LÁGRIMAS DE PLOMO – Rosa Ofelia García Rodríguez

Por Rosa Ofelia García Rodríguez

Aquel domingo del 25 de julio de 1999 Miraflores se oscurecía contra el cielo. Las aceras entre los chalets se mantenían sordas a los mil ruidos de esa noche. Hasta que la sirena de una ambulancia se enredó en el estruendo de los fuegos artificiales a lo lejos en la plaza del pueblo. Trataba de abrirse camino entre la gente que abarrotaba las calles. Se festejaba el día de Santiago Apóstol. En ese instante la lámpara de relleno del salón del número 12 de la calle de la Buena Brisa se apagaba reduciendo a las personas del otro lado del ventanal a una dudosa constelación fluida de contornos. Hubo una fricción de suelas retrocediendo y un lamento de buceador al entrar. Clara Montes y Ulises Quintana fueron encontrados inconscientes en el salón de su casa de Miraflores por un equipo de Urgencias Médicas.

– No tiene pulso. Está en parada cardio respiratoria.

Tenía los ojos ligeramente abiertos, las pupilas dilatas y fijas en el marco de la fotografía sobre la chimenea en la que aparecía retratado con la banda y el bastón de Alcalde el día que juró su cargo. Su mandíbula relajada y su boca ligeramente abierta lo delataba: Ulises, alcalde y ex ministro, de 73 años estaba muerto.

A Clara, su esposa, de 72 años, trataba de reanimarla la médica del SAMUR con un masaje cardíaco.

-Vamos, Clara, vamos… una ampolla de epinefrina, dos de atropina, deprisa, la perdemos – la desesperación de doctora de urgencias insistía una y otra vez con las palas del desfibrilador

-No puedo, no puedo abrir los ojos – Clara trataba imaginariamente de hacer desistir a la doctora, pero su voz sólo sonaba en las calles de su cráneo.  Vio cómo se encendía la luz apuntando a la pastilla anaranjada del interruptor. Sintió su voz vacilar y romperse en la oscuridad de su mente mientras volvía a ganarla el sueño, a tirarla despacio hacia abajo, bajando la bandera de su respiración mientras veía izar la sábana blanca con que cubrían el cuerpo de Ulises en la camilla del SAMUR.

En un bar de carretera un hombre maduro, Miralles, con las canas incipientes de los cuarenta años y gafas de intelectual, junto a una joven de 23 años, María, charlaban amistosamente en la barra frente a dos botellines de cerveza. No había nadie más en el bar a excepción del camarero. Hablaban sobre las virtudes del periodismo. La actitud de Miralles era la de un periodista de vuelta de todo y la de María la de una joven becaria que creía en la objetividad y en la pureza de la profesión. María estaba disgustada porque el Jefe de Redacción, Barroso, se había cargado su artículo. Miralles le decía que no se lo tomara tan en serio. Había sido un largo fin de semana, la gente no paraba de matarse y ellos tenían que escribir sobre ello. Nada más. Sin embargo, a María el cuerpo le pedía abandonarlo todo y dedicarse a doctorarse en filosofía y escribir sobre cosas importantes. Miralles intentaba en vano consolarla.

-Sólo tienes 23 años, María, todavía no sabes lo que es importante.

-Que te den muchos metros de pomada, Miralles.

Miralles no se tomó sus palabras en serio y le ofreció su hombro para que ella se desahogara. Pero María no tenía consuelo. Era el mejor artículo que había escrito hasta ahora. Miralles se interesó por el tema.

-Por si no lo sabes, Miralles, este caso apesta.

Intento de suicidio frustrado” era lo que aparecía reflejado en el informe médico. Miralles lo leía mientras esperaba en la consulta del Doctor Andrade. Miralles se identificó como periodista del periódico El Adelantado de Segovia. Al Doctor Andrade le incomodaban sus preguntas.

– ¿Cómo pudieron mantenerlo en secreto, doctor? ¿Qué razón tenía Ulises para morir? Más bien parece el típico caso de la mujer está harta de “su propio”.

– ¿Y cómo es que, siendo usted un periodista tan bueno, trabaja para un periódico de provincias?

Andrade lo tachó de cínico. Con el aplomo que dan los años de haber superado con creces la edad de jubilación, escuetamente le informó que, sufriendo graves problemas de salud, Ulises Quintana había elegido abandonar sus cargos políticos hacía un año. Se confesó muy amigo de la familia abriendo el cajón de su mesa en el que había una foto de Clara junto a un sobre con un Post-it en el que se leía “enviar si todo sale bien”.  Aprovechó que Miralles tomaba notas en su libreta para apartar sigilosamente la foto y el Post-it.

– El hombre es el único animal que se equivoca hasta en la fecha de su muerte…- Le dijo suspirando a Miralles mientras le entregaba solamente el sobre-. Esta carta lo explica todo.

Su destinatario era el periódico El Adelantado de Segovia. Miralles la abrió en su mesa de redacción. Extrajo un folio y una foto de bodas de Clara y Ulises en blanco y negro. Le dio la vuelta y en el reverso descubrió la fecha del 10 de agosto de 1948. Miralles leyó la carta manuscrita firmada por Clara y Ulises en la que la pareja explicaba su suicidio de amor diciendo “haber hecho su tiempo”.

Seis meses más tarde, Clara Montes se declaraba militante de la asociación Derecho a Morir Dignamente frente a Miralles en el salón de su casa de Miraflores. Charlaban junto a la chimenea encendida mientras el periodista tomaba nota de sus palabras:

– Es inadmisible gastar millones y millones en ancianos que no pueden sobrevivir. Si una lo decide, ¿por qué no podríamos morir en paz?

Sus ojos recorrían las fotografías sobre la chimenea: el día de su boda, la jura como alcalde de Ulises, sus hijos, etc. Madre de dos hijos y dos veces abuela, Clara ya no pensaba esa mañana, víspera de Reyes, en poner fin a sus días. En el sillón orejero, junto al árbol de Navidad, releía las pruebas de las memorias de su marido. El primer tomo saldría en unos meses en la editorial Mirabilia. Ante la grabadora de Miralles, Clara recordaba su relación con Ulises y recordaba aquel día de Santiago del 14 de julio de 1999 como un día muy feliz.

– Esa noche nuestro hijo mayor estaba en casa. Le preparé una buena cena. Se marchó a la verbena. Ya a solas nos besamos, nos dijimos que nos queríamos y brindamos con nuestras pastillas.

– Brindo por esa manía tuya, cariño, de minutos, de horas, de mañana, de ayer, de dentro de un año… Vamos, Clara, la noche no existe mientras dormimos…

– Unos días más tarde me desperté como si estuviera en el limbo en la cama de un hospital frente a la cara de mis hijos. Entendí enseguida que él estaba muerto y que, por desgracia, yo no lo había conseguido.

Decía eso suavemente con la mirada perdida en el borrador de las Memorias, sin tristeza.

– Dice usted que Intentaron dejar la vida juntos tal y como la habían vivido, pero, cómo empezó todo.

-Nos conocimos en 1945 en el Liceo Francés donde estudiábamos. Por tener conversaciones intelectuales, ya ve usted qué tontería. Siempre me vi a mí misma como una niña fea, nada brillante a la sombra de mi hermana mayor. Ella se parecía a mi madre, Magdalena, profesora de la Escuela de Magisterio como yo, una mujer rara, pero, a la vez, atractiva y original. Al final de su vida todavía era coqueta delante de los médicos. Me acuerdo que cuando se lo hacía notar, ella me respondía: hace 88 años que seduzco, no voy a parar de un día para otro.

– Ulises se enamoró de usted nada más verla, en una ocasión afirmó que fue un amor a primera vista.

– Que va, nuestros primeros encuentros fueron muy tímidos. Una vez nos citamos para ir a bailar y ninguno de nosotros sabía bailar. Entonces decidimos cambiar los planes por paseos por el Retiro. Yo trataba de impresionarlo con las historias de la Odisea que me contaba mi padre en la farmacia que tenía en el barrio de Chamberí. Se llamaba Juan y siempre decía que deberían haberle bautizado como Ulises.

– ¡Vaya casualidad!, entonces, qué fue lo que le atrajo de él, ¿su nombre?

– Mire, casualidad llaman los tontos al destino. Ulises me atraía y a la vez me enervaba. Se daba aires de sabérselo todo. No me inspiraba confianza. Los dos jugábamos al gato y al ratón hasta que llegó el verano en el que, después de 40 horas de autobús, se plantó en nuestro lugar de vacaciones para ir a saludarme. Así, como si nada. Me besó un 25 de julio. ¡Estábamos comprometidos! La verdad es que no sabría decirle lo que me había gustado de él. Al principio eran sus ojos verdes, pero, curiosamente, después se volvieron azules –Clara no pudo evitar reírse-. La cuestión no era gustarse o no gustarse. Fíjese, en la Ilíada, Andrómeda le dice a Héctor: “eres mi padre, y mi madre y mi hermano y mi amante”. Bueno, pues, nosotros éramos eso.

– Ustedes formaron una pareja literaria, una pareja política, una pareja cómo decirlo ¿ fusional?

– Él empezaba una novela, yo la terminaba. Hasta aprendí mecanografía para transcribir sus escritos y corregirlos.

– ¿Ulises la arrastró en su militancia comunista? Trabajaban en todas partes mano a mano. Las malas lenguas cuentan que cuando Ulises fue elegido Alcalde de Miraflores, usted recibía a los concejales y departía con ellos. Irritó a más de uno. A él lo nombraron Ministro y usted pidió una excedencia para seguirlo a la capital. Clara, ¿no sufría por no encontrar del todo su lugar cerca del hombre público?

-No estaba en la sombra. Estábamos juntos. Él más en la política y yo más en los libros. Lo más importante para nosotros era ayudar al otro a ir hasta el final de nosotros mismos. -Clara añadió con una mirada nostálgica. -He fracasado en mi carrera de escritora. Esa es la verdad.

– ¿Ahí surgió la tentación de terminar con todo?

– Bueno, ya nuestro trabajo en el partido traduciendo discursos de políticos franceses nos llevó hacia ilustres suicidas: Robert Salengro, después Primo Lev… Sin embargo, yo adoraba la vida – aseguró Clara ante la sorpresa de Miralles. – Me gustaba tanto que me era imposible concebirla con el sufrimiento de haber perdido a alguien querido. Para mí, la idea del suicidio siempre fue una tranquilidad. Ya conocía el dolor de la desaparición de otro. Tenía justo 18 años y conocí la muerte el 25 de agosto de 1938. Era un chico que quería casarse conmigo. Lo mataron durante la Guerra Civil. Me he dicho muchas veces que si le hubiera dicho que sí, quizás no hubiese muerto.

El amor de Clara por Ulises estaba íntimamente unido a la idea de perderlo. Él siempre tuvo la salud frágil. A los 7 años tenía asma y reuma en las articulaciones. A los 14 tenía un soplo al corazón. Conoció todo del sufrimiento físico y Clara siempre tuvo miedo de la muerte que separa, de la soledad.

-Recuerdo que en 1968 Ulises sufrió un micro infarto, los médicos querían operarlo, pero nos dijeron que era mejor esperar unos años, que era demasiado peligroso. El terror se instaló. Entonces empecé a soñar con suicidios, pero no del todo, ya sabe, por los niños.

Gonzalo nació en 1949, Pablo en 1953. Los fantasmas nocturnos se hicieron evidentes. Clara recortaba en los periódicos todo lo que tenía que ver con el suicidio.

– No es fácil matarse, una no sabe cómo hacerlo. Mi marido nunca intentó disuadirme. Yo muchas veces le dije sencillamente: tú morirás ayudado, pero yo me quedaré sola con mi pena. No es justo. Ulises siempre entendió que era mi derecho. Sin embargo,  antes de cada larga estancia en el hospital siempre contrataba un seguro de vida a mi nombre en caso de que cambiase de opinión.

En 1975 a Ulises lo operaron a corazón abierto. Clara hizo, entonces, sus preparativos. Fue al supermercado y compró una bombona de camping gas.

–  Había leído en alguna parte que alguien se había suicidado así. Después supe que no era tan nocivo. La dejé en casa bajo llave y me dije a mí misma: en caso de que la operación salga mal, sólo te queda tomar el tren en sentido opuesto.

Todo estaba listo. Pero la operación salió bien. El suicidio se puso entre paréntesis. En 1996 apareció el miedo bajo una forma inesperada.

-Tuve un pequeño problema: no sabía pasar las velocidades en mi coche y me encontraba en lugares que no conocía. Tuve miedo y me dije: tengo principio de Alzheimer. Pero no, no era eso. Fue una pequeña vena que explotó en mi cabeza y creí que me volvía chocha. No podía aceptar esta idea. Me planté delante de mi esposo y le solté: “Sabes, el suicidio lo haré por mi cuenta”. Él me respondió “¿Por qué? ¿Prefieres que sea yo el viudo?”  “Me facilitaría la vida -respondí-. Lo reconozco”. Él, después de un momento de duda y excitación, lo admitió. “Te entiendo. Siento lo mismo. Lo justo es que ninguno de los dos sea viudo”.

Para Ulises, la decisión de poner fin a su vida no fue tarea fácil. Temió no ser entendido. Así lo comprobó Miralles al leer la carta testamento que envió al periódico El Adelantado de Segovia: “la opinión pública ve generalmente en el suicidio un acto de desesperación, una debilidad básica y condenable. La gente tiene razón en la mayoría de los casos, sobre todo en el caso de los jóvenes. Sin embargo, ¿nos entenderá el mundo si yo digo que nuestra elección de una muerte voluntaria, de los dos juntos, es un acto a la vez de libertad y de amor, de la vida en plenitud?”.

Ulises puso sus condiciones: no quería el suicidio del desesperado. El suyo sería alegre. Ese día le dijo a su mujer.

– Mientras tanto, ¡vivamos a fondo!

El 25 de junio de 1997 dimitió de su mandato de alcalde. Los dos se fueron a Sevilla, una réplica de su primer viaje de enamorados de 1951. Pero en cuanto volvieron, Ulises se ahogaba. Entre julio de 1997 y Navidad de 1998 fue hospitalizado cinco veces. En su última Navidad juntos, la pareja buscó un poco de reposo en Senegal.  Allí, él lo admitió:

– No puedo más. No lo consigo. Hay que hacerlo.

Entonces fue Clara quien se echó para atrás:

– Esperemos al verano, quisiera volver a ver crecer las rosas y madurar las cerezas.

Fijaron la fecha: 25 de julio. Tenían un sentimiento de libertad total. Dejaron de estar sometidos al destino. El hecho de elegir les dio una confianza inmensa. La hija de Ulises llevó a su esposo a Grecia. Pasearon, visitaron…De vuelta a Miraflores prepararon la gran partida con puesta en escena minuciosa.

-Nos divertimos como enanos -se acuerda Clara. – Hacíamos fotocopias de cartas de adiós a escondidas. Mentíamos. Cuando la gente pedía citas a Ulises para el mes de septiembre las agendábamos.

Ulises puso en orden sus asuntos políticos. Ella redactaba cartas a la gente cercana y preparaba paquetes. Todavía se ríe de ello al recordarlo frente a Miralles. Apartó los brazos de las Memorias y le enseñó su pantalón de lana y su rebeca marrón gris:

– Mire por dónde, ¡ahora no tengo nada que ponerme! Di todas las cosas bonitas que tenía a mis amigas.

Todos los que les conocían recibieron un correo. Todos salvo sus hijos.

– ¿Qué podíamos decirles? Conocían la situación. Sabíamos que iba a ser un golpe duro para ellos, pero habían hecho su vida sin consultarnos, entonces nos pareció que teníamos el derecho de elegir nuestra muerte. Nos dijimos que por lo menos los molestaríamos sólo una vez, pensábamos que entenderían. Pero lo tomaron muy mal. Me reprocharon no haberlos consultado.

El suplemento de la edición dominical del Día de Reyes del periódico El Adelantado de Segovia abrió con un titular a doble página:  CLARA MONTES SE ARREPIENTE “Ya no quiero suicidarme, me ponen nerviosa los psiquiatras que se pegan a mí. No los necesito. Sólo confío en el doctor Andrade, mi médico de toda la vida. Desde que me he vuelto un suceso he recibido un montón de cartas muy amables, de mi familia, de amigos, de conocidos, de compañeros de promoción y antiguos alumnos. Me he dicho: no les puedes hacer eso. Era más querida de lo que creía. Sobre todo, pensaba que sin Ulises estaría sola pero no lo estoy. No me siento viuda para nada. Sigue estando conmigo.”

 

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