ir contaréis lo que habéis visto y vendrán otros y nos arrasarán—continuó —No queremos prisioneros, ¡están todo el tiempo pensando en huir, y nos dan mucho trabajo!
¡No quería morir! Me armé de valor y le contesté:
—Señora, si nos matáis o nos dejáis presos, nuestros compañeros vendrán a buscarnos, son muchos, armados y fuertes, y os matarán a todos con armas que disparan fuego. Solo hemos cogido un poquito de oro, tenéis mucho, ¡tampoco es para que os pongáis así! – Proseguí — Pero si nos dejáis ir, no contaremos nada. Mis compañeros se han dormido con los frutos que comieron, si los llevamos así a la canoa, al despertar creerán que ha sido un mal sueño. No dirán nada a nadie porque nada sabrán. ¡Yo les doy mi palabra de que no lo contaré!
—No te creemos. —Contestó la anciana juntando el entrecejo y señalándome con el dedo. —seguro que terminas contando tus aventuras. Te encerraremos apartado de tus compañeros y que ellos sigan durmiendo, mientras, pensamos en la mejor solución.
—¡Yo quiero cenarlo! – Gritó uno de ellos, dejándome aturdido.
—Pero si solo es hueso y pellejo, además, engordarlo va a ser un engorro. —Dijo un hombre mayor con pocas ganas de trabajar.
¡Anda, que no hacen un caldo rico los huesos! – Dijo el primero.
Aquellos hombres hablaban de cenarme, y no estaban de broma, y para colmo, mi estómago asustado empezó a rugir.
Me encerraron en una habitación en la que los asientos eran muy duros, porque eran de oro. ¿Para qué se queréis tanta riqueza si falta un cojincito? Grité enfadado.
Tenía que ganar tiempo. Pasadas unas horas, ya atardeciendo. Llegaron unos indios y me trajeron una fuente hecha de hojas de palmera, llena de frutos, y un cuenco con un guiso caliente— Que dice el jefe que mientras decidimos vayas reponiéndote, por si al final decidimos comerte. Me dijo un muchacho.
- ¡No! Nuestro ejército vendrá a por nosotros! Son Si no volvemos nos encontrarán—seguí gritando, intentando convencerlos de que me soltaran.
Mi vientre seguía rugiendo y me dejaron solo frente a aquella comida que ahora me producía náuseas.
Al cabo de un rato entraron tres chicos, debían tener mi edad, por su aspecto
—¡Levántate! —me ordenaron.
Uno de ellos fue a taparme la boca con un trapo mientras otro me amenazaba con un puñal y el otro vigilaba la puerta.
Tuve suficiente impulso para pararlo y decir que aún no había comido, que me dejaran comer como su jefe había mandado.
Come lo que quieras, te vamos a cenar esta noche, rio el más pequeño.
Me puse a comer lentamente, con ganas de vomitar, intentando ganar tiempo, pero uno de ellos me quitó la comida de un manotazo.
—Ya está bien
Y entre los tres me amordazaron y me llevaron maniatado con ellos mientras mis tripas rugían cada vez más.
Querían demostrar su valentía ofreciéndome como cena a unas chicas. Tenía que escaparme.
—Agárralo fuerte, Campotolo—Dijo uno de ellos.
—No deja de moverse, Atatora —Dijo el pequeño.
—Átalo, Verdegualpa, a ese tronco. Yo creo que servirá para guisarlo.
—¡Atatora, Verdegualpa! ¡Se está soltando!
Allí había una pira de leña. A los lados, dos ramas rectas que terminaban en ángulo para sujetar otra madera horizontal. Perfecto para asarme.
—Mi vientre empezó a retorcerse cada vez más, unas enormes ganas de vomitar me venían, y sin poder aguantarme, mi aparato digestivo empezó a vaciarse por ambos lados.
—¡Pero qué asco! Límpialo, Verdegualpa.
—¿Yooo? ¿Límpiarlo? ¡Noo! Voy a correr al manantial a lavarme.
—Pues yo no me lo ceno, me da asco, mucho asco.
—Nos vamos, que voy a vomitar. ¡Qué peste!
Sí amigos, mi diarrea me ayudó, aunque me costó remontar para ir a por mis compañeros sin dejar un rastro tras de mí. Afortunadamente no había ningún guardián. A pesar de tener las manos atadas conseguí abrir la trampilla, echar la escalera y bajar a despertarlos.
—¡Qué peste!
—¡Vete!
—No. —Contesté—nos vamos todos.
—¡Tira para arriba, Iñigo y tú, Gonzalo, desátame las manos!
—¡No, que vomito!
—¡Pardiéz! ¡Que tenemos que escapar!
—Yo te desato —dijo Francisco. E id subiendo los demás.
Como os dije al principio de la historia, no sé si llegaré a cumplir los doce años. Los caníbales se han dado cuenta de que huíamos. Me está costando llevar a mis compañeros camino de las canoas, ellos apenas recuerdan dónde están.
Siento los pasos de los indígenas tras nosotros, mi corazón late deprisa, tengo que sacar fuerzas, porque ahora sí, nos quieren comer.
Veo la canoa.
—¡Si corremos más, no nos alcanzarán! —Gritó Juan.
¡No! ¡Me he caído en el barro! No veo, oigo los tambores cerca, mis compañeros se alejan.
¡Me han cogido! ¡Me llevan en volandas! El barro me nubla. Me sueltan en algo duro, una flecha se clava a mi lado. Mis compañeros están aquí, los oigo, empiezan a remar. Tal vez sí cumpla los doce años.
RELATO DEL TALLER DE:
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